miércoles, 23 de octubre de 2024

Teatro y revolución

  

Ramón Pérez de Ayala
A.M. D. G. La vida de un colegio de jesuitas
Adaptación teatral de Manuel Martín Galeano
y Juan López de Carrión
Edición de Amparo de Juan Bolufer
Sevilla. Renacimiento, 2014.

La historia, como la memoria individual, cuenta el pasado desde el presente, no siempre lo falsea, pero siempre lo reescribe. En noviembre de 1931 se estrenó la adaptación teatral de una novela de Pérez de Ayala, por esas fechas embajador de la República en Londres (además de director del Museo del Prado y diputado por Asturias). Fue uno de los mayores escándalos del teatro español, equiparable al de la Electra de Galdós treinta años antes. Los titulares de El Heraldo pueden dar una idea de lo que supuso el estreno: “La catástrofe del Teatro Beatriz”, “Cipriano Rivas Cherif, director artístico de la Compañía, nos habla de la denuncia que ha presentado al director general de Seguridad”. “Rafael Sánchez Guerra, espectador de A. M. D. G., es agredido por los cavernícolas cuando pretendía imponer la serenidad”, “¿Quiénes repartieron las entradas entre los luises? Anoche en la iglesia de la calle de Zorrilla había una buena cantidad de localidades. Lo que dice el director de Seguridad. Los setenta detenidos son multados con 500 pesetas cada uno. Si hubo lenidad en los agentes de la autoridad serán separados del Cuerpo”.

            Pocas veces un estreno teatral ha llenado tantas páginas en un diario, y El Heraldo no fue el único que se ocupó tan por extenso del acontecimiento. Desde que se anunció el estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas, la derecha antirrepublicana se preparó para replicar con contundencia y vengar la ofensa que había supuesto en mayo la quema de conventos y el artículo de la Constitución que suponía la separación de la Iglesia y el Estado y la expulsión de los jesuitas.

            Sabíamos de ese escándalo, pero desconocíamos la obra que lo había motivado. Amparo de Juan Bolufer ha encontrado una versión de la misma, aunque no la versión final, en la Biblioteca de Asturias que lleva el nombre de Pérez de Ayala y donde se guarda su legado. La publica acompañada de un minucioso estudio que nos permite reconstruir los hechos de aquel momento y las polémicas que los acompañaron, al margen de manipulaciones posteriores.

            La principal fue debida al propio Pérez de Ayala, que quiso dar a entender que se había mantenido al margen de esa adaptación y que, arrepentido de la ofensa que en su nombre se había hecho a los sentimientos religiosos de los españoles, prohibió a partir de entonces la reedición de la novela en que se basaba. Amparo de Juan demuestra, muestra más bien, que no era cierto. Desde 1928, Pérez de Ayala había propugnado la adaptación teatral de sus novelas; la autorización para la de A.M.D.G. la dio en mayo de 1931. Asistió a los ensayos e introdujo modificaciones hasta el último momento, el nombre que figuraba en la publicidad era solo el suyo, no el de los adaptadores. De hecho, el único original conservado, un mecanoscrito con abundantes correcciones, lleva el subtítulo de “Original de Ramón Pérez de Ayala”. Los nombres de los adaptadores, Manuel Martín Galeano y Juan López de Carrión, resultan confundidos por más de un estudioso. Agustín Coletes Blanco, en su fundamental Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, atribuye la versión a Julio de Hoyos, mientras que Carlos Luis Álvarez se la adjudicaría a Julio Gómez de la Serna.

            Ramón Pérez de Ayala, más admirable quizá como escritor que como ciudadano, jugaba en 1931 con dos barajas. En Londres quería presentarse como un embajador respetuoso con todos los convencionalismos de la vida diplomática, culto y liberal, nada revolucionario; en Madrid, en cambio, para congraciarse con las autoridades republicanas y con el movimiento de opinión que las apoyaba, mostraba su lado más radical y daba alas a un anticlericalismo que no dudaba en recurrir a la violencia y que era uno de los puntos débiles del nuevo régimen.

            El escándalo provocado por el estreno de A.M.D.G. le causaría importantes problemas en su labor de embajador, ya que las revistas conservadoras inglesas reprodujeron los ataques de la prensa española, y no mejoró su consideración por parte de los republicanos, muchos de los cuales le consideraron –y no sin razón-- como uno de los que más contribuyeron al desprestigio del nuevo régimen con su afán por acaparar cargos.

            Como resulta previsible, la adaptación teatral simplifica la novela y acentúa su tesis antijesuítica convirtiéndola en un hiriente panfleto. En algún punto, sin embargo, resulta muy actual, como en la denuncia de la pederastia, si no siempre tolerada, siempre ocultada (hasta ayer mismo) por las autoridades religiosas, partidarias de que los trapos sucios se laven, si se lavan, en casa. Rechina, en cambio, la manifiesta homofobia, tan propia de su tiempo y especialmente de Pérez de Ayala.

            El final de esta adaptación, que no fue el que se llevó al escenario, resulta especialmente llamativo por su tono mitinero y de incitación a la violencia en un momento especialmente delicado. Una multitud se acerca al colegio de los jesuitas, con palos y armas rompen los cristales de las ventanas; está compuesta por “intelectuales, profesores, obreros, estudiantes, etc., etc., enardecidos”. Sonreímos al pensar en cómo se las arreglaría Rivas Cherif para caracterizar a unos de “intelectuales”, a otros de “profesores”, etc., etc. “. ¡Abajo las órdenes religiosas!”, grita el cabecilla, mientras todos corean: “¡Expulsión, expulsión!”. Y luego, como en un mitin, grita “¡Viva la enseñanza laica!”, y todos responderían a una mientras cae el telón: “¡Viva!”

            El debate sobre el estreno tuvo muchos matices, como corresponde a las diferencias ideológicas de aquellos años, y Amparo de Juan Bolufer atiende a todos: “Oportunidad u oportunismo”, “Obra sectaria frente a obra artística”, “Normas de cortesía teatral y límites de la libertad de expresión”, “Ataques personales a Ramón Pérez de Ayala”. A la minuciosidad de su erudición y al buen manejo que hace de todos los datos, solo habría que hacerle un reproche, el de confundir una edición anotada con una edición escolar en la que es necesario explicar “espartano”, “sibila” o ciertas expresiones coloquiales.

            El estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas fue algo más que un capítulo de la historia literaria, supuso el primer aviso importante de lo que se estaba preparando y que culminaría menos de cinco años después.

jueves, 17 de octubre de 2024

Un romántico ilustrado

 

Javier Almuzara
Esperanza de vida
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Entre las estrofas clásicas, el soneto ocupa un lugar especial. Es quizá la única que sigue plenamente vigente, la que menos se ha convertido en ejercicio retórico y arqueología. En la literatura española, ha tenido dos momentos de esplendor: el llamando Siglo de Oro, que ocupa más de un siglo (Garcilaso, Lope, Quevedo), y el siglo XX (los Machado, Miguel Hernández, Blas de Otero). El nuevo libro de Javier Almuzara, el más extenso de los suyos, el más plural, emocionante y divertido, nos demuestra que no ha perdido su capacidad de sorpresa en este ya bien avanzado siglo XXI.

            Más de un tercio de los poemas de Esperanza de vida son sonetos y muchos de ellos pueden incluirse en cualquier antología de los mejores de la lengua española. No todos están escritos a la manera clásica, petrarquista o shakesperiana. A Javier Almuzara le gusta jugar con los catorce versos e incluye varios de arte menor e incluso se atreve con uno en versos bisílabos. Pero, en buena parte, estas variantes no pasan de ejercicios lúdicos.

            Javier Almuzara, muy consciente de que no es posible ser sublime sin interrupción, a menudo nos hace sonreír. Hay mucho humor, y algo de auto ironía, en Esperanza de vida. Entre tanto poeta solemne, se agradece que el poeta baje de la tarima y trate de entretenernos en el “Patio de recreo”, como se titula una de las secciones. A veces se pasa un poco en el cambio de registro, para qué negarlo, y es capaz de incluir una variante de Quevedo, “¡Ah de la vida!”, que solo vale como eutrapelia de sobremesa: “¿Eh? / ¡Oh! / ¡Ah! / ¡Bah! / ¡Uf! / ¡Ay!”.

            Le perdonamos esa chiquillada, y alguna otra, a “este romántico ilustrado” –así se define en el primer poema del libro--  capaz de hablar de música y poesía, de amor y del asombro de estar vivo con un tono absolutamente personal, pero en el que resuena toda la mejor tradición literaria.

            Léanse sus sonetos “El secreto del éxito” y “Tesis y antítesis sobre la síntesis”, variaciones en torno al “Carpe diem” –hay otras--, para comprobar cómo consigue que suene a nuevo un tópico más que repetido. Y el lector atento se fijará en los pequeños detalles que acreditan la maestría. “Olvidé que la vida es corta” comienza el primero de esos sonetos, con un verso eneasílabo, también más corto que el resto en endecasílabos.

Muchos tonos tienen estos sonetos y en cada uno de ellos sabe dar Javier Almuzara, sin alzar la voz, su do de pecho. Tras el “Tango del desalojo”, en torno al tópico de que la vida entera cabe en un soneto, está Manuel Machado, pero no lo podría haber escrito Manuel Machado, ni ningún otro poeta que no fuera Javier Almuzara: “Sale uno de la infancia y juventud / a empujones, y mira de reojo, / temiéndose algún otro desalojo, / camino a la pensión del ataúd. / La vida, ese continuo decomiso, / te quita hasta las ganas de vivir. / Sabéis que no lo digo por decir. / Yo, que me imaginaba el paraíso / bajo la especie de una discoteca / y con toda la pista para mí, / solo oigo la canción del tararí / que te vi en un salón que se hipoteca. / ¿Dónde quedó aquel cuerpo de sarao? / Y encima me han quitado lo bailao”.

En una de las estrofas de “Gracias al amor”, su tono recuerda al de las cancioncillas de una ópera rococó, leemos: “Y hablando podría / pasar todo el día / Javier Almuzara / siempre que tratara / música o poesía”.

Qué espléndidos poemas sobre la magia de la música hay en un libro que comienza con una “Cantata del café”, que nos deja pronto “En la gloria de Vivaldi” y que, tras hacernos admirar su alquimia “que redime el dolor con armonía” (“Música, maestro”), nos hace descender de las alturas con “La música callada” de una greguería: “Tras el concierto / hay sesión reservada / para el silencio atento / de las butacas”.

Sobre la poesía como salvación de la vida, como forma de dar permanencia al río que pasa y no se detiene, hay muchos poemas. El que yo prefiero se titula “Intentarlo de nuevo”. Comienza describiendo una tarde cualquiera: “La escena es casi idéntica a ayer mismo / y sus protagonistas no han cambiado; / sin embargo, en la tarde reiterada, / no existe para nadie nada igual”. Describe luego la tarde en el parque con continuos rasgos de ingenio. “Se va la primavera por las ramas / dándole al pico interminablemente”. Y concluye con una alusión al propio poema: “El mundo, Sísifo feliz, remonta / su carga, ilusionado con la cima, / y yo vuelvo a buscar, sobre el papel, / la vida de verdad, definitiva”.  

En este libro de arte mayor, no faltan los  haikus, las tankas, las coplas populares en las que el autor parece borrarse, como si fueran verdaderamente populares: “Quiero ser el zarcillo / que te acaricia / y decirte al oído / cuatro malicias”. Sorprenden los que parecen fragmentos para el libreto de alguna ópera –Almuzara es autor de una adaptación de Fuenteovejuna--, como los monólogos de Fedra y de Ismene o los de Ana Ozores y Fermín de Pas (este último con el subtítulo de “Recitativo y aria”, por si hubiera alguna duda).

No todo es perfecto en el libro: a algún lector le parecerá que el poeta a veces se quiebra de sutil y puede que frunza el ceño ante un juego de palabras que convierte las “bulerías” en “dolerías”. No importa. Son más las cimas. Y termino señalando una: “Te debo una disculpa”, una elegía que es verdad emocionada y es literatura, la mejor literatura, la que solo está al alcance de un clásico contemporáneo. 


 

 

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domingo, 6 de octubre de 2024

Aridez y poesía

 

 

Carlos de Oliveira
La piel del paisajista
Antología poética
Traducción de José Ángel Cilleruelo
Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2024.

Afirmaba Antonio Machado que todo poeta debía tener una poética y que en eso se diferenciaba de un mero señorito –hoy diríamos de un simple aficionado-- que hacía versos. Pero esa poética no tiene por qué resultar explícita; ese es trabajo que suele quedar para los estudiosos. El poeta –sigo otra vez a Machado-- trabaja por intuiciones, no por conceptos.

            Hay poetas, sin embargo, muy conscientes de lo que debe ser la poesía y de lo que quieren que sea su poesía. No siempre tienen las ideas claras desde el principio, pero cuando las tienen, o creen tenerlas  someten a ese lecho de Procusto toda su obra, reescribiendo incluso los textos que nacieron con otra intención.

            Es el caso del poeta portugués Carlos de Oliveira (1921-1981), también apreciado novelista. Fue un autor paradójico: comenzó a escribir en los años cuarenta, cuando dominaba en su país la estética neorrealista, de la que formó parte. A la manera de la poesía social española, los jóvenes poetas portugueses querían convertir su obra en un arma más para luchar contra la dictadura.

            Pero el realismo que buscaba Oliveira acabaría teniendo poco que ver con el realismo socialista y mucho, paradójicamente, con ciertas aventuras vanguardistas que buscaban eliminar de la poesía toda anécdota y cualquier atisbo de sentimentalismo, reducirla al mínimo, volverla sobre sí misma.

            Traducida en los años ochenta por Ángel Campos Pámpano, no tuvo demasiado eco la poesía de Oliveira entre nosotros, al contrario de la de otro coetáneo suyo, Eugénio de Andrade, que también buscaba reducir la poesía a lo esencial, convertirla en “una especie de música”.

            Poca música hay en la poesía de Oliveira, poca sensualidad, aunque sí mucha “materialidad”, por decirlo de alguna manera. La piel del paisajista, antología de sus versos que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo ha sido editada por la fundación Ortega Muñoz. No podía haber encontrado lugar mejor. Los paisajes pintados por Ortega Muñoz –mesetarios, áridos, con muñones de árboles, con campesinos del color de la tierra-- resultan los más adecuados para ilustrar la poesía de Oliveira.

            Comentando Micropaisaje, uno de sus libros esenciales, aquel en que por primera vez consigue la horma poética en la que a partir de entonces tratará de encajar toda su obra, escribe: “Mi padre era médico de pueblo, un pueblo paupérrimo: Nossa Senhora das Febres. Lagunas pantanosas, desolación, tierras calcáreas, arena. Crecí rodeado por la gran pobreza de los campesinos, por una mortalidad infantil enorme, una emigración espantosa. Natural por tanto que todo ello me haya impresionado (mejor, tatuado). El lado social y el otro, porque hay otro también, de mis relatos o poemas publicados (cuatro novelas juveniles y algunos libros de poesía) nacieron de ese ambiente casi lunar habitado por hombres y visto, aquí para nosotros, con poco distanciamiento”. Esa sería la materia de sus poemas, aunque cada vez “más decantada, más indirecta”.

            José Ángel Cilleruelo quiere ofrecernos una versión que no sea, como la de Ángel Campos Pámpano, “literal, con una rigurosa fidelidad léxica y sintáctica al original”. La suya pretende tener un carácter interpretativo: situaría la fidelidad “en un estadio superior al de los lexemas y sintagmas, y más etéreo, que es el del significado y, sobre todo, su interpretación a partir de los ritmos poéticos y la especificidad léxica de la lengua española”.

Si comparamos ambas versiones, vemos que Campos Pámpano traduce casi palabra por palabra (la cercanía de ambas lenguas lo permite), mientras que Cilleruelo busca un tono más literario y trata de evitar ciertos usos, como el del gerundio, que le parecen poco elegantes. Veamos algún ejemplo. Oliveira escribe: “como arde este cristal?”. En el español de Campos Pámpano el poema suena de la misma manera: “¿Cómo arde este cristal?”. Cilleruelo, sin embargo, busca una variación: “¿Cómo se enciende su cristal? No tiene reparos para el cambio, aunque sea leve, del original. Unos versos del mismo poema, “En las colinas de Antonio Machado” (uno de los pocos en los que no se eliminan las referencias concretas), dicen así: “estructura inmóvil refrectando / que chama interior? / petrificando que mineral humano / apenas esboçado?”. La traducción de Campos Pámpano no permite lucimiento alguno al traductor: “estructura inmóvil refractando / ¿qué llama interior? / petrificando ¿qué mineral humano / esbozado tan solo?”. Cilleruelo, como un corrector de estilo, elimina los gerundios, que no disuenan más en portugués que en español: “inmóvil estructura que refracta / ¿una llama interior? / que petrifica ¿un mineral humano / solo esbozado?”. Pero lo que dicen estos versos en español no es exactamente lo que dicen en el original. En un caso se pregunta si se petrifica “un mineral humano solo esbozado”; en el otro, en el original, se da por sentado que es un mineral humano y se pregunta de qué mineral se trata.

Si comparamos original y versión, abundan las perplejidades. “Mujeres del desbroce al desbrozar, / piernas al aire, sol de un día breve”, traduce Cilleruelo. Pero lo que se lee en el original es: “Mulheres da monda mondan na maré, / de joelhos nus, ao sol de un día breve” (“Mujeres del desbroce desbrozan en la marea, / con las piernas desnudas, al sol de un día breve”).

La cercanía entre las poéticas del traductor y del poeta traducido, lleva a este, en ocasiones, a tratar el original como si fuera el borrador de un poema propio. Conviene por eso, leer solo las versiones o solo el texto portugués (fácilmente accesible para cualquier hablante español, que solo ha de recurrir al diccionario para alguna aclaración léxica), Lo hagamos de una manera o de otra (o de ambas, pero no simultáneamente) nos encontraremos con un poeta que no seduce a primera vista, como tampoco la pintura de Ortega Muñoz si la comparamos con el colorista Sorolla. Hace falta algún esfuerzo para acostumbrarse a su lúcida, punzante sequedad. Vale la pena, aunque quizá no todos los lectores sean capaces de ello. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

 

 

martes, 1 de octubre de 2024

Crónica familiar y otras historias

 

Francisco G. Orejas
Un giro inesperado
Trea. Gijón, 2024.

Si hubiera leído Francisco G. Orejas la “Breve divagación paradoxiana sobre la novela” que Emilio Alarcos coloca al comienzo de uno de sus libros, se habría ahorrado las elucubraciones que lastran Un giro inesperado, admirable crónica familiar e investigación sobre la guerra civil. “¿Qué es la novela? ¿En qué consiste una novela? ¿A qué producción escrita de más o menos páginas llamamos novela?”, se pregunta Alarcos como se pregunta Orejas. La respuesta, en el primer caso, no consiste en acumular citas y vaguedades teóricas, sino en recurrir al sentido común: “Todos sabemos lo que es ‘novela’ como sabemos lo que es ‘tomate’, aunque seamos incapaces de definir la una y el otro en términos literarios y, respectivamente, botánicos, conocemos de sobra que estamos leyendo una novela o comiendo un tomate”.

            Insiste el autor en que Un giro inesperado  es una “falsa novela”. Y cualquier lector, a las pocas páginas, puede comprender que se equivoca: no es una “falsa novela”, del mismo modo que una manzana no es un “falso tomate”. Es exactamente lo que dice que no es: un libro de historia, un ensayo, un trabajo académico que utiliza abundante bibliografía y recurre a la consulta de hemerotecas y archivos.

            El punto de partida no puede resultar más sugerente. En un libro misceláneo de 2017, El calcetín de Hegel, contó González Orejas la historia de un pariente –hermano de su padre--, desaparecido en la guerra, y de cuya muerte se daban tres versiones contrapuestas. “Mi tío Patricio murió tres veces”, comenzaba llamativamente ese relato de no ficción. Solo murió una vez, como todo el mundo, pero muchos años después y convertido en otra persona.

            La verdadera historia de Patricio González Quintanilla y la manera cómo el autor llegó a averiguarla (el mismo esquema utilizado con frecuencia por Javier Cercas, y por tantos antes que él) constituye el eje central de Un giro inesperado. Pero ese núcleo argumental se enriquece con abundantes divagaciones sobre la guerra civil y el exilio mexicano.

Al hablar de la guerra, González Orejas –perteneciente a una familia de derrotados y represaliados, como media España-- no pretende ser objetivo; más de una vez incurre en el panfleto extemporáneo. Sobraría, por ejemplo, todo el capítulo dedicado a “Teoría de las alcantarillas” o la indicación, basándose en una afirmación de Juan Benet, de que Franco se sumó a la rebelión militar solo “por afán de lucro”. (¿Seguro?). También parece un tanto simplista negar que la llamada guerra civil fuera verdaderamente civil porque fue un enfrentamiento entre el pueblo y el ejército.

            Pero se trata de reparos menores. La crónica familiar que es este libro se convierte en una rigurosa investigación, abundante en datos inéditos o poco conocidos, sobre un periodo de la historia de España que se resiste a ser simplemente historia y aún sigue marcando el presente.

            La peripecia biográfica de Patricio González Quintanilla resulta verdaderamente novelesca, utilizando el término en ese otro sentido que tiene en el título que Paquita Suárez Coalla dio a su recopilación de testimonios de mujeres del campo asturianas: La mio vida ye una novela. Aquí el término no delimita un género literario, sino que alude a la acumulación de peripecias inverosímiles y melodramáticas propias del folletín.

            ¿Por qué Patricio González Quintanilla, que en México se metamorfoseó en arquitecto e ingeniero y acumuló una considerable fortuna, fingió ser otra persona, no volvió a entrar en contacto con la familia, padres y hermanos, que había dejado en España? Las posibles represalias de la primera hora no tenían sentido años después, sobre todo tras la muerte de Franco y la llegada de la democracia. Francisco G. Orejas no acierta a responder a esa pregunta, pero insinúa que algo tuvo que ver su amistad con Santiago Garcés Arroyo, un antiguo panadero militante en las Juventudes Socialistas Unificadas, que de ser escolta de Indalecio Prieto (y estar involucrado en el asesinato de Calvo Sotelo) pasó a convertirse, a partir de 1938, en el máximo responsable del temido Servicio de Información Militar.

            Patricio González Quintanilla participó muy activamente en la evacuación de los republicanos derrotados a México y a él se debe la monumental y ejemplar Memoria de las actividades desarrolladas por la delegación de Veracruz, que pasaría a llamarse Documento Quintanilla, donde se recogen de forma detallada las actividades realizadas tras la llegada de los barcos Sinaia, Ipanema y Mexique, “tres de los llamados barcos de la libertad en los que arribó gran cantidad de refugiados españoles”.

            Quizá el origen de la fortuna de González Quintanilla estuvo en los fondos de los refugiados españoles que él y Garcés administraron, quizá por eso quiso desvincularse completamente de su vida anterior. Es una hipótesis para explicar el inexplicable comportamiento del enigmático personaje, que parece copiar –la realidad imita al arte-- a El difunto Matías Pascal, de Pirandello.

            Con la historia de González Quintanilla se entremezcla la del resto de la familia del autor, del que este libro –que no noveliza una peripecia tan novelera, que distingue los hechos documentalmente probados de las hipótesis-- constituye además un anticipo de sus memorias y un melancólico autorretrato.



jueves, 26 de septiembre de 2024

Una biografía ejemplar

 

Alfonso López Alfonso
De ida y vuelta,
Una mirada sobre la vida y la obra de Alejandro Casona
Impronta. Gijón, 2024.

Alejandro Casona fue considerado uno de los nombres más significativos del teatro español desde 1934, en que estrenó La sirena varada, hasta 1962, cuando regresó a España después de más de veinte años de exilio. En los tres años que le quedaban de vida, pudo comprobar como a la clamorosa acogida por parte del público le acompañaba el rechazo de la crítica joven, la que anticipaba el futuro, que se sintió defraudada. El teatro de Casona, que desde el final de la guerra civil no se había podido estrenar en España, no era muy distinto del de los autores que aquí triunfaban, un Luca de Tena, un Pemán o un Ruiz Iriarte: escapismo, costumbrismo y unas gotas de lirismo.

            Ya no está Alejandro Casona considerado, como lo estuvo un tiempo, una figura a la par de Valle-Inclán o Lorca, pero no ha decrecido el interés por él de la crítica académica ni de los eruditos, no solo asturianos. Se ha convertido en un clásico, menor quizá, pero no por eso menos clásico.

            Sobre su vida sabíamos muchas cosas, las que él nos había querido contar y la infinidad de detalles que los diversos estudiosos, como Antonio Fernández Insuela o José Manuel Feito, habían ido sacando a la luz en dispersas y a veces recónditas publicaciones. Faltaba un biografía actualizada que las incorporara y las situara en su contexto. Es lo que ha pretendido hacer Alfonso López Alfonso, que ha hecho eso y mucho más.

            Su “mirada sobre la vida y la obra de Alejandro Casona”, que así se subtitula De ida y vuelta, constituye una biografía ejemplar. A veces el autor parece un mero recopilador: oímos hablar al propio Casona (sobre todo, en sus cartas), abundan los testimonios de quienes le conocieron, aquí están todos los datos que la erudición minuciosa ha ido descubriendo. Pero el libro no es un centón, está inteligentemente estructurado, sabe distinguir entre lo fundamental y lo meramente anecdótico. Y dista mucho, con no ser eso poco, de una puesta al día de lo que se sabe sobre la vida y la obra de Alejandro Casona. Sin hacer énfasis en ello, se maneja documentación que no había sido tenida en cuenta hasta la fecha, como las “cartas particulares” –así se denomina la carpeta que las contiene-- que se conservan en su legado.

            Nadie había hablado, por ejemplo, de la relación de Casona con Blanca Tapia, una actriz que había sido “Miss Argentina” y a la que quizá conoció antes de 1936, pero de la que se hizo amante años después en Buenos Aires. Esa relación, que no rompió su matrimonio, era conocida por todos, pero nadie hablaba de ella en público. Sí en las cartas. En 1964, Enrique Azcoaga le escribe a Luis Seoane: “Murió tristísimamente Blanca Tapia, el amor clandestino de Casona, y la enterramos un grupo de íntimos hace unos treinta días”. Nuria Madrid, hija de uno de los grandes amigos de Casona, Francisco Madrid, se refiere ella en una entrevista con Mirtha Mansilla, inédita hasta que López Alfonso la rescata: “La cuestión es que empieza a tener relación con Blanca Tapia. Rosalía se entera, por supuesto. Disimula. Cada obra que hacía Alejandro le decía: ‘¿Has hecho un papel para Blancucha, no?’. Ahora, lo curioso es que, a mí me indigna, la colectividad se enojó con Blanca Tapia, dejó de saludarla, pero al poeta lo seguía saludando”.

            No es una biografía hagiográfica esta, como las publicadas hasta la fecha, pero tampoco recarga las tintas negras. Retrata al personaje con sus luces y sus sombras. Era un exiliado y eso contribuía a su prestigio en España, pero su rechazo a Franco pronto pasó a manifestarse solo en las cartas privadas. En las actividades de los republicanos participaba poco y, evitando entrar en las disputas políticas argentinas, estaba más cerca del peronismo que del antiperonismo. Tanto él como Rafael Alberti (un dato poco tenido en cuenta) firmaron a favor de la reelección de Perón en 1951. José Blanco Amor ha señalado lo bien que supo aprovechar su situación de exiliado: “Asistía a muy pocos actos republicanos y cuando lo hacía y le tocaba hablar su lenguaje era ponderado, sintético y claro. Tenía una voz impostada y sonora. Vivía en un departamento cómodo y moderno en la calle Arenales, cerca de la plaza de San Martín, Barrio Norte. Se acostaba al alba, y mientras el alba no aparecía sobre el Río de la Plata jugaba al póquer con sus amigos. Todo en su vida vino bien dado para que el exilio fuera para él un privilegio. Casona supo administrar sabiamente este delicado capital y con su tipo personal y su obra teatral se impuso como el autor de moda durante muchos años”.

            El autor de moda pasó de moda. Queda la labor ejemplar de antes de la guerra y alguna obra de después, como La dama del alba. Queda este recuento de sus pasos en la tierra –tan inteligentemente estructurado en dos partes, cada una de ellas dividida en tres actos-- que nos demuestra, una vez más, que ninguna persona es de una pieza.

           

           

jueves, 19 de septiembre de 2024

Poesía de la experiencia

 

Jorge Barco Ingelmo
Jailhouse Rock
Isla Elefante. Palma de Mallorca, 2024.

El término “poesía de la experiencia”, como es bien sabido, lo empleó por primera vez, para referirse a cierto tipo de poesía que él y sus compañeros de generación pretendían practicar, Jaime Gil de Biedma. El término, pero solo el término, lo tomó del título de un libro de Robert Langbaum, The poetry of experiencia, donde el crítico inglés lo utilizaba para diferenciar la poesía del romanticismo de la poesía neoclásica. El término se presta a cierta confusión que Gil de Biedma trató una y otra vez de aclarar: “Poesía de la experiencia no es poesía confesional. No tiene nada que ver con lo que diga el poema, sino con la forma de decirlo. Ni quiere decir que lo que narra el poema te haya sucedido a ti”.  

            Pero si toda poesía es ficción, la llamada “poesía de la experiencia” adopta con frecuencia la forma de la autoficción: crea un personaje que se parece al autor y a veces lleva su mismo nombre, pero que no establece el pacto de verdad con el lector que la autobiografía supone. Lo que cuenta es verdad, pero de una manera que no implica la fidelidad en el dato anecdótico.

            Jailhouse Rock –el título procede de una canción de Elvis Presley-- está escrito desde el punto de vista de un funcionario de prisiones. En la contraportada se nos indica que ese es el trabajo de su autor, Jorge Barco Ingelmo. ¿Lo leeríamos de la misma manera si, como suele ocurrir en las novelas, el narrador en primera persona no se correspondiera con el autor? Probablemente no.

Es frecuente que el personaje real que narra sus experiencias en primera persona –sea un presidente de gobierno, un náufrago como el famoso de García Márquez o el príncipe Enrique-- no coincida con la persona que las ha redactado, un profesional denominado ghostwriter o escritor fantasma. Pero en cuanto menos sepamos de su existencia, más eficaz resulta el libro. Necesitamos de ese engaño –en poesía y en prosa-- para creernos lo que nos cuentan.

            No sabemos si Gil de Biedma consideraría o no a los poemas de Jailhouse Rock “poesía de la experiencia” en el preciso sentido que él le da al término. El lector común sí la considera así y eso le añade un motivo de interés al libro. Nos ayuda a ver la vida desde otro punto de vista, que es una de las funciones de la literatura (y no solo: también del cine). Pero Jailhause Rock no tiene únicamente un valor costumbrista y documental (nada desdeñable, por cierto: ayuda a que se lea sin el educado tedio con que suelen leerse los libros de poesía), alterna humor y emoción, no abusa de los efectos patéticos, aunque a veces –como resulta casi inevitable dado el tema-- se aproxime a ellos. “Signos incompatibles con la vida”, uno de los pocos poemas que no se ajustan estrictamente al ámbito carcelario, puede ejemplificarlo: “Como elegir al hombre equivocado. / Como que no denuncies. / Como que lo perdones y que vuelvas / a estar con él creyendo que ha cambiado. / Como que no hagan caso a tus denuncias. / Como que tus vecinos se acostumbren / a oír los gritos sin que les importen. / Como que los defiendas y disculpes. / Ahora te has convertido en otro número. / 47 en lo que va de año”. La elipsis final salva al poema.

            Llenos de pequeños detalles exactos, de apuntes costumbristas están los más característicos poemas del libro, los que lo hacen diferente de cualquier otro libro de poemas. “Díptico permanente revisable” contrapone, hábilmente, dos visiones de un mismo personaje, incompatibles entre sí e igualmente verdaderas: la del psicópata asesino que aparece en las noticias y la del preso, tiempo después, al que todos llaman Luisito y “es gracioso, cuenta chistes”. Otro poema –si puede llamarse así, igualmente podría incluirse en un libro de microrrelatos--  se limita a ir yuxtaponiendo párrafos de un artículo de Javier Marías con noticias de prensa.

            Abundan las notas de humor, y no siempre de humor negro: “Dile adiós al bibliotecario”, “Demandadero”, “Cárcel de amor”. Uno de ellos, “La chispa de la vida”, juega con un eslogan publicitario: “Quince años de condena / y en el economato solo venden Pepsi, / no me jodas. / Quince años me esperan sin probar la chispa de la vida”.

            También hay poemas que prescinden de la anécdota: “No todo cabe en un libro. / Fuera queda la vida. / Todo acaba al cerrar un libro. / Dentro queda la vida”.

            Dentro de este libro, que no pretende ser sublime sin interrupción, hay mucha vida, no solo una vida que morbosamente nos repele y nos atrae, la de los privados de libertad, la de quienes se ocupan de ellos, también la vida de todos, con su cara y su cruz, con sonrisas que a veces nos ponen un nudo en el corazón.

En Jailhouse Rock la experiencia de un funcionario de prisiones se hace poesía, pero “el juego de hacer versos”, afortunadamente, no siempre deja de ser un juego, aunque a veces juegue a la brevedad sentenciosa.  “Qué difícil ser preso / a los ojos del mundo. / Y eso que hay presos en sus casas / creyéndose más libres. / Porque al menos lo mío / solo es cuestión de tiempo”. Como lo de todos, si bien se mira.

           

           

jueves, 12 de septiembre de 2024

Trágico esperpento

 

Xuan Cándano
Operación Caperucita
El comité Karl Marx y el atentado de la calle del Correo
Akal. Madrid, 2024.
 

El peor atentado durante el franquismo, el que más víctimas indiscriminadas causó, tuvo lugar hace ahora exactamente medio siglo, el viernes 13 de septiembre de 1974. Fue el más brutal y también el más paradójico. Antes de un mes, ya el instructor militar sabía cómo habían ocurrido, en lo fundamental, los hechos y lo sabía por confesión de la principal responsable. Nunca, sin embargo, se concluyó el sumario, nunca se celebró juicio, muy pronto se olvidó a las víctimas. De ellas no podía sacar ningún rendimiento político ni la izquierda ni la derecha, que no tardaron en culparse mutuamente.

            Han pasado cincuenta años y una ejemplar investigación de Xuan Cándano pone, por fin, las cosas claras. El atentado de la calle del Correo fue consecuencia del éxito del atentado contra Carrero, recibido con aplausos por casi toda la oposición al régimen y ejecutado con una facilidad y una precisión que aún hoy nos asombra. Detrás de ambos estuvo una misma persona: Eva Forest: “Ella fue quien propuso a ETA, a través de Argala, acabar con la vida de Carrero, facilitando además la información necesaria; y lo mismo ocurrió nueve meses después cuando, venida arriba con el éxito del magnicidio, al igual que la banda armada, ideó el atentado de la cafetería Rolando con la intención de causar víctimas entre los policías de la Dirección General de Seguridad, centro neurálgico de la represión franquista y un nido de torturadores”.

            Un nido de torturadores, sí, pero no parece que las delaciones de Eva Forest, que llevaron a la cárcel a sus amigos y colaboradores en diversas actividades de oposición al franquismo (ajenos a los atentados en la mayor parte de los casos), fueran obtenidas mediante tortura. Xuan Cándano copia, sin ponerlo en cuestión, el relato que ella hace en su libro Testimonios de lucha y resistencia. Otros testimonios más fiables hablan de un pacto. Varios aparecen en el propio libro de Xuan Cándano, otros en el de Eduardo Sánchez Gatell, El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, aparecido este mismo año, o en el de Lidia Falcón, otra de las encarceladas, Viernes y 13 en la calle del Correo, de 1981, que ya puso las cosas en su sitio, aunque muchos prefirieran mirar para otro lado y dejar que siguiera corriendo el bulo de que el atentado había sido una provocación de la extrema derecha.

            Algunos otros reparos menores se le pueden poner al libro: nada tiene de “anomalía” ni hay que recurrir para ello “a un cierto aperturismo informativo” el que se conociera de inmediato en España el golpe de Pinochet; resulta absurdo indicar que el edificio de la Dirección General de Seguridad, por ser un edificio neoclásico del siglo XVIII “recordaba a la Inquisición”, y es un error señalar que la Segunda República fue “la primera experiencia democrática de la historia de España” (hubo una primera y hasta un rey elegido por el parlamento).

            Pero son muchos más los aciertos: el primero de ellos, situar el atentado en su contexto, explicar cómo fue posible, cómo pudo quedar impune. Hubo un evidente clasismo en la investigación. Eva Forest se salvó a cambio de entregar un chivo expiatorio: Mariluz Fernández. Su padre era un veterano comunista, toda la familia era o había sido comunista. A los dirigentes políticos de la policía les interesaba menos detener a los verdaderos culpables que neutralizar a la oposición democrática vinculando al partido comunista, que entonces era el que más destacaba, con el atentado. Los otros detenidos pertenecían a la burguesía intelectual y el matrimonio Sastre era bien conocido fuera de España. Una familia obrera de Mieres, uno de cuyos miembros era fácil de manipular, podía ayudar a una solución rápida y ejemplarizante, como la que se aplicó poco después con los últimos ejecutados del franquismo. Mariluz Fernández, un peón en las manos de la seductora y manipuladora Eva Forest, pudo ser uno de ellos. No importa que la policía no tardara en descubrir a los autores materiales, a la pareja que vino de Francia para dejar una bomba en una cafetería madrileña donde comían docenas de familias ajenas a lo que les esperaba. La policía española supo sus nombres, por confesión de Eva Forest, pero nadie les molestó en este medio siglo, y hemos tardado décadas en enterarnos de sus apacibles vidas en un pueblo cerca de Bayona: tuvieron hijos y nietos, ella trabajó en los servicios sociales, él realizó un importante trabajo como filólogo y llegó a ser vicepresidente de la Real Academia de la Lengua Vasca. Parece que uno de ellos, en 1975, fue detenido por la policía francesa por colgar carteles de propaganda de ETA; lo que hubieran hecho en España, sus manos manchadas de sangre, no les preocupaba a ellos ni parece que preocupaba en España.

            ¿Era inevitable que la amnistía de 1977 se aplicara a los autores del atentado de la calle del Correo? Para la principal autora, ni siquiera fue necesaria: meses antes de que se aprobara, ya estaba en la calle, proclamando su inocencia y rentabilizando su “martirio”. Mariluz Fernández fue liberada en abril del 77, poco después de la legalización del partido comunista.

            ¿Era inevitable aplicar la amnistía a los responsables de unos hechos especialmente sanguinarios que aún no habían sido juzgados? Parece que no: a los militares de la Unión Militar Democrática, por ejemplo, no se les aplicó y sus presuntos delitos sí que era políticos. ¿Puede considerarse delito político un atentado indiscriminado con víctimas mortales? Incluso en una guerra (suponiendo que hubiera entonces una “guerra” contra el franquismo), hay crímenes de guerra, que no prescriben.

            Xuan Cándano no juzga, expone, y deja bien a las claras la mayor o menor (o nula) intervención de cada uno de los procesados. El Estado español –sus servicios secretos, con abundantes fondos públicos-- se vengó de la muerte de Carrero ejecutando a Argala en territorio francés. El de la calle Correo fue un crimen sin castigo, al menos a los principales responsables, que además se permitieron el lujo de admitir su participación (Eva Forest se vanagloriaba de ella), cuando creían que era una hazaña revolucionaria, y negarla después como si esa mentira –que muchos en la izquierda lerda aceptaron acríticamente-- fuera otra hazaña revolucionaria.


martes, 3 de septiembre de 2024

La tertulia infinita

 

Jofre Casanovas (ed.)
Las voces de Quimera
Las mejores entrevistas literarias 
de la década de los 80

Montesinos. Barcelona, 2024. 

La revista Quimera tuvo un papel central en los años ochenta y noventa del pasado siglo; aún sigue publicándose, pero ya su presencia es casi testimonial.

Con una entrevista a Miguel Riera, que fue su fundador y primer director, comienza esta selección de entrevistas publicadas en la década de los ochenta. Muchas de ellas no han envejecido y las leemos ahora con el mismo interés que cuando se publicaron por primera vez. Hay abundante presencia de autores no españoles (la apertura al exterior fue una de las señas de identidad de la revista) y sigue siendo todavía un lujo escuchar a Milan Kundera charlando con Philip Roth o a Borges –el inevitable Borges-- con Susan Sontag.

Hay unas pocas entrevistas promocionales, que son las más perecederas. ¿Qué interés puede tener hoy el pormenorizado análisis que Juan Bonet hace de su novela Saúl ante Samuel, tan ilegible ahora como cuando apareció? ¿O la opinión de Umberto Eco sobre “la definición del significante en Lacan”, entre otros semióticos bizantinismos?

Pero se trata de contadas excepciones. Aunque no hayamos leído a Thomas Bernhard, o no nos entusiasme su incontinente y exasperada prosa, es difícil no sentirse conmovido con sus confesiones a Asta Scheib: “La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Ese es el mejor consuelo que me guardo en la manga”. Y junto a Bernhard, y no menos vulnerable, está Raymond Carver y sus lúcidas reflexiones sobre sobre el relato breve. Bastante más inteligentes que las de Alain Robbe-Grillet, promotor de un nouveau roman que pronto se convirtió en antigualla, sobre el realismo y la modernidad. Y también Jakobson que nos cuenta sus años de formación y los orígenes del formalismo ruso.

 Por lo general, las entrevistas biográficas son las que mejor resisten el paso del tiempo. Espléndido es el retrato que Ciro Bianchi Ross nos ofrece de Lezama Lima, un escritor que siempre fue ante todo un personaje, a pesar de su vida tan poco aventurera. Especialmente iluminadoras resultan las reflexiones de Toni Morrison: “La música era la única forma de arte que determinábamos nosotros. Eran los mismos músicos quienes decían a otros músicos si estaban preparados para salir al escenario. Ellos tomaban las decisiones, establecían los criterios. Este es el motivo por el que no hay músicos mediocres”. Eso no ocurría con la literatura, “siempre filtrada por la sensibilidad de los blancos”. Con la música, “los negros podían relacionarse con los demás negros sin utilizar el lenguaje del opresor”. James Baldwin coloca igualmente en primer plano el conflicto racial.

            Hay entrevistadores que convierten a la entrevista en una pequeña obra de teatro. El entrevistado es el protagonista, pero el entrevistador no se limita a formular preguntas, se convierte también en personaje. Hemos leído docenas de entrevistas a Jaime Gil de Biedma, siempre un conversador inteligente y el más lúcido analista de su propia obra, pero Gracia Rodríguez comienza por narrarnos su fracaso: “Una pared de monosílabos y de respuestas breves me puso al borde de las lágrimas durante los primeros minutos. Aquello definitivamente no salía y el teléfono no paraba de sonar. Gil de Biedma estaba cada vez más distante y menos interesado; no sabía, por supuesto, cuál era el lector ideal para su poesía, ingeniosísima pregunta que yo acababa de formularle; y la selección de estrofa, obviamente, dependía de cada caso. A veces uno la ensayaba como disciplina poética, otras era el propio ritmo del poema el que la imponía: No, naturalmente, no había ninguna diferencia entre escribir un poema para ser leído en voz alta o en silencio. Cada pregunta dejaba en mayor evidencia que no había ninguna pregunta a la que cualquier niño de diez años no hubiera podido responder”. Afortunadamente, algo cambió cuando ya parecía inevitable la catástrofe: “Tú no lo sabes, Jaime, pero te libraste de una buena: intentar consolar a una mujer con el maquillaje arruinado por las lágrimas es una tarea dura y desaconsejable”.

Muy distinto, pero también con su componente novelesco, es el encuentro de Luis Racionero con Carme Riera, en este caso los dos personajes conversan de igual a igual, o incluso con una cierta superioridad por parte de Racionero.

            La selección de escritores españoles va de los entonces ya clásicos –Torrente Ballester, Delibes, Buero Vallejo-- a los jóvenes que empezaban a destacar, entre ellos un Muñoz Molina que aún vivía en Granada y que acababa de obtener su primer éxito con El invierno en Lisboa o un Javier Marías que aún no había publicado Todas las almas.

Entre los poetas, no demasiado representados, el más joven es Jaime Siles, que entonces parecía uno de los nombres más representativos de la poesía considerada “como investigación lingüística”, novedad que había comenzado a dejar de serlo.

            Brillante y provocador, como no podía ser de otra manera, resulta Francisco Rico, el erudito de moda porque, como afirma el entrevistador, “es capaz de traducirse al lenguaje del día y utilizarlo en su propio beneficio” y es el único profesor que no parece un oficinista y se asimila a la “gente guapa”.

            Carmen Balcells no tiene inconveniente en manifestar unos prejuicios que, aunque en buena medida sigan vigentes, hoy pocos se atreverían a formular con tanta explicitud: “Si un día mi hijo me dijera que es homosexual, no sé cuál sería mi reacción, pero me temo que no me quedaría nada tranquila esperando que me presentara a mi nuera y que esta fuera un señor”.

            Un libro de entrevistas con algunos de los mejores escritores de nuestro tiempo es siempre una fiesta para el lector, una tertulia que no se acaba nunca. Asentimos muchas veces. “Es difícil que alguien llegue a ser un buen escritor –afirma Cynthia Ozick-- si no es consciente de que uno solo es un instante de un grandioso flujo humano, de que existen generaciones precedentes a las que seguirán otras en el futuro. Es decir, de que existe la historia”. Menos de acuerdo estamos cuando arremete contra los nuevos autores de éxito (hoy lo haría contra los que triunfan en las redes sociales): “Esos niñatos oportunistas se agarran al momento y no dicen nada más que yo, yo, yo, ahora, ahora, ahora. Como colegiales. Se puede narrar limitándose al yo y al ahora, pero eso no será nunca literatura”. O sí: como al campo, a la literatura es difícil ponerle puertas.

             

viernes, 23 de agosto de 2024

Andan en verso

 

Gatos (Antología poética)
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Las antologías temáticas tienen un gran inconveniente: convertirse en un centón indiscriminado. También una ventaja: nos permiten descubrir poetas en los que no suele repararse. La posibilidad de descubrimiento, y el riesgo de lo inane, se acentúa cuando se incluyen poemas inéditos solicitados para la ocasión.

            Los Gatos de Ricardo Álamo parece que han sido, en buena parte, cazados en la Red, sin tomar las precauciones necesarias. Eso explica referencias de procedencia tan curiosas como la que aparece al final del primer poema, “El pleito”, de Rubén Darío: Obras completas. El poema podría ser apócrifo, como los que circulan de Borges y de tantos otros, y el editor no hubiera sido capaz de detectar la superchería. En otro caso, ya sin disimulo ninguno, como ocurre con Luz Méndez de la Vega, se nos da la referencia de la página Web de la que ha sido tomado el texto, aunque de manera que pueda tomarse por el título de un libro: Poemas con alma.

            No quiere esto decir que haya que evitar el caladero de Internet a la hora de preparar una antología poética o cualquier trabajo de investigación literaria. Todo lo contrario, resulta imprescindible. Pero hay que saber utilizarlo. Comprobar la procedencia, discriminar, buscar textos fiables, complementar la información. Ricardo Álamo ha llenado de referencias enciclopédicas su prólogo (con algún lapsus: atribuye a Cortázar un conocido verso de Borges: “no son más silenciosos los espejos), pero no se ha tomado la molestia de averiguar algún dato de los poetas que incluye y eso explica que, a pesar de indicarnos expresamente que la selección se limite a textos escritos en español, nos encontremos con un poema del portugués Herberto Helder, tomando por original la traducción de José Luis Puerto. Indicar la fecha de la primera publicación del poema no es una superflua precisión erudita, tiene importancia para situar los textos en su contexto. No siempre los gatos gozaron de la consideración que tienen actualmente.

            Pero todos estos reparos, y algunos más que le pudiéramos poner, no le quitan en exceso valor a esta antología, llena de emocionantes sorpresas.

            Los tres poemas de Javier Salvago, un poeta que ha pasado de la desesperanza de sus primeros libros a la serenidad de la vejez, bordean casi todos los tópicos que hoy rodean la figura del gato, indiscutibles estrellas en las redes sociales. Un cierto sentimentalismo primario hay en poemas como “Zombi, mi gato negro” y “Aleluyas del ordenador y el gato”, el segundo de los cuales recupera la métrica de la poesía popular, pero eso no disminuye su emocionado encanto. Otro de sus poemas tiene un tono sentencioso sentencioso, con algo de libro de autoayuda, que explica su difusión anónima o atribuida a poetas de más renombre: “Amar a las personas / como se quiere a un gato: / con su carácter y su independencia, / sin intentar domarlo, / sin intentar cambiarlo, / dejando que se acerque cuando quiera, / siendo feliz / con su felicidad”.

            Si Javier Salvago ejemplifica uno de los extremos de la poesía dedicada a los gatos, la más popular, también la más convencional, uno de los textos inéditos que se incluyen, “Nana”, de José Luis Piquero, impactante como un puñetazo, cortante como un cuchillo bien afilado, puede representar el otro: nada más ajeno al tópico que este poema que habla del fin amargo de una relación y de la muerte de un gato. Pocas veces el uso de la elipsis habrá resultado tan eficaz. Solo por este poema valdría la pena hacerse con la antología.

            Pero hay muchos más hallazgos y gratos reencuentros. Aquí está –no podía faltar-- el “Gato” de Víctor Botas, en el que basta una palabra, la última, para cambiar el sentido de todo lo anterior. También los versos doloridos de José Luis Parra (“vergüenza de ser hombre / y no precisamente de los mejores”) o de Antonio Rivero Taravillo que contrastan con el decir aleixandrino o rubeniano de Alejandro Duque Amusco: “Nadie osaría acariciar tu lomo de reina indiferente / con tu porte de ingrávida criatura que a otra / esfera más elevada y grácil te conduce, majestuosa, displicente, altiva”. Suenan más a Rubén los versos de Duque Amusco que los que se incluyen del propio Rubén, y que inician la antología, escritos a la manera de los fabulistas del XVIII.

Junto a los poemas, con buen criterio, se incluyen letras de canciones: “A mi casa llega un gato”, de Violeta Parra, y más sorprendentemente “Mi gata Luna”, de Cecilia. Quizá habría sido necesario hacer una referencia a ello en la nota previa a la edición. Lo mismo que a la ausencia de ciertos clásicos poemas gatunos –alguno de ellos se cita en el prólogo--, firmados por Borges, Neruda o Darío Jaramillo, debida muy probablemente a problemas con los derechos de autor.

Entre los tipos de trabajos particularmente ingratos, como corregir pruebas o preparar bibliografías (por mucho que nos esforcemos, siempre habrá alguien que, al primer vistazo, señale una errata o un título importante que falta), puede incluirse el de antólogo. Cualquier selección es tan enojosa de preparar como fácil de desbaratar señalando lo que sobra y lo que se ha dejado fuera.

Pero falte lo que falte y sobre lo que sobre (inexplicable resulta que Héctor Yánover sea el poeta más representado, y con textos bien mediocres), Gatos es un benemérito centón –algo más de cien poemas de casi cien autores-- en el que ningún amante de los gatos, o de la poesía, dejará de encontrar dispersas y emocionantes maravillas.

miércoles, 21 de agosto de 2024

Testimonio personal

 

Eduardo Sánchez Gatell
El huevo de la serpiente.
El nido de ETA en Madrid
Betagarri Liburuak. Vitoria, 2024.

El 13 de septiembre de 1974 –pronto hará exactamente medio siglo-- tuvo lugar uno de los más sangrientos atentados de la historia de España: una bomba estalló en la cafetería Rolando, en la calle del Correo, junto a la Dirección General de Seguridad, causando la muerte de trece personas y heridas a más de ochenta. Ninguna organización reivindicó el atentado, aunque había pocas dudas de su autoría, y durante un tiempo se hizo correr el rumor de que había sido obra de la extrema derecha.

            Desde la publicación del libro de Lidia Falcón, Viernes y 13 en la calle del Correo, se sabe con certeza que la planificación corrió a cargo de Eva Forest, quien contó con la colaboración de ETA y de diversas personas relacionadas con la oposición franquista, aunque estos últimos no siempre lo hicieron de manera consciente.

            Pero quedan muchas dudas sobre por qué, tras una rápida y eficaz, aunque poco escrupulosa, intervención policial, no se concluyó el sumario, los detenidos fueron poco a poco siendo desvinculados del caso y a los que quedaron se les aplicó la amnistía de 1977 (una amnistía, por cierto, que hoy sería recurrible ante organismos internacionales si hubiera alguien –que no lo hay-- interesado en ello).

            En El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, uno de los detenidos, Eduardo Sánchez Gatell, que entonces tenía diecinueve años, nos ofrece su testimonio de aquellos años. Un testimonio personal: quiere contar solo lo que ha vivido. Esa es la intención declarada más de una vez, pero no se atiene a ella. Su testimonio está sesgado al pretender encajar los hechos en una tesis que ya se manifiesta en el título, no demasiado acorde con el contenido.

            Desde un punto de vista humano, el libro resulta emocionante y conmovedor: la violencia en los interrogatorios, los largos días de incomunicación, la convivencia carcelaria son narrados con precisión y verdad.

La madre de Eduardo Sánchez Gatell es la poeta Angelina Gatell y en su poesía completa están los sonetos que dedicó a su hijo cuando cumplió veinte años en la cárcel. Se reproducen en este libro y es difícil leerlos sin sentir un nudo en la garganta.

            Pero la tesis es falaz. La historia sanguinaria de ETA no nació en Madrid, allí no estaba el nido de la serpiente, aunque contara con colaboradores que les permitieron llevar a cabo su más exitosa acción (el atentado contra Carrero Blanco) y su mayor fracaso (el de la calle del Correo). En opinión de Sánchez Gatell, “ambos atentados tenían idénticos objetivos: provocar una enorme reacción represiva del régimen que matara dos pájaros de un tiro”: impedir un cambio “democrático burgués” y empujar a la ciudadanos a “confiar en los grupos armados como única solución a la salida del franquismo”. Pero para ETA el segundo atentado, que ocasionó víctimas indiscriminadas, fue un error del que trató de desvincularse (solo lo reconocería muchos años después, en el último momento) y ocasionó una escisión en el grupo. Quien estaba orgullosa de ese atentado era Eva Forest, para quien no había sido un error, sino un gran logro, y uno de los más fieles seguidores de Eva Forest, hasta la ruptura ya en la cárcel, fue Eduardo Sánchez Gatell. Le preparaba para la lucha armada, para los atentados violentos, y él se dejaba llevar.

            Ya su primera detención, todavía en el instituto, se debió a que asistió a una asamblea, con una barra de metal envuelta en papel de periódico, “como autodefensa”. Eva Forest le entregaría un Manual del guerrillero urbano y “una bolsa con una pistola calibre 7,65 que debía llevar a casa para aprender a montarla y desmontarla, cargarla, etc., para familiarizarme con ella”. Otra vez le entregó dos pistolas para que las guardara. Cuando ya le vio suficientemente formado, le encargó su primera acción: robarle el arma a algún policía. Sánchez Gatell encontró su objetivo: un guardia urbano al que vigiló en su puesto y siguió hasta su casa. Pero encontró dificultades para llevar a cabo la acción y lo consultó con Eva. Con encomiable sinceridad, copia el diálogo que mantuvieron: “—Tendríamos que ser dos, le dije. –Esa es una operación para un solo hombre. –Pero ¿y si no se deja quitar el arma y se resiste? –Le disparas y corres al metro, en el metro no hay quien te coja. –Pero si entra alguien en ese momento. –Le disparas también”.

            A pesar de eso, y de otros indicios sobre cómo se las gastaba su mentora, siguió colaborando con ella y acató su orden de vigilar el coche del periodista Alfredo Semprún para preparar un atentado que acabara con su vida. El sesgo que distorsiona los recuerdos le hace acentuar la caricatura de los miembros de ETA, a uno de los cuales, el Txapu, no tuvo inconveniente en alojar en su casa y con los que salió a las afueras de Madrid a hacer prácticas de tiro. Le decepcionaron: “¿Estos eran los héroes revolucionarios? ¿los libertadores de los que Eva y Alfonso llevaban hablándome durante años? Conocer a los tres durante estos días de julio, hablar con ellos, escuchar sus opiniones… fue un gran decepción para mí”.

            No parece que la decepción fuera tan grande. Eva le comentó que se estaba preparando una acción “mejor que lo de Carrero”. Él sabía que iba a ser en la Dirección General de Seguridad, ya que de ello se había hablado varias veces: “De hecho, Eva me había contado que en cierta ocasión fingió un desmayo en la puerta de la calle del Correo, precisamente, y que la habían metido dentro y la habían atendido en las mismísimas dependencias de la Brigada Político Social. Afirmaba que no era tan difícil introducir un paquete”. Sánchez Gatell apostilla: “Los delirios de Eva eran cada vez más evidentes”. No parece que entonces lo fueran tanto para él puesto que siguió colaborando. “Mi interesé por el riesgo de víctimas inocentes”, añade, “algo que me obsesionaba especialmente desde la conversación con el Txapu en casa” (más debían preocuparle conversaciones con Eva). Ella le contestó riendo: “La acción puede resultar bien o muy bien”. Llegó el viernes 13 y sabía que algo importante iba a ocurrir: “Estaba nervioso esperando noticias. Cuando la televisión empezó a dar cuenta del atentado, no daba crédito”. ¿No daba crédito? Pues todos los indicios que tenía –a juzgar por lo que él cuenta en su libro--  apuntaban a esa posibilidad.

            Encomiable sinceridad la de Eduardo Sánchez Gatell al escribir este ensayo de autocrítica. Él, cuando era joven, creía en la necesidad de la lucha armada. Fue la cárcel la que le hizo reflexionar, romper con sus tóxicos mentores intelectuales, seguir participando en política pero ya desde presupuestos democráticos. Cometió errores, pagó con creces por ello.

            No es necesario caricaturizar, como él hace, a los miembros de ETA con los que colaboró en aquellos años: con las mejores intenciones y con la mayor preparación intelectual (el talento y la cultura de Eva Forest y Alfonso Sastre resultan innegables) se pueden cometer las mayores barbaridades.