miércoles, 29 de enero de 2025

Evasión y victoria

 

Martín López-Vega
Ábrete, sésamo (Poemas nuevos y escogidos 1994-20249
Prólogo de Luis García Montero
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Cada edición de un texto literario constituye propuesta de lectura. Martín López-Vega ha decidido hacer seguir a su más reciente libro de poemas, Ábrete, sésamo de una selección de sus poemas en orden inverso al cronológico. No es el único en invertir el orden habitual: lo hicieron antes, entre otros, Miguel d’Ors y Aurora Luque. No parece una decisión afortunada. En cualquier caso, habría sido necesaria una explicación, que no ofrecen ni el autor ni el divagatorio prologuista. Tampoco parece razonable que los lectores que quieran saber dónde acaba el nuevo libro tenga que recurrir al índice porque no hay una portadilla que lo separe de los poemas ya anteriormente publicados.

            ¿Detalles menores? Sin duda, pero conviene insistir en ellos ya que se olvida a menudo que la selección, organización, edición de los textos literarios es también una labor intelectual que repercute en el efecto estético del conjunto.

            En la poesía de Martín López-Vega hay dos tipos de poemas que de algún modo chocan entre sí, que parecen escritos por poetas diferentes. Por un lado, están los que conforman una especie de crónica familiar, tan impactantes, con su desgarro y su agridulce humor, incluso con sus notas de costumbrismo; por el otro, los poemas culturalistas y viajeros, los del estudiante que desde muy joven quiere conocer otras tradiciones, los del adulto al que su trabajo le lleva a muy distintos y distantes lugares.

            El libro de familia de Martín López-Vega tiene su cara y su cruz, un villano y una figura ejemplar. Así comienza “Poema de género”: “Mi padre me lo enseñó todo / acerca de cómo no debe ser un hombre. / Mi abuelo me lo enseñó todo / acerca de cómo eran antes los hombres”. Duele leer algunas de estas referencias familiares, aún siendo conscientes de que la poesía no es directa confesión, sentimentalismo primario. El humor ayuda al distanciamiento. Si “Los recogedores de ocle o bien Carta al padre”, una obra maestra de cierta manera de entender la literatura, nos encoge el corazón, nos hacen sonreír en cambio “Mi abuela: poesía completa” o “La Gloria”.

            “El correlato objetivo” se titula uno de los poemas en que se evoca una traumática experiencia familiar –pero ya de la familia creada por el poeta-- y la manera de tratarlo, explicitada en el título, nos confirma la creciente maestría del autor.

            Pero hay un Martín López-Vega muy distinto, el que se abre a otros horizontes, a otras culturas. El poema más antiguo del libro, el verleniano “Café Luxembourg” nos lleva a París; “Gianicolo”, a su estancia en la romana Academia de España; “Alfama”, uno de los más extensos y ambiciosos, a Álvaro de Campos y a los días lisboetas.

Abundan las estampas viajeras en estas páginas, y constituyen buena parte de su encanto. Es el caso de “Alejandría”, de “Cabo Sunion”, de “Barcos anclados frente al puerto de Lima” o de “Un columpio sobre el Vilnia”. Los últimos de estos poemas tienen un tono distinto: son poemas de amor.

            Martín López-Vega, que siempre parece haber querido ser un poeta extranjero (“Adulto extranjero” titula uno de sus poemas), que rehúye en sus versos el sonsonete de la versificación tradicional, que en algún momento pareció excesivamente libresco y culturalista, no le teme enfrentarse a los temas más convencionales. Y el todo que nos queda, su penúltimo libro, es un libro de amor, de amor con nombre propio, repetido más de una vez en los poemas. El riesgo de ese aparente dejar de lado la literatura, al menos en lo que tiene de artificio, es el mero desahogo confesional. Pero al autor --y a muchos de sus lectores-- le parece que vale la pena correr ese riesgo.

            Aparte de los poemas a la familia heredada y a la familia creada, destacan en López-Vega los que se refieren a los amigos, esa otra familia, como el titulado “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal”, con su receta de cocina incluida. La amistad fue durante largos años de errancia el sostén del protagonista de Ábrete, sésamo, que se llama como el autor y que tanto se le parece (aunque no se pueden confundir del todo).

            La poesía de Martín López-Vega nos narra, en su conjunto, una trayectoria biográfica: la literatura (y la música y el arte, cuántos hermosos poemas con trasfondo pictórico) como medio de construir una identidad y escapar de un entorno hostil, y la victoria final, con la llegada del hijo que resetea toda la historia del mundo.

            Martín López-Vega, como todos los autores que no quieren limitarse a lo consabido, es un poeta que tantea, que arriesga y que a veces se equivoca. Pero cuando acierta, y muchos de sus aciertos están en este libro, consigue poemas de una intensidad y una verdad solo suyas, pero que nos iluminan y enriquecen a todos.



           

miércoles, 22 de enero de 2025

Arte y vida

 

Manuel Moya
Libro de visitas
Eolas Ediciones. León, 2024.

Manuel Moya, sin abandonar su natal Fuenteheridos, en la provincia de Huelva, ha sido capaz de desarrollar una amplia obra literaria que abarca todos los géneros, especialmente la poesía y la narrativa. No menos destacada es su labor de traductor. Ha puesto en español buena parte de la obra de Fernando Pessoa y le ha dedicado una bien informada biografía. De Pessoa tomó el gusto por los heterónimos, esos poetas que son y no son el poeta que los crea y que de alguna manera consiguen vivir al margen de su autor.

            En 1997, Violeta C. Rangel obtuvo un importante premio de poesía con su primer libro, La posesión del humo. Había nacido en Sevilla, vivía en Barcelona y no ocultaba que se ganaba la vida como prostituta. Su lenguaje directo, en relación con el “realismo sucio” que entonces comenzaba a ser la última moda en la poesía española, su experiencia de los márgenes y su denuncia de la violencia de género, llamaron de inmediato la atención y la convirtieron en una de las voces destacadas de la joven poesía. Siguió publicando, siguió siendo leída y admirada, aunque no tardó en sospecharse que detrás de ella se escondía Manuel Moya, como detrás del escandaloso Álvaro de Campos el introvertido Fernando Pessoa.

            Mucho tiene que ver con ese ejercicio de alteridad este fascinante Libro de visitas, algo más que una colección de estampas culturalista, aunque puede entenderse también como una colección particular de homenaje a autores admirados, la mayoría de ellos poetas.

            El principal, el que ocupa el centro del libro, es, como cabía esperar, Fernando Pessoa. En el poema más extenso, “Oración (Prazeres)”, monologa el poeta con su madre cuando los dos se vuelven a encontrar tras la muerte la canción “Un soir à Lima”, la preferida de ella, sirve de leitmotiv. Hay emoción y verdad en esta recreación de la vida del poeta desde la relación con la figura materna.

Antes nos hemos encontrado, más sintéticamente, con un “autorretrato” del creador de los heterónimos y más adelante aparecerá la necrológica que le dedica Álvaro de Campos. Al universo pessoano pertenecen también el monólogo de Sá-Carneiro el día de su suicidio (“¿Amar la vida? ¿Para qué, / qué puede darme a mí la vida, qué podría darle yo?”) y los dos poemas que enmarcan el libro, variaciones sobre el tema del rey don Sebastián: “Quien vuela en sus sueños vuela lejos”.

            Manuel Moya no le teme enfrentarse a figuras bien conocidas, a recrear anécdotas biográficas que ha sido ya abundantemente tratadas por otros autores. “Albergo Roma” nos vuelve a contar el suicidio de Cesare Pavese. Imposible no pensar en el poema de Juan Luis Panero incluido en Los trucos de la muerte: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, / solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con asombro el silencio”. Lorquianas resonancias encontramos, ya desde el título, en el “Llanto por Pier Paolo Passolini”, cuyo impactante asesinato, como el de Lorca, no parece que nunca vaya a ser del todo aclarado.

            Los poemas sobre temas y autores más convencionales (la “Carta a un joven poeta (Rilke)” o la variación sobre el poema “Invictus”) alternan con otros de mayor novedad. Nos sorprende la sencillez de “Elena Garro habla de sus gatos” o la recreación del humor vanguardista y del lenguaje criollo en “Oh posteridad (Girondo)”: “Oh posteridad, ponete calcetines, / haz como si la tos no te muriera. / cerrá el pico de una vez, descansá, / mas sobre todo no digás que venís de la luna / o que tenés embajada en el infierno”.

            Tres poemas se dedican a otros tantos pintores: Ergon Schiele, Modigliani y Kathe Kiolwitz, alternando la écfrasis, la descripción de alguno de sus cuadros, con la anécdota biográfica: “Jeanne Hébuterne vela a Modigliani en su viaje a las costas de Livorno”.

            No podía faltar en un libro como este, que de algún modo es una colección de vidas como la Antología de Spoon River, un homenaje a Edgar Lee Masters. En la segunda de las estelas que le dedica encontramos unos versos que pueden aplicarse al propio Manuel Moya, al menos en lo que se refiere a los mejores poemas de Libro de visitas, a los que menos tienen de ejercicio literario: “lo cierto es que ha sido en mi carne donde se excavaron sus tumbas, / que es en mi carne donde rompen como olas sus memorias, / que todas esas voces me golpean, que de mí se nutren, / que desde mí vuelan y se adhieren al papel, / que desde mí escriben sus líneas y regresan, / y que yo solo soy la lápida banal de sus apariciones, / la colina donde todos ellos duermen”.

            Manuel Moya no ha necesitado abandonar Fuenteheridos para irse a Madrid y ponerse a la cola, como decía Baroja, en busca de la gloria literaria. El centro del mundo está en cualquier lugar para el que sabe mirar sin las anteojeras del localismo. En Libro de visitas nos da una nueva muestra de su capacidad para hablar con múltiples voces, para hacer propios los mundos ajenos que más admira.

miércoles, 15 de enero de 2025

Enfermedades del alma

 

Guillermo Lahera
Breve manual de psiquiatría con alma
Debate. Barcelona, 2024.

Guillermo Lahera ha escrito un breve manual de psiquiatría que es algo más que un excelente libro de divulgación científica: una emocionante obra literaria. Significativo resulta que el primer nombre propio que aparezca no sea el de ningún especialista, sino el del poeta Carlos Marzal. Y no es que trate de las relaciones, que pusieron de moda los románticos, entre genio y locura, y que todavía hoy sirven para malentender a autores como Leopoldo María Panero.

            El primer acierto del libro es la clave autobiográfica en que está escrito. “Echo la vista atrás y me recuerdo de adolescente anhelando ser psiquiatra algún día”. Los modelos venían de la literatura y el cine y le movía el deseo “de conocer los sutiles recovecos del ser humano, cuando en realidad apenas conocía lo más básico”. Esos elementos autobiográficos a veces pueden parecer excesivos o un tanto fuera de lugar: “Ese día fui a dar patadas al Retiro con mi hijo mayor, Javier, que entonces tenía diez años. Disfrutó haciéndome cañitos, rompiéndome la cadera con sus regates y demostrando su abrumadora superioridad futbolística”. El capítulo final –en el que el enfermo mental es su propio padre-- nos confirma que son parte esencial del libro, que está escrito por alguien que no observa los problemas de los que trata desde un lugar superior y al margen.

El afán iluminador de la condición humana que mueve a Guillermo Lahera es el mismo que el del novelista y, como un hábil narrador se muestra en el relato de los casos prácticos que vertebran su libro, rememorados en la última página: “Pienso en Julián, el poeta; en Leonor y en su bíblica deriva final; en Kevin, que ha conseguido volver a sus pillerías; en el acumulador José, barroco en su habla e insólitamente promiscuo en su intimidad; en Cecilia y en los surcos de sus lágrimas; en Ainhoa, compañera de generación y víctima de la brutalidad impune; en mi padre, que me enseñó la teoría de la relatividad”.

            No se trata de concretos casos clínicos -según es habitual en cierta publicaciones especializadas-- con los nombres cambiados para mantener la privacidad, sino de literatura basada en hechos reales. Guillermo Lahera actúa como un novelista del realismo o del naturalismo, como Zola o Galdós: funde varios casos en uno, con los elementos de la realidad consigue otra realidad más verdadera. Podría citar en su apoyo a Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía”. No basta la observación, sin imaginación no se pueden narrar vidas ajenas ni tampoco hacer ciencia.

            Pero lo que se pretende no es, o no es solo, crear conmovedoras historias a partir de las tragicómicas peripecias de los enfermos mentales. Este Breve manual de psiquiatría con alma es efectivamente eso: un breve manual que nos pone al día, en precisas síntesis, pero sin simplificación ninguna, de los actuales avances de la psiquiatría y rememora sus oscuros antecedentes –que llegan hasta casi ayer mismo-- más represivos que curativos. Guillermo Lahera conoce bien la teoría y la práctica de la psiquiatría y sabe que es algo más que una especialidad de la medicina: un saber sobre el alma, o sobre lo que antes se llamaba alma y hoy no sabemos muy bien cómo llamar, una disciplina humanística, al igual que la filosofía o la literatura.

            Con habilidad de buen narrador, interrumpe cada historia para hablarnos del caso clínico que ejemplifica –delirio, depresión, trastorno obsesivo-compulsivo o bipolar, poniéndonos alerta ante la simplificación que a veces suponen tales términos-- y luego la concluye de manera a menudo sorprendente.

            Caracteriza a Lahera el buen sentido, su alejamiento de posturas radicales, el continuo reconocimiento de lo mucho que todavía no sabemos y de que, en muchas ocasiones, los mejores especialistas, incluido él mismo, andan a tientas. Cita, para subrayar que las dudas serán siempre mayores que las certezas, una paradoja de Emerson Pugh: “Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos”. Y al hablar de la industria farmacéutica, nos pone en guardia sin demonizarla: “Igual que Ike o Zara son empresas que quieren ganar dinero. Pero si están bien reguladas y vigiladas desde el punto de vista ético, son agentes imprescindibles en nuestro sistema de salud”. Conviene por eso no aceptar de manera acrítica sus mensajes comerciales, pero tampoco incurrir en tópicas teorías conspiratorias.

            Hay lugar para el humor en este libro tan lleno de dolor (ahí está la historia de Amparo con su obsesión por la limpieza o la del acumulador José) y para el apunte satírico. A propósito de las causas de la enfermedad de su padre, catedrático de Física, señala que pudieron estar entre ellas “las dinámicas destructivas del departamento universitario que dirigía”, y añade: “los departamentos universitarios deberían ser objeto de estudio psicopatológico, dada su explosiva concentración de trepas, envidiosos y narcisistas, muchas veces peligrosamente ociosos”.

            El lector atento acaso note leves desajustes en la reconstrucción de algún caso (no parece verosímil que Julián, que se autodefine como poeta del silencio en la estela de Valente, imite en su nuevo libro a Rubén Darío), o algún dato discutible (¿se suicidó Larra “por honor”?), pero eso en absoluto impide que cerremos el libro con un sentimiento de admiración y gratitud. Mucho nos enseña este Breve manual de psiquiatría con alma sobre los problemas de salud mental, ahora tan de moda, pero más sobre nosotros mismos.



           

martes, 7 de enero de 2025

Académica palanca

 

El infinito en pie
8 poemas de Góngora comentados
Edición de Joaquín Roses
Renacimiento. Sevilla, 2024.

¿Los estudios literarios, tal como se practican en la universidad española, ayudan a acercar la literatura a los lectores o son solo una ocupación gremial, autosuficiente y de consumo interno? En El infinito en pie, ocho de los más destacados especialistas en la poesía de Góngora comentan otros tantos poemas suyos (el título, algo rebuscado, alude a la relación entre el número 8 y el símbolo del infinito). Se trata de poemas por lo general breves, algunos muy conocidos y apreciados, como el romance “En un pastoral albergue” (el único que no se reproduce en el libro) o los sonetos “La dulce boca que a gustar convida” o el dedicado a Córdoba. Junto a ellos, alguno que no pasa de prescindible curiosidad.

            Los diferentes estudios, aunque no todos igualmente, abundan en los defectos de la crítica académica, más interesada en la acumulación de datos eruditos y en la acumulación de referencias bibliográficas que en acercar el poema al lector.

            A veces, esa erudición no solo sobra, también engaña, como afirma el tan citado verso gongorino: “No es sordo el mar, la erudición engaña”. Nadine Ly Aguila, catedrática jubilada de la Universidad de Burdeos, antes de comentar un soneto en que aparece un “dulce arroyuelo de corriente plata”, nos habla de todos los ríos y arroyos que aparecen en los versos de Góngora (buen ejemplo de erudición no pertinente), para luego afirmar que a “la representación perfecta del arroyo ideal” que encontramos en los cuartetos contribuiría el homoioteleuton que acerca las rimas “por medio de la declinación masculina o femenina de la sílaba tolta”. Pasemos, como presunta errata, que “tolta” nos es una sílaba, sino dos y no aparece en el soneto. ¿Pero desde cuándo hay declinación masculina o femenina en español? ¿"Dilata", un verbo, se corresponde con la “declinación femenina” y “elemento” con la masculina? ¿Y, por otra parte, qué “homoioteleuton” –finales iguales que no incluyen la última vocal tónica y por eso se distinguen de la rima-- hay entre “elemento” y “plata”, “dilata” y “lento”?

No es el único disparate que encontramos en esta colaboración inicial. Comenta la puntuación, que se debe al editor contemporáneo, como si fuera del autor: “El cuarto verso se cierra con dos puntos que, después de la perfecta y placentera evocación inicial, anuncian que algo se ha de comentar o explicar”. Pero esos dos puntos, de acuerdo con el sentido y con el uso contemporáneo, deberían ser una coma.

Tampoco parece tener muy claro el organizador de este volumen, Joaquín Roses, el valor de las comas. Señala que el soneto que comenta plantea un problema en el recitado: “o se respetan las pausas o se respetan las sinalefas”. Las comas, en la grafía española, no siempre indican pausa: “me dijo que, ayer por la tarde, vino a visitarnos”. Tras el átono “que” no hay pausa, aunque la hagan tantos lectores supuestamente cultos.

            Las colaboraciones que se reúnen en este libro fueron en un principio intervenciones orales objeto de debate entre especialistas. Algunas de esas observaciones serían tenidas en cuenta y comentadas en nota, pero todas se refirieron a cuestiones menores, no a lo esencial. Nadie señaló, por ejemplo, que la corrección textual que Pedro Ruiz Pérez hace al texto de “La dulce boca que a gustar convida” respecto de las “ediciones más canónicas” no debería tenerse en cuenta, aunque mejore la eufonía del verso, puesto que solo aparece en una edición del siglo XIX y ni remotamente puede atribuirse al autor.

            La cortesía académica impide debatir lo esencial. No ocurre lo mismo cuando los investigadores son ajenos al grupo. Joaquín Roses afirma a propósito de R. P. Calcraft que “ningunea a sus antecesores” o bien porque “cucharea” de ellos o porque los “desconoce absolutamente”. En contraste con otros colaboradores –especialmente Pedro Ruiz Pérez--, Roses no escribe en rebuscada jerga académica, sino que pretende ser entendido por cualquier lector interesado en estas cuestiones. El riesgo de ser claro es que queden patentes la nimiedad de la aportación o ciertas ideas recibidas que no son de recibo, como la identificación de la situación descrita en el poema con la situación del autor en el momento de escribirlo. A nadie se le ocurriría pensar que el poema “Gorrión” de Claudio Rodríguez se escribió mientras veía a un gorrión picoteando a sus pies, pero todavía hay quien piensa que el soneto “Oh excelso muro, oh torres coronadas” tuvo que escribirse en el mismo momento en que regresa Góngora de un viaje a Granada y vuelve a contemplar las torres de Córdoba. Y seguramente habrá quien piense que detuvo el caballo para escribirlo antes de entrar en ella.

            No quiere esto decir que el paciente lector no pueda encontrar iluminadoras reflexiones sobre la poesía de Góngora en estas páginas. Muy ilustrativo resulta el capítulo que Martha Lilia Tenorio dedica a “En un pastoral albergue”, la recreación de uno de los pasajes más conmovedores –los amores de Angélica y Medoro-- del Orlando furioso.

            Hay contribuciones de mayor interés histórico que literario, como la de Amelia de Paz sobre una letrilla de Góngora cantada en la festividad del Corpus. Nos enteramos, gracias a ella, no solo del nombre del obispo de entonces, sino incluso de los del perrero y el pertiguero de la catedral, Miguel Martínez y Andrés Martínez, y de los ducados que ganaba uno y los maravedís que ganaba el otro. Entre tantas minucias eruditas, se olvida de decirnos si el peculiar lenguaje de esta “letrilla guinea” trata de reproducir el habla de los esclavos de la época o es solo una deformación caricaturesca para hacer gracia. El poema, que parece que se cantaba o se escenificaba, no pasa de ser una curiosidad.

            Como una curiosidad es la décima que se comenta en último lugar. A propósito de ella, David Huerta encuentra que Góngora es “un clásico futuro, no un poeta del pasado”. Pero si es un clásico (lo de “clásico futuro” no se entiende muy bien lo que quiere decir), no es por esa décima en elogio de la Fábula de Faetón que escribió el conde de Villamediana, que se lee con la curiosidad con que se descifra una adivinanza, sino por tantos poemas memorables, tres o cuatro de los cuales se comentan en El infinito en pie, un libro que ilustra bien los riesgos de la crítica académica, a veces solo académica palanca para el escalafón profesional.  

           

 

miércoles, 1 de enero de 2025

La realidad y otras dudas

 

José María Merino
Yo y yo en breve
Alfaguara. Barcelona, 2024.

Puede que la literatura sea un juego, pero es un juego que el autor debe de tomarse  en serio. ¿Se lo toma en serio José María Merino en su más reciente libro de relatos? Desde las primeras líneas, da otra impresión.

            Reúne Yo y yo en breve un conjunto de cuentos y de anécdotas más o menos biográficas cuya unidad se debe, según se indica en la advertencia preliminar, a que son “resultado de un curso imaginario sobre literatura breve”, que es como si el Decamerón comenzara diciendo que es el resultado de una reunión imaginaria en una quinta de los alrededores de Florencia y, al ser imaginaria, no considera necesario dar ningún detalle más.

Merino, a propósito de su curso imaginario, escribe: “Precisamente por lo imaginario del asunto, no me he sentido obligado a recordar nombres”. Pero precisamente por ser imaginario, el autor debería evocarlo con todos “los pequeños detalles exactos” que provocan la suspensión de la incredulidad y convierten en verdad la ficción mientras estamos leyendo.

            El marco narrativo que ha inventado Merino para dar unidad a textos muy heterogéneos en la intención y en la calidad se continúa en las “N. del C.”, notas del compilador, que aparecen al final de cada uno. Pero nada dice en ellas de interés sobre los presuntos autores, de los que no se ha tomado la molestia de inventar nombres ni diferencias estilísticas. De vez en cuando añade alguna observación sobre el origen del relato, casi siempre una anécdota personal, o vaguedades sobre realidad y ficción. Nos cuesta tomar en serio a un autor que no parece tomar demasiado en serio a sus lectores.

            Hay cuentos excelentes, como no podía ser de otra manera, y me voy a limitar a citar dos. Uno de ellos, “En  la poza datrás”, es un relato de iniciación adolescente en el que realismo y magia (la leyenda de la jana) se entrelazan con sabiduría; otro es “Identidad marina”, ambientado, como varios de ellos, en la costa de Almería en que el autor pasa –según nos indica-- los veranos.

            Son varios los textos que advierten de los peligros de la Inteligencia Artificial y alguno, como “El día del olvido”, se sitúan en un futuro distópico en el que han  desaparecido los libros. Hay bastante confusionismo conceptual en estas advertencias: “Recuerdo a mi abuela Lola leyéndome cuentos impresos en libros que guardaba como tesoros en una caja. Una vez que fui a verla y le pedí que me leyese alguno de aquellos cuentos, se echó a llorar. Atemorizado, le pregunté qué le pasaba y me contestó que el abuelo había tenido que destruir los libros, porque al parecer las autoridades no consideraban su lectura algo beneficioso para la comunidad, sino todo lo contrario”. ¿Pero deja de ser cuento un cuento porque se lea en un libro electrónico, en una tablet o en el teléfono? ¿Es el papel –que no lleva trazas de desaparecer, por cierto-- algo esencial para el periodismo o la literatura? ¿No ha coexistido siempre con otros soportes? ¿Una biblioteca de libros digitalizados o una hemeroteca digital ponen en peligro la existencia de la cultura o ayudan a conservarla y difundirla?

            José María Merino no parece haber pensado en estas cuestiones. “Pues juguemos a las letras –le pide el niño de su cuento a la abuela--. Ya sé hacer las vocales. Enséñame a escribir las otras”. Y la abuela le responde, echándose a llorar otra vez: “Eso también se acabó. Dicen que es una cosa innecesaria, demasiado antigua, es suficiente conocerlas, y lo demás es asunto del teclado”.

O sea, que lo que estaría hoy en riesgo no es la lectura ni la escritura, sino solo la lectura en papel o la escritura a mano. Pues vaya peligro, aunque fuera así, que no lo es. Hace tiempo que solo escribimos a mano las anotaciones personales, no solo por comodidad, también por legibilidad. Los originales para la imprenta antes iban escritos a máquina y ahora con el procesador de textos. La lectura, que antes era solo en papel, ahora puede hacerse también en la pantalla. No cambia nada esencial, apocalíptico Merino. Antes una carta o un libro para llegar a otro continente necesitaban semanas y ahora llegan al instante y quien lo desee puede imprimirlos y leerlos en papel. Siento tener que escribir estas obviedades, pero parece que hay ilustres académicos (algunas de las anécdotas de Yo y yo en breve tienen que ver con esa condición de su autor) que aún no han caído en ellas.

            Un narrador no es un pensador, ya se sabe. Nos ayuda a entender el mundo con sugerentes historias, no con advertencias sobre el peligro de las redes sociales o con cuentos con moraleja. Quizá somos injustos con el veterano José María Merino al centrarnos en estas cuestiones. O quizá no, o al menos no enteramente.

            Uno de los cuentos que rescata para este volumen, “El hermano mayor”, lo escribió por encargo para un libro titulado Cuentos solidarios publicado en 2003 (habla de un niño huérfano y de unos fotógrafos de guerra con los que se encariña sucesivamente y a los que va matando un francotirador) y ahora considera “necesario” rescatarlo “por la absurda y siniestra invasión rusa de Ucrania y esas noticias según las cuales el perverso exmiembro de la KGB Vladimir Putin ha aludido al poder nuclear y la Tercera Guerra Mundial”.

¡Menudo analista de política internacional! ¿De verdad cree que esas opiniones, puestas en boca del autor, y no de un personaje que fuera un jubilado de no muchas luces caben en un libro de relatos? ¿Y de verdad considera que un cuentecillo más o menos sentimental puede contribuir a paliar los desastres de la guerra?

            La decena o docena de sugerentes relatos que incluye este libro se ven oscurecidos por los intentos del autor de dar unidad al heterogéneo conjunto y por sus intromisiones moralizantes.

El narrador no fiable es un recurso literario de gran efectividad (lo ha utilizado con frecuencia la novela policial, recordemos a Agatha Christie y La muerte de Roger Ackroyd), pero el autor debe respetar en todo momento la inteligencia del lector si no quiere correr el riesgo de que no tomemos en serio nada de lo que nos está contando.