jueves, 28 de junio de 2012

Edward Thomas: Naturaleza, verdad, poesía


Edward Thomas
Poesía completa
-Traducción e introducción de Ben Clark
Linteo Poesía. Orense, 2012
-Edición, traducción y notas de Gabriel Isausti
Pre-Textos. Valencia, 2012


El azar editorial ha querido que de Edward Thomas, un poeta del que apenas tenía noticia el lector español, aparezcan simultáneamente dos versiones de la poesía completa. La primera está a cargo de Ben Clark, un joven poeta; la segunda, de Gabriel Insausti, también poeta, pero además profesor, especialista en literatura inglesa. En la comparación gana por goleada, especialmente por el espléndido prólogo, escrito con un rigor y una inteligencia poco comunes. No quiere ello decir que el trabajo de Ben Clark resulté desdeñable. Sus traducciones no pretenden ser poemas, sino solo una ayuda para leer el texto inglés. Cierto que algunas veces se excede en la literalidad, como cuando en el poema “Luminosas nubes” (p. 359) habla de “una bahía de altos juncos” y de que todo “yace iluminado como el sol” (lies bright as the sun); Insausti traduce “un grupo de altos juncos” y “todo brilla por el sol” (tampoco queda mal traducir literalmente: “yace brillante como el sol”, que no “iluminado”, puesto que el sol ilumina, no está “iluminado”).
            Gabriel Insausti, con titánica aplicación, quiere hacer de los poemas de Edward  Thomas poemas en español y por eso utiliza la métrica tradicional y, en ocasiones, la rima. A Cernuda nos suena el romancillo de “Intervalo” (en el original se utilizan cuartetas): “Las hayas ahora encuentran / un reposo silente, / hondamente respiran / el viento del oeste. // El bosque está muy oscuro, / lo recubre la niebla. / Arriba, entre las nubes, / solo un rayo penetra”. En nada desmerece su labor el que algún verso resulte fácilmente mejorable: un octosílabo como “el bosque está muy oscuro” disuena en la secuencia de heptasílabo (habría sido preferible quizá “al bosque muy oscuro / lo recubre la niebla”). Pero cualquier traducción, y más la traducción de poesía cuando se quiere hacer en verso, es siempre un trabajo inacabado y provisional. Y en todo caso, el trabajo de Gabriel Insausti podrá ser discutible en algún punto concreto, pero resulta difícilmente superable.
            Edward Thomas, muerto en 1917 en tierras de Francia durante un bombardeo, tiene poco en común con el resto de los poetas ingleses que combatieron en la Gran Guerra: los horrores de ese conflicto, que comenzó como una fiesta patriótica y pronto se convirtió en la mayor carnicería conocida hasta la fecha, apenas aparecen en sus versos, aunque  casi enteramente fueran escritos a partir de 1914.
            Todo en la trayectoria de Edward Thomas resulta original. Al contrario de lo que suele suceder, no comenzó su labor literaria como poeta. Antes que poeta, fue un escritor profesional que se ganaba la vida como forzado reseñista (se cuenta que llegó a reseñar quince libros en una semana) y como autor de libros de encargo sobre pintores, escritores, ciudades o comarcas inglesas. No habría llegado a escribir versos de no ser por un encuentro decisivo: el 5 de octubre de 1913, en una tertulia literaria londinense, le presentan al poeta norteamericano Robert Frost. Es Frost quien le convence de que hay más poesía en muchos pasajes de su prosa que en la mayoría de los mediocres poetas que reseñaba. Y así, cosa extraña en un poeta contemporáneo (pero ocurre también en Antonio Machado), algunos de sus poemas son reelaboración, puestas en verso, de anteriores fragmentos en prosa.
            La poesía de Edward Thomas tardó en ser aceptada por sus contemporáneos. Por un lado, no tenía nada que ver con el vibrante patriotismo de poetas como Rupert Brook ni con la denuncia bélica de Siegfried Sassoon; por otro, estaba al margen de la ruptura con la tradición que supusieron Pound y Eliot.
            Descriptivo, cantor de un mundo rural en trance de desaparecer, Edward Thomas parecía un epígono de los poetas georgianos, un hombre y un poeta de otro tiempo. Y es posible que se lo siga pareciendo al apresurado lector español actual.
No es Edward Thomas un poeta para los que consideran que la poesía no es literatura, que en poesía todo lo que se entiende es periodismo o que la poesía debe buscar ante todo la destrucción del lenguaje y el sentido. Thomas sería “el eslabón que une a Hardy con Larkin”, el ejemplo de que la tradición de la vanguardia no es la única tradición de la modernidad.
            Pero, al contrario que al estudioso, al lector común le interesa poco el lugar que un poeta ocupa en la historia de la literatura. Lo único que le interesa es si esa poesía sigue o no viva. Y en este caso sigue viva.
Edward Thomas es algo más que el minucioso cantor de una Inglaterra, de una época, a punto de ser borradas por el torbellino de la historia. Habla de la naturaleza y del lugar que los seres humanos ocupan en ella. Habla de nosotros y de este mundo nuestro, siempre recién creado y siempre en trance de desaparecer. Y lo hace con una sutileza y una riqueza de matices que el estudio preliminar de Gabriel Insausti (un ejemplo de cómo unir rigor académico y sensibilidad literaria) nos ayuda a percibir y plenamente disfrutar.

jueves, 21 de junio de 2012

Antonio Ruiz Vilaplana: Los hechos, solo los hechos

Antonio Ruiz Vilaplana
Doy fe… Un año de actuación en la España nacionalista
Edición de Francisco Espinosa Maestre y Luis Castro Cerrojo.
Espuela de Plata (Renacimiento)
Sevilla, 2012


Hemos leído docenas y docenas de testimonios sobre la guerra civil, pero no por eso hemos perdido nuestra capacidad de conmovernos y estremecernos ante tanta deliberada barbarie. Durante un año, entre julio de 1936 y junio de 1937, Antonio Ruiz Vilaplana fue secretario del Juzgado de Instrucción de Burgos. En un principio, cuando comenzaron a aparecer cadáveres en los descampados se ponía en marcha la habitual maquinaria judicial; luego, para evitar engorros, se hacía desaparecer a las víctimas de la represión en lugares más discretos, aunque bien conocidos de todos.
Antonio Ruiz Vilaplana, un liberal republicano, pero ante todo un buen profesional, no pudo soportar por mucho tiempo aquella situación y marchó a Francia, donde en 1937 contó lo que había visto en un libro, Doy fe…,  que pronto se convirtió en uno de los más eficaces instrumentos de la propaganda republicana (aparecieron de inmediato ediciones en francés y en inglés).
La obra consta de dos partes. La primera se titula “Los hechos”; la segunda,  “La España nacionalista”. Ambas tienen desigual valor. El análisis que Ruiz Vilaplana hace de la España nacionalista no siempre resulta acertado (trata, por ejemplo, de atenuar el papel de los falangistas en la represión), aunque hay capítulos espléndidos, como el que dedica a la psicología y a la sociología de los militares. Su carácter más explícitamente propagandístico convierte esta segunda parte en otro de tantos textos como se escribieron en defensa de la causa republicana. La primera parte ofrece un carácter bien distinto. El autor quiere limitarse a contar lo que ha visto, lo que ha vivido en su condición de testigo excepcional, de funcionario de la justicia.
            No disminuye en nada la sensación de verdad que tenemos al leer estas páginas el que en ellas abunden los pequeños errores: a veces una visita de Mola, un discurso de Franco, el juicio sumarísimo contra 49 vecinos de una determinada localidad, no tuvieron lugar en la fecha que él indica. Los editores del libro –luego hablaré de ellos– van señalando en las notas todas estas imprecisiones. Pero el autor escribe en París, con pocos papeles, confiando solo en la memoria, sin posibilidad de contrastar el dato exacto. Puede equivocarse en algún detalle menor, pero nunca en lo fundamental.
            ¿Por qué asesinaron a Antonio José, músico y poeta, un talentoso joven de treinta años querido por todos? Pues porque alguna vez había colaborado en la revista Burgos gráfico, una revista ilustrada, nada revolucionaria, de la que solo aparecieron seis números entre septiembre de 1935 y febrero de 1936. ¿Y cuál era la razón del odio de los medios clericales hacia esta revista? Oigámosla, no tiene desperdicio: “Había ocurrido en Estépar, pueblo cercano a Burgos, un hecho escandaloso; el párroco había abusado de varias niñas y el pueblo, justamente indignado, se amotinó pidiendo su castigo. El sumario se llevó en nuestro Juzgado y la Audiencia condenó al inculpado a la pena de doce años de prisión. El hecho trascendió enormemente en Burgos y aun en toda España, pero en la ciudad levítica se hizo a su alrededor el silencio más forzado. Ni en la prensa ni de un modo público se permitió hablar de ello, y ante aquel absurdo atenazamiento de la verdad circularon unas hojillas con coplas que la gente, ansiosa de conocer el caso, arrancaba de manos de los vendedores”. El autor y los repartidores fueron detenidos y encarcelados con el aplauso de todos, salvo de Burgos gráfico, que achacó la difusión de las coplas “al forzoso y absurdo silencio que la prensa y opinión reaccionaria habían impuesto en torno a este asunto”. De los delitos de los clérigos no se podía hablar y, si alguien hablaba, que se atuviera a las consecuencias: “Aquel artículo produjo sensación en Burgos y provocó tan vivas protestas que la revista hubo de ser suspendida, pues los suscriptores, los lectores y hasta los propios anunciantes fueron advertidos ‘píamente’ de lo pernicioso y dañino que era tal publicación y, sobre todo, de que ningún católico debía prestarle aliento”. Pero eso no fue todo: cuantos habían colaborado con la revista quedaron marcados para siempre y ejecutados sumariamente en cuanto las circunstancias lo permitieron. Así se las gastaba la iglesia en 1936. Del cura violador y pederasta no sabemos nada más, pero fácil resulta suponer que el Glorioso Alzamiento supondría su liberación y la vuelta a sus piadosos menesteres.
            Después de la difusión inicial (era una obra que contrarrestaba la propaganda nacionalista sobre el “orden” de su zona frente a los paseos y crímenes republicanos), Doy fe…, según resulta fácil suponer, no volvería a editarse en España hasta 1977. Hay alguna otra edición posterior. La nueva edición de Renacimiento ejemplifica, una vez más, cómo no debe editarse un texto. Francisco Espinosa Maestre, estudioso de la represión franquista, y Luis Castro Berrojo, especialista en el Burgos de la guerra civil, aprovechan cualquier ocasión para hacer alarde de su erudición, precisando o contradiciendo las indicaciones del autor. Se les pueden disculpar esos añadidos, aunque atenúen el impacto de la obra: son como comentarios en voz alta en medio de un concierto. Del todo superfluas resultan otras anotaciones, como la que encontramos en la página 111. El autor, en razón de su oficio, ha de asistir al levantamiento de una serie de cadáveres: “A pesar de que todos sabían perfectamente quiénes eran los aparecidos, nadie osó reconocerles oficialmente y tanto en el cementerio –al que fueron trasladados–  como en los folios sumariales, rezó la repetida y fatídica inscripción: Siete cadáveres desconocidos”. Tras el correspondiente punto y aparte, continúa el texto: “Cumplido nuestro deber (!), regresábamos a la ciudad…” Y los editores colocan una nota sobre el paréntesis y explican: “Cabe preguntarse si un secretario de juzgado cumple con su deber al registrar como desconocidas a personas que, como acaba de señalar, conocía relativamente bien”.
            Son docenas y docenas las notas no pertinentes. Como todos los eruditos a la violeta, los editores parecen creer que una edición es tanto más seria y “científica” cuanto más notas tiene. Las más curiosas son las que nos indican “este párrafo fue omitido en una redacción anterior”, “párrafo añadido a la versión original”, “esta frase y la anterior tenían una redacción ligeramente distinta en una versión anterior”. Porque lo curioso es que ni en el prólogo ni en ninguna parte se nos ofrece referencia alguna a esas versiones anteriores ni a esa presunta “versión original”, aunque en las notas se nos ofrezcan las variantes.
            La primera condición que debe cumplir un editor literario es respetar, lo más fielmente posible la intención última del autor; la segunda, no interrumpir el texto con nota alguna que no resulte imprescindible (las aclaraciones, en el prólogo, en el epílogo o en la nota a la edición). Y si por casualidad encuentra un borrador o una versión previa con alguna errata que, por favor, no nos indique en nota las correcciones que el autor ha efectuado. Editar un texto contemporáneo –y pido a los lectores disculpas por repetir esta obviedad– no tiene nada que ver con la preparación de la edición crítica de un texto medieval que solo nos ha llegado en discordantes manuscritos.   

martes, 12 de junio de 2012

Valentí Puig: Aquellos años ochenta


Valentí Puig
Ratas en el jardín
Libros del Asteroride
Barcelona, 2012


El diario literario es, en la escritura española, un género reciente. Data de los años ochenta. Valentí Puig se encuentra entre los más tempranos cultivadores. De 1982 es su primera entrega, aparecida ese año en catalán e inmediatamente traducida al castellano en una editorial ligada a uno de los grandes cultivadores del género, Andrés Trapiello. Abarcaba ese diario la década anterior. La distancia entre escritura y publicación se iría alejando hasta llegar a Ratas en el jardín, notas correspondientes a 1985 que se publican más de un cuarto de siglo después.
            Ese hecho no resulta indiferente a la hora de valorar el volumen. Un diario se escribe siempre en dos tiempos. Uno es el día a día de la anotación primera, redactada sin tener en cuenta la anterior ni, por supuesto, la siguiente, y otro el momento de la corrección y puesta en limpio con vistas a una inmediata o futura publicación. La autoría de un diario es siempre doble y tan importante es el escritor primero como el editor de después. En el caso de los diarios póstumos (los únicos existentes, con raras excepciones, hasta el siglo XX) se trata de dos personas distintas. La segunda puede cambiar para la misma obra y por eso hay tantas versiones del diario de Amiel, por citar uno de los ejemplos más conocidos.
            No resulta indiferente que el editor de un diario (en la acepción que damos aquí al término) sea el mismo autor u otra persona distinta. El propio autor tiene mayor libertad. No suele considerar sus notas como un intocable documento histórico y por eso corta pasajes que han perdido interés o corrige las frases de deficiente sintaxis por el apresuramiento de la primera redacción.
            Ratas en el jardín lo leeríamos de una manera distinta si hubiera sido publicado en fechas próximas a la escritura y ahora se reeditara. Paradójicamente aún siendo el mismo texto tendría un valor diferente. Un valor mayor, creo yo. Y  es que un diario, aunque sea excelente literatura, no es solo literatura. Nada de lo que digamos de un personaje de novela puede ser desmentido desde fuera de la obra. Ana Ozores es rubia o morena, guapa o fea, según nos lo indique el narrador de La Regenta. Un diarista puede engañarse y, lo que es peor, engañarnos deliberadamente. La libertad del novelista, género de ficción, no la tiene el diarista, que hace literatura con la historia de su vida.
Una de las anotaciones de Ratas en el jardín dice así: “Noche de bares en Madrid. Veo a  R. C., el crítico literario que ha demostrado que se puede escribir con los pies. Su motor espiritual debe de ser el resentimiento. Huele a vinazo, y ha escrito un libro blanchotiano que ha conseguido editar gracias al chantaje. Conspirador de premios y jurados, no distingue entre Tácito y Tucídides. Pasó de la falange al comunismo. También habría encajado bien en el proceso inverso. Cita un libro como quien lee un horario de trenes”.
Este desahogo, escrito probablemente tras una reseña poco amable sobre un libro de Puig, publicado en vida de Rafael  Conte, le habría permitido defenderse (e incluso contar su versión de la “noche de bares”). Mantenerlo tantos años después dice poco de la categoría moral del autor (un concepto que en los diarios tiene su importancia).
            También a Sartre se le “ejecuta” en unas pocas líneas (se le reduce a ser un “mentor de terroristas”), pero eso importa menos, porque Sartre tiene obviamente una dimensión muy distinta de la de Rafael Conte.
            Valentí Puig hace literatura, y excelente literatura, en muchas de las páginas de Ratas en el jardín. Satiriza con inteligencia los modos de la burguesía mallorquina de los años ochenta y se presenta a sí mismo como un burgués que sabe gozar de la vida, como un solterón que no desdeña precisamente los buenos vinos ni los buenos burdeles. También nos da, acá y allá, sus opiniones políticas, a contrapelo del progresismo de la época (es un gran defensor de Ronald Reagan, por ejemplo).
            Un dietario es siempre un autorretrato y tiene mucho de conversación con el autor. El Puig del 2011 se muestra demasiado benévolo con el que fue en 1985. Le perdona cualquier obviedad o vaguedad: “La vida intelectual es acto de soledad y pocas veces un acto solidario”, “¿Por qué perdemos tanto tiempo hablando –mal— de los demás?” (Pues porque es uno de los temas de conversación que más entretiene, se le podría contestar), “He aquí un tiempo con una disposición expansiva para enaltecer la traición”.
            A Rafael Conte le presenta como “conspirador de premios y jurados”, pero él para presentarse a un premio quiere que el editor que lo convoca le dé “la absoluta seguridad de que va a ganarlo”.
            Los dietarios, como las fotografías, ganan con el tiempo (sobre todo las fotografías que no pretenden ser artísticas y los diarios que no aspiran a ser gran obra literaria). Ratas en el jardín está lleno de pequeños detalles que nos remiten a otra época. Por eso se lee con gusto, aunque el  Valentí Puig que pasa de los sesenta años haya sido tan benévolo con las ocurrencias y naderías del Valentí Puig que se encontraba en la treintena. Quizá es que no se diferencian demasiado.

jueves, 7 de junio de 2012

El doctor Juan Ramón y Míster Jiménez

Juan Ramón Jiménez
Epistolario II 1916-1936
Edición de Alfonso Alegre Heitzmann
Publicaciones de la Residencia de Estudiantes. Madrid, 2012

Como Mae West, Juan Ramón Jiménez cuando era bueno era muy bueno, pero cuando era malo era mejor. El segundo tomo de su epistolario, ocupa unos años centrales en su vida y en la historia de la poesía española, los que van de 1916 (el poeta ha ido a América para casarse y vuelve estéticamente renovado) a 1936 (la última carta del volumen, escrita por Zenobia, está fechada en agosto poco antes de que abandone para siempre España). Son los años en que, agostado el modernismo, las estridencias vanguardistas darán pronto paso a lo que entonces se llamó “la nueva literatura” y más tarde la generación del 27. Para el estudioso de la literatura estas cartas (casi la mitad inéditas, bastantes de ellas no enviadas finalmente a sus destinatarios) ofrecen una cantera de datos inagotable, pero su interés está lejos de ser meramente documental.
            La poesía, salvo que sea excepcional, envejece mucho más rápidamente que la prosa (si exceptuamos la prosa poética). El Juan Ramón Jiménez metido de lleno en las polémicas literarias de su tiempo divierte más que el delicado esteta de tantos versos y tanta prosa intercambiables. Conocíamos sus enfrentamientos con Bergamín, con Salinas, con Guillén, ahora matizados con nuevos datos. Menos notorio resulta su animadversión hacia Azorín. En 1921 le hace encabezar la lista de redactores de la nueva revista Índice, pero Azorín rechaza ese honor, aunque, ante la insistencia de Juan Ramón, accede a enviar una colaboración para el número inicial. A partir de 1923, el admirado Azorín se ha convertido en todo lo contrario. “Hay que faltarle a usted al respeto”, le dice en una carta; en otra, le llama “babieco”. ¿La razón de ese cambio? Una reseña de un libro del poeta en la que, entre abundantes elogios, se le hace un posible reproche: “¡Terrible destino el del artista! Faltan palabras para expresar la integridad del pensamiento. Muchos estados espirituales no es imposible hacérselos sentir al lector. Por fina, delicada y segura que sea la técnica literaria, faltan siempre palabras para expresar un matiz, una gradación en lo sentido. Juan R. Jiménez ansía expresar muchos de esos estados espirituales, y tal vez sus esfuerzos no encuentran medios gráficos de expresión. Siempre en el alma del artista habrá un coeficiente irreductible de emotividad”. En 1953 explica la presunta animosidad de Azorín por haber colocado su colaboración para el primer número de Índice a continuación de la de Ortega. Pero no parece que ese hecho le preocupara ni poco ni mucho a Azorín, Ir en primero o en segundo lugar a quien importaba es al propio Juan Ramón, ya que esa fue precisamente la razón de su ruptura radical con Jorge Guillén. Para la revista Los cuatro vientos le había pedido una colaboración. Cuando se enteró que iba a ir en segundo lugar, tras otra de Unamuno, le envió de inmediato un telefonema: “Quedan hoy retirados trabajo y amistad”.
            Para no figurar como redactor de Índice Azorín dio la razón de que no quería molestar al periódico en que colaboraba en exclusiva, pero quizás las razones fueron más prosaicas. Por una carta a Ramón Gómez de la Serna conocemos las draconianas condiciones que Juan Ramón imponía a los “redactores” de su revista: “si has de colaborar en todos los números de Índice has de ser redactor; y si has de ser redactor has de: pagar una cuota mensual de 25 pesetas; buscar 30 suscriptores; y pagar una multa de 50 pesetas el mes en que no des tu trabajo”. Por estas cartas sabemos también que las primorosas ediciones que Juan Ramón hacía (fue el primer editor de Salinas, por ejemplo) las pagaban los autores.
            En la diatriba, Juan Ramón Jiménez no tenía igual. En el borrador de una carta dirigida a Corpus Barga (la atribución que hace el editor parece errónea), alude a José Bergamín en los siguientes términos: “Un conocido maleante, el Liendre de la Catalata, ha vertido hace días, en una de las alcantarillas de Luz, parte (me figuro que le queda más) de la inmundicia que ha venido acumulando contra mí desde el año 28”. Hasta ese año Bergamín había sido su discípulo predilecto. No más amable resulta con Guillermo de Torre, irritado porque le haya llamado precursor del ultraísmo: “¿En qué se parecen esas cosas que hacen ustedes a nada mío? En nada, claro está. Son idénticas en todo a las de Huidobro, iguales como dos castañas, como dos huevos pasados por agua, como dos bolas de billas, como dos calabacines”. Su libro Literaturas europeas de vanguardia lo considera “Guía de ferrocarriles de estaciones abolidas o inexistentes”, “Calendario de Santos y atmósferas de lo cómico”, y al autor “mariposa blanca de los prados del esdrújulo”, “desgracia de familia”. “¡Qué lástima me da de su padre!”, concluye.
            De muchos datos curiosos nos enteramos por este nutrido volumen, admirablemente prologado y editado por Alfonso Alegre Heitzmann. Por ejemplo, que la edición de sus Poesías escogidas, publicadas presuntamente en Nueva York en 1917 en realidad la realizó el poeta en Madrid, tras un encargo verbal, y que el resultado no gustó demasiado a los patrocinadores. Curiosamente uno de los motivos del desacuerdo fue la dedicatoria. Archer M. Huntington, director de la Hispanic Society, dijo que no la podía aceptar porque dicha entidad había asumido el coste de la edición; añadió algo que a Juan Ramón no podía sino molestarle profundamente: “este procedimiento atenta no solo contra el buen gusto, sino también contra la buena educación”.  
            No todo es polémica literaria en estas cartas, por supuesto. Están también las cartas familiares, a la madre y al hermano, y las cartas a los admiradores (especialmente a las admiradoras). En ellas se nos muestra otro Juan Ramón. Pero, si hemos de ser sinceros, hay que reconocer que el mejor es el peor. La bondad en literatura, o al menos en la literatura epistolar, suele dar casi siempre más tediosos resultados que los malos humores y los resquemores de la vanidad.