viernes, 7 de mayo de 2021

Literatura y verdad

 

Noche escrita
Antología poética 1976-2020
Alejandro Duque Amusco
Edición de José Corredor-Matheos
Renacimiento. Sevilla, 2021.

“He perdido mi vida por delicadeza” escribió Rimbaud, que no parece que perdiera la suya precisamente por delicadeza. Esas palabras pueden aplicarse con más adecuación al poeta Alejandro Duque Amusco (Sevilla, 1949), siempre correcto, siempre ajeno a polémicas y enfrentamientos gremiales, siempre fiel a sus maestros.

            El primero de todos fue Vicente Aleixandre, al que conoció en los años setenta y del que es uno de los principales, si no el principal, editor y estudioso; le siguieron Carlos Bousoño y Francisco Brines, al que acaba de dedicar Cenizas y misterio, un libro que reúne décadas de dedicación a su obra.

            Pero la cualidades que avalan a la persona no siempre resultan las que más favorecen al escritor. Como crítico, Duque Amusco tiende a la hagiografía, a encontrar solo luces sin sombra en los poeta que estudia. No le ha afectado el descrédito creciente de Alexandre; el incipiente de Francisco Brines, acentuado por un burocrático elogios que conlleva un reciente premio oficial; la práctica desaparición de Bousoño –el poeta y el teórico de la poesía-- del interés lector.

            Como poeta, Duque Amusco parecía gustar en exceso de las palabras poéticas (que acaban siendo las menos poéticas del mundo), de los grandes temas –la belleza, el dolor, la muerte-- en abstracto. Basten como ejemplo los tres versos iniciales de “Separación final”: “Surge del dilatado atardecer / una pregunta temerosa / hacia lo melancólico del otoño”.

            Tardó en aparecer el poeta de verdad, oculto tras el literato siempre correcto y a menudo brillante. En la antología Noche escrita ha querido dejar constancia de su evolución desde la primera entrega, Esencias de los días, de 1976, hasta los últimos poemas, todavía inéditos en libro. Pero a los lectores no les interesa demasiado seguir los tanteos de un escritor, como tampoco les preocupa conocer su lugar en la historia de la literatura. Eso queda para los estudiosos y para los estudiantes, que a menudo –tanto estudiantes como estudiosos-- no son los buenos lectores de poesía, sino más bien todo lo contrario.

            Yo aconsejaría abrir esta recopilación antológica, no por el primer poema, no por el prólogo, sino por la página 72, por “Episodio de lobos”. En los primeros versos nos parece encontrarnos ante el Duque Amusco de siempre, con su decir preciosista y demorado: “Ahora que no es posible olvidar la niñez y su estela de signos invisibles y arcanos, / el recuerdo me lleva a una noche de agosto, cuando niño, en el campo”. Pero en seguida los símbolos y las abstracciones se hacen carne, habitan entre nosotros, como en el comienzo evangélico, y el verso final vuelve a convertir la impactante anécdota –tan bien contada-- en categoría: “Desde las sierras de la infancia van bajando los lobos”.

            Después de la lectura de este poema, invitaría a dar un salto hasta Jardín seco, su título más reciente, su mejor libro. En él abundan los poemas memorables, pero tres resultan especialmente heridores: “Nudos”, “Aurora”, “Resurrección”. Si antes la humana emoción no acababa de llegarnos, sepultada por la “fermosa cobertura”, ahora se corre el riesgo de la falacia patética, de que el impacto emocional se deba más al tema que al poema. Es un riesgo que corre a menudo, por citar un solo ejemplo, Joan Margarit y que no siempre acierta a salvar. Duque Amusco lo consigue: indaga con amorosa piedad, con implacable lucidez en sus más privadas peripecias biográficas, y de ellas extrae dolorida y reconfortante sabiduría.

            Ha intentado con cierta frecuencia Duque Amusco las formas breves, tan elusivas. Con acierto recrea a Omar Jayyam: “Haya cielo o infierno, nadie elige. / Duerme tranquilo el día indiferente. / También la puerta a la otra vida / te la abrirá el azar”. Tankas y haikus homenajean a la poesía oriental: “¿No has visto / como la luna se ha roto / entre los pinos? / ¡Qué blanca viene / la fragancia del bosque”.

            Se leen con gusto otros homenajes: “El baúl de Pessoa”, “Una rosa negra para Georg Tralk” o los monólogos dramáticos dedicados a Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya, y al inevitable Luis Cernuda. Pero el mejor Duque Amusco no es el que se enmascara de literatura, sino el que nos deja entrever su humana verdad en poemas como “Papel efímero”, “Barriendo la terraza” o “El cofre”, que también son –como los otros, excelente literatura: nada más ajeno a este autor que el descuido expresivo--, pero no solo.

            Como no podía ser de otra manera en un poeta tan gustoso del “viejo y querido utillaje retórico”, para decirlo con palabras de Gimferrer, Duque Amuso incurre en la trabajosa sextina y en el inevitable soneto. Con “Dolmen”, dedicado a Antonio Colinas y a su “Sepulcro en Tarquinia”, consigue superar la prueba de virtuosismo, y también con uno de los sonetos (que él disimula tipográficamente en siete dísticos), el titulado “Para siempre”, de sentencioso clasicismo: “Lo escrito escrito está, grabado en la verdad, / y aunque piedad implores hasta el último aliento, / ni un acento, una línea podrá ser corregida / con las tardías lágrimas de tu arrepentimiento”.

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