jueves, 8 de septiembre de 2011

José Carlos Llop: De la vida y la literatura



José Carlos Llop
Cuando acaba septiembre
Lumen. Barcelona, 2011


La poesía de José Carlos Llop –que es también novelista, diarista, ensayista, y siempre fiel a su mundo y a su estilo— no es de fácil acceso, ofrece cierta resistencia al lector apresurado. Y no por rebuscados gongorismos o irracionalismos expresivos, sino por una cierta frialdad y exceso de literaturización. Al culturalismo de los años setenta –publicó sus primeros versos en 1976, a los veinte años— se ha seguido manteniendo fiel, sin importarle que algunos críticos le tildaran de libresco y decorativo (“poesía de anticuario”, se llegó a decir).
            A quienes se acerquen con esos prejuicios a Cuando acaba septiembre les costará entrar en el libro. Comienza con un tono distanciadamente ensayístico (“Escribe Gibbon en Decadencia / y Caída del Imperio Romano…”) y ese tono continúa en “Cavafis”: “Leo en un libro sobre ciudades –de Trieste / a Buenos Aires— que la calle Lepsius, / donde vivía Constantino Cavafis, / se llama ahora Sharm El Sheik”. Un sueño que tiene algo de deliberada alegoría, una anécdota bien contada, algún intento de monólogo dramático (“Informe policial, San Diego, 1989”, “Jerusalem”), encontramos en los poemas siguientes.
            La impresión que sacamos de estos textos iniciales la de encontrarnos ante un buen escritor, pero no ante un buen poeta, quizá ni siquiera ante un poeta: parecen solo brillantes ejercicios de redacción, como un ejercicio enumerativo es el poema “Luna” y casi una tópica postal de París “Primavera, 2010”, escrito en catalán, al igual que “Formentera”.  
            Pero poco a poco nos va ganando la magia de los versos. ¿Cómo resistirse a la brillantez evocativa de “Beirut song”, a esa mirada que en lo que hay ve lo que hubo, a esa mirada para la que nada hay sin su resonancia culturalista y elaboradamente literaria? Así, “el mar en el viejo puerto de Beirut” es “la luz de una joya fenicia, / plata y aguamarina”; los minaretes, “con su caligrafía picuda”, sostienen el aire, “antiguo como la Biblia”; en el casco de los barcos se encuentra “la herrumbre de la Eneida”, y “el esplendor del siglo XX” en las villas coloniales y sus jardines polvorientos.
            A la primera parte de Cuando acaba septiembre, reflexiva y libresca, le sigue una segunda más personal, aunque no escaseen en ella las referencias culturalistas (sin el poso de la cultura, la vida parece no tener peso para José Carlos Llop). Baste un ejemplo que es casi una poética, el segundo poema de la serie “Breviario”, que dice así:  “Hoy he mirado un pulpo / con su yelmo de Patroclo / y los ojos de Otelo: la cultura / de Occidente –los motores / de su Historia— / en un cefalópodo”.
            El José Carlos Llop más memorable e imprescindible comienza con “El petirrojo”, sigue con “Mañana de sábado” (su escritura, tan recargada habitualmente, se acerca a la despojada sugerencia) o “Reencuentro”, que anticipa la tercera parte y elude, como ella, la falacia patética a la que tanto se prestaba el tema.
            A José Carlos Llop, después de poemas como los citados, o “El vestido de flores”, le perdonamos cualquier manierismo. Que ni siquiera cuando, mientras “arranca hierbas con la azada”, contempla a los hormigas se olvide de Homero: “Imagino esa ciudad suya de murallas pardas, / celdas doradas y túneles oscuros / como una Troya en paz, donde Aquiles y Héctor / llevan cascos rojo y armas negras, pero no pelean, / Príamo ha muerto y Helena es una reina sin amantes”. O que interrumpa ese mismo excelente poema, “Mediterránea”, para ofrecernos un aforismo (los clásicos “siempre son modernos y enseñan / lo que no sabes, hablándote de lo que sí”) o una rebuscada greguería: “los cargueros afeitan / el horizonte como emisarios de un barbero / con negocio en El Pireo, Chipre o Estambul”.  
            ¿Poesía con fórmula? A veces da esa impresión. Veamos el poema “Marina”. Dos versos que se limitan a un escueto y prosaico constatar: “Es septiembre y vuelan las libélulas. / Después del baño, fumo un cigarrillo”. Otros dos deudores de la parafernalia novísima, del Gimferrer de Arde el mar: “El ocaso se viste de noble veneciano. / El siroco toca el arpa salvaje del pinar”. Y un último verso que quiere dar transcendencia al apunte paisajístico: “La bondad es la mejor ofrenda de la vida”. Poesía con fórmula, sí, porque el estilo acaba a menudo solidificándose en una fórmula, en una receta. Pero lo que importa es que el poema, a pesar de eso, casi siempre funciona.
            La tercera parte consta solo de un extenso poema cuyo título es una fecha, la de una muerte que marca un antes y un después, y de la que ni siquiera el hombre más afortunado está a salvo. En ese poema, que habla “de la mañana más triste del mundo”, están también Emily Dickison y Turner, la nieve como “una celebración”, un petirrojo sobre un rosal de Amherst y las gaviotas que se posan en los tejados “como rentistas decimonónicos por los campos Elíseos”. Ni siquiera cuando habla de los últimos momentos de la vida de su madre puede José Carlos Llop dejar de hacer literatura. Y es que para él vida y literatura, si no son la misma cosa, son dos hermanos siameses que no pueden existir el uno sin el otro. Y tras las dudas iniciales, cerramos Cuando acaba septiembre, enriquecidos y reconfortados, dándole la razón.

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