jueves, 23 de febrero de 2012

Vicente Gallego: Bondad, verdad, alegría


Vicente Gallego
Mundo dentro del claro
Tusquets. Barcelona, 2012.


Detrás de las Odas elementales de Pablo Neruda estaba la teoría del realismo socialista, que sirvió de punto de partida a tanta literatura esquemáticamente panfletaria; detrás de Mundo dentro del claro de Vicente Gallego, que puede considerarse como unas nuevas y fascinantes “odas elementales”, se encuentra una doctrina religiosa, la de la “conciencia viva”, producto de una especie de revelación de la que dejó constancia en su libro anterior, Si temierais morir. Pero en poesía lo que menos importa es el punto de partida; cualquier trampolín puede servir para el salto; el poema, cuando lo es de verdad, está más allá de las intenciones del autor, y las minuciosas explicaciones de San Juan de la Cruz a su “Cántico espiritual” o a su “Llama de amor viva” no hablan en realidad de sus versos, sino que los toman como pretexto para hablarnos de otra cosa.
            Buena parte de los poemas del nuevo libro de Vicente Gallego se originan en una mínima anécdota cotidiana: una rama de hinojo encontrada al borde de un camino, el saludo de un viejo agricultor, la visita a un amigo enfermo, la callada conversación de dos amigos, un olivo centenario, un puesto de mejillones en el puerto, unos niños que se bañan en el río.
            Entre esos textos más extensos, se intercalan otros a medio camino entre la inscripción y el himno, entre la anotación sapiencial y la casi mera interjección. Ejemplo de lo primero encontramos en la poética titulada “Con el hueso”; de lo segundo, en “Canta”, otra poética: “Suavidad de este aire, / beso audaz de la tierra, / perdón claro del fuego, / abismo de la luz, / murmullo de las aguas, / ¿no ha de alzarse mi estrofa? / Crece en mí, voz del pasmo, / canta en mí, vida mía”.
            Los poemas de Vicente Gallego buscan la trascendencia desde la aparente insignificancia, no dudan en bordear la falacia patética. “En esta alcoba nuestra del cariño” narra la visita a un amigo (por la dedicatoria y las referencias internas del poema, sabemos que se trata de Francisco Brines) ingresado en una clínica. ¿Cómo evitar el convencional poema de homenaje, la mera efusión sentimental? Vicente Gallego lo consigue, quizá porque no hace nada por evitarlo.
            En más o menos vistoso apunte costumbrista podía quedarse “Puesto de mejillones (Valencia, Poblados Marítimos)”, quizá el texto más cercano, con sus precisas y sugerentes metáforas, a las odas nerudianas: “Verano, ahora te veo enteramente, / estás sobre la mesa que a la puerta / de su casa dispone el pescador, /al lado de los platos / de bronce y de las pesas / de una vieja balanza, entre limones, / donde chispea el fresco cargamento: / mejillones miniados / por las barbas rubiáceas de la mar”. Los mejillones son “negra luz en racimo de la infancia”, “ojos ciegos rasgados”; en el murmullo rugoso de sus surcos traen grabada “la canción misteriosa del azul”.
            El denostado escorpión, en el poema así titulado, se convierte en símbolo de la imposible búsqueda del amor: “Pero a mí no me engaña tu aguijón: / tu buscas tus ternuras como todos, / perseguidor de afectos entre piedras. / aunque te haga la furia de tu beso / señor de soledades. / Las tenazas levantas, pesaroso, / como el que ofrece flores / y no sabe a quién darlas, / y se secan, / porque nadie las quiere”.
            De realismo metafísico podrían calificarse estos poemas, que se inician con una cita de Claudio Rodríguez, pero que no dejan sobre todo de mostrarse herederos del despojado materialismo de César Simón y del Francisco Brines menos elegíaco. De un poeta hermano, Miguel Ángel Velasco, se traza una conmovedora etopeya, una de las cumbres del libro, que lo aproxima a los héroes homéricos (“Tras una relectura de La Ilíada” se titula otro de los poemas memorables del libro).
            En la oda “A Felipe Ruiz”, Fray Luis de León se preguntaba cuándo podría abandonar esta prisión para volar al cielo y allí “contemplar la verdad pura, sin velo”, ver “distinto y junto”, “en luz resplandeciente convertido”, “lo que es y lo que ha sido, / y su principio propio y escondido”.  Las preguntas que en ese poema se hace Fray Luis de León ya parece habérselas respondido Vicente Gallego. Él se las formula irónicamente al “gallinero de vanos pensamientos”, a la “torpe ciencia”: “Decidme, si podéis, / cuatro cosas que quiero yo saber: / ¿quién puso nombre al mar, / cómo fue que los cielos lo abrazaron; / y el que en él navegaba haciendo cuentas, / en qué puerto guardó vuestras alhajas?”. La razón es poca cosa ante el saber verdadero, la “conciencia viva”, que ha descubierto el poeta valenciano.
            Pero el predicador –que no dejaba de estar presente en la segunda parte de Si temierais morir— rara vez aparece en Mundo dentro del claro y el místico que gusta de las paradojas no le vuelve la espalda a la realidad, todo lo contrario, nos permite verla con inmenso amor e hiperrrealista precisión.
            La evolución personal de Vicente Gallego podía haber llevado su poesía hacia el sermón más o menos zen y el libro de autoayuda. Afortunadamente no ha sido así. Con los buenos sentimientos no suele hacerse buena literatura; la bondad y la alegría no son los ingredientes más habituales del poema. Este libro constituye una excepción, una rara, inexplicable, quizá irrepetible excepción.

1 comentario:

  1. Este si lo he leído y me parece un libro excelente, tal vez (no he leído todo del autor) el mejor libro de Vicente Gallego.

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