El rostro de las letras
Publio López Mondéjar
Ediciones del Azar.
Madrid, 2014.
Publio López Mondéjar es un historiador de la fotografía que
es algo más que el mejor historiador de la fotografía española. Su libro El rostro de las letras –editado con
motivo de la exposición que actualmente se celebra en la sala Alcála-31 de la
Comunidad de Madrid– no se limita a reproducir una hipnótica serie de
fotografías, algunas bien conocidas, otras prácticamente inéditas, sino que también
nos ofrece la síntesis panorámica de un siglo de literatura y de vida
españolas, el que va desde 1839 hasta la guerra civil.
Cuando en
1839 se divulgó el inventó el daguerrotipo, “aún humeaba la pistola con la que
Larra puso fin a su breve existencia en su casa madrileña de la calle de Santa
Clara”, comienza López Mondéjar un volumen que, a pesar de su carga erudita
(con algún disculpable lapsus: Gómez Carrillo no se casó con la viuda del autor
de El principito, sino al revés) está
escrito para ser leído como se lee una novela, no solo para ser consultado.
Los
retratos fotográficos de los escritores se acompañan de una antología en la que
ellos mismos se retratan con palabras unos a otros (a veces con crueldad, como
hace Juan Ramón Jiménez con Gómez de la Serna) o se autorretratan (el caso de
Manuel Machado), pero no menor interés, ni menos calidad literaria, tienen las
semblanzas que López Mondéjar va dejando acá y allá y con las que podría
formarse otra antología. Así comienza su presentación de Felipe Trigo: “Aquel
médico militar, que gustaba de subrayar las historias de la guerra de Filipinas
con su mano izquierda, siempre embutida en una guanteleta de cabritilla,
escribía unos libros llenos de cierta brutalidad licenciosa, que cautivaban a
sus lectores, que se miraban en aquellos amores quebrados, de un erotismo de
cuartel y casino de pueblo”.
La
fotografía que más le interesa a López Mondéjar no es la fotografía artística,
sino la que trata de reproducir la vida, por eso buena parte de su libro está
dedicado al encuentro feliz de la fotografía con el periodismo. Un encuentro
que tardó en producirse. Durante décadas en la prensa periódica no se
publicaban fotografías, debido a la imposibilidad técnica de su reproducción,
sino grabados, muchos de ellos hechos a partir de fotografías.
Las
fotografías comenzaron a aparecer tímidamente en Blanco y Negro y su rival Nuevo
Mundo muy a finales del siglo XIX. Se mostraron en todo su esplendor a
partir de 1914 en la lujosa revista La
Esfera, muy a menudo acompañando a las entrevistas de El Caballero Audaz,
un olvidado tarambana que fue el creador de la entrevista moderna, y llegaron a
alcanzar su máximo esplendor en los años de la República con revistas como Crónica o Estampa y fotógrafos como Alfonso (y su hijo Alfonsito) o Campúa.
Al
contrario de lo que ocurría en Francia, la fotografía siempre fue vista en
España como un arte menor, o más bien como un oficio, por eso los primeros
fotógrafos de nuestro país fueron extranjeros y por eso los escritores
mostraron tan poco interés por ella, aunque hubo excepciones, como la de Azorín.
La prensa
no solo hizo famoso la efigie de los escritores (divulgada también en la
portada de revistas como El cuento
semanal), sino que nos adentró en su intimidad. “El escritor mientras hace
su obra” se titulaba una sección que el semanario Estampa comenzó a publicar a partir de enero de 1929. La entrega
inicial se dedica a Baroja. Le vemos escribiendo, leyendo, en la imprenta, en
automóvil con su hermano Ricardo, paseando: “Solo, con las manos en los
bolsillos del abrigo, la cabeza un poco inclinada, don Pío vaga por las calles
y los paseos de Madrid, como un oscuro y tranquilo burgués”. Bien conocidas son
las fotos de Valle-Inclán –uno de los escritores por los que los fotógrafos
mostraron mayor predilección– leyendo en la cama o rodeado de sus hijos.
El ególatra
Unamuno, que siempre quiso hacer oír su voz, contra este y aquel, en cualquier
acontecimiento histórico, y Galdós, a quien le habría gustado desaparecer tras
de su obra, son junto con Valle-Inclán las estrellas del volumen. Pero no menor
interés presentan las fotografías de grupo –tertulias en los cafés, redacciones
de periódicos– en las que aún parece escucharse, entre el humo de los
cigarrillos, las apasionadas polémicas de entonces. O las de tantos nombres
menores, la legión de los olvidados, cada uno de ellos con su novelería a
cuestas.
Un libro
para mirar y remirar, leer y releer, una prodigiosa máquina de viajar en el
tiempo.
me regalan este libro.y lo he agradecido.muy buenas fotos y comentarios.me sorprende que no haya opiniones.
ResponderEliminarCreo que su publicación coincidió con una exposición en Madrid con el mismo título.
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