martes, 3 de diciembre de 2013

Pío Baroja: Semblanzas

Semblanzas
Pío Baroja
Edición y prólogo de Francisco Fuster
Caro Raggio. Madrid, 2013.

Barajando, entremezclando viejos artículos y recortes de otras obras suyas hizo Baroja muchos de sus libros últimos, los más destartalados, pero no los menos llenos de encanto. Ya en esos años de la inhóspita vejez, tras el regreso del refugio parisino, contó con la ayuda de diversos colaboradores, como el asturiano Marino Gómez Santos. El libro que ahora nos ofrece Francisco Fuster es del mismo tipo. Estas Semblanzas han sido extraídas de diversas obras de Baroja, en especial de ese saco sin fondo que son los revueltos tomos de sus memorias.
            Comienza el volumen con un retrato en tres tiempos de Azorín. Francisco Fuster, como en el volumen dedicado a Julio Camba, ha recurrido al procedimiento de ensamblar en un capítulo páginas escritas en distintos tiempos y dedicadas al mismo personaje. Considera esos capítulos como “los más sugerentes de la antología”, al componer “lo que podría ser una semblanza in progress”.
No estoy yo muy de acuerdo con esa apreciación. La heterogénea amalgama no acaba de funcionar. El Baroja que prologa, en 1901, La fuerza del amor, primera parte del capítulo azoriniano, no es todavía Baroja (aunque ya lo fuera, y plenamente, en Vidas sombrías), al menos el Baroja que espera el lector de estas semblanzas, como Azorín no era todavía Azorín, sino Martínez Ruiz.
Desentona también la primera parte de “Silverio Lanza”, y en este caso parece que con toda la razón. Si hemos creer lo que se dice en las Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, no lo escribió Baroja, aunque lo diera como suyo. Sale a relucir el nombre de Silverio Lanza y Azorín declara: “la semblanza de Baroja en el Tablado de Arlequín la escribí yo”. El resto de las palabras de Azorín las resume así Jorge Campos: “Explica que, cuando don Pío tenía que hacer la semblanza para un periódico, se encontraba indispuesto y la hizo él. Luego aquel recogió en libro aquella serie de colaboraciones y allá fue”. No es un caso único. También Rubén Darío, por razones etílicas, tenían que recurrir alguna vez a ocasionales colaboradores para cumplir con sus obligaciones periodísticas, y de uno de ellos, Alejandro Sawa, se conocen las cartas en las que se quejaba de no haber recibido el pago adecuado.
            Semblanzas gana según vamos avanzando. Las primeras páginas tienen un valor de simple recopilación académica, de materia para el escolar comentario de texto, pero a partir del capítulo dedicado a los hermanos Sawa y, sobre todo, del siguiente, dedicado a Vicente Blasco Ibáñez, ya es un libro para todos los públicos, el atrabiliario y viejo Baroja que, sin embargo, no envejece.
            El capítulo titulado “Vicente Blasco Ibáñez” podría haber sido el inicial del volumen si el editor hubiera tenido menos resabios académicos y hubiera pretendido reconstruir una obra que Baroja no escribió nunca, pero que estaba en sus intenciones escribir. Ese artículo se publicó en el diario argentino La Nación en 1940 y se presentaba como el primero de una serie: “Voy a hacer, si no parece mal, unas semblanzas de escritores y de políticos conocidos que ya no existen, diciendo mi opinión sobre ellos”. Y a continuación añade: “Comienzo por Blasco Ibáñez, como podría empezar por otro cualquiera. Blasco Ibáñez es un escritor del que yo he leído muy poco, casi nada, y a quien he visto muy poco”. Curiosa manera de justificar una semblanza, pensarían entonces, y piensan ahora, los lectores.
            No hay objetividad ninguna en la manera que Baroja tiene de tratar a los personajes que conoció. Demoledor resulta su retrato de Blasco Ibáñez y no menos el de Miguel de Unamuno, que también se publicó en La Nación formando parte de la misma serie: “Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por su gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía; a Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck y a Einstein, el porvenir de la física; a Frobenius, la etnografía de África, y a Frazer, los problemas del folclore. No le hubiera indicado a Mozart y a Beethoven lo que tenía que ser la música porque había decidido que la música no era nada y no valía la pena ocuparse de ella, porque a él no le gustaba”.
            Baroja, como no ignora ninguno de sus fieles lectores, era muy dado a las opiniones contundentes, a las descalificaciones sumarias, como la que hace de los hermanos Solana, con los que se encontró en París en los años de la guerra civil: “Al principio muy rojos, y luego muy falangistas, y siempre muy cucos”. En una conversación con José Gutiérrez Solana le escucha decir a este: “Las obras de arte se hacen con sangre”. Y Baroja replica de inmediato: “Yo creo que con sangre no se hacen más que morcillas”.
            Hable de quien hable, Baroja hace siempre autobiografía, como no podía ser de otra manera dada la procedencia de la mayoría de estas semblanzas, y es el principal protagonista de ella, dando rienda suelta a todas sus afinidades y desacuerdos, que son los que más nos divierten. No trata de razonarlos: “La gente muchas veces quiere encontrar motivos ideológicos para su antipatía, y la mayoría de las veces no los hay; es el instinto el que reina, como entre los animales, en las rivalidades y los celos”. Así, la hostilidad que siente por él José María Salaverría “no estaba legitimada por los hechos; era la hostilidad del perro por el gato o del gato por el pájaro”. La antipatía de Baroja por Galdós, que siempre lo trató bien y lo elogió públicamente, tenía su razón de ser en el visceral rechazo de un tímido sexual hacia la promiscuidad galdosiana.
            El misterio de Baroja, todavía inexplicado, es que nunca cansa, a pesar de todas sus imperfecciones, que saltan a la vista incluso en la lectura más apresurada. Cuando tantos primorosos estilistas de su generación hace tiempo que son solo historia de la literatura, él sigue tan vivo como el primer día. Esta recopilación, no importa los reparos que se le puedan poner, lo demuestra cumplidamente.

            

2 comentarios:

  1. "El misterio de Baroja, todavía inexplicado, es que nunca cansa..."

    Baroja, como Stendhal o Montaigne, nunca cansa porque es natural, escribe sin artificios, nunca intenta ser más inteligente que su lector, como hacen todos los escritores mediocres - y entre ellos el insoportable Pérez de Ayala, que releo (por obligación) en este momento y que es uno de los escritores más sobrevalorados que hay en España.

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  2. Pues yo a Pérez de Ayala lo leo siempre con placer. Me admira su inteligencia y me divierte su pedantería.

    JLGM

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