martes, 13 de noviembre de 2012

Paul Preston: El traje nuevo del emperador


Paul Preston
Juan Carlos. El rey de un pueblo
Debate. Barcelona, 2012


Paul Preston es un prestigioso historiador, bien conocido por sus trabajos sobre la España de los años treinta y la represión que siguió a la guerra civil, pero en su biografía de rey Juan Carlos no parece actuar como historiador, sino como mero divulgador. Ello resulta muy patente en el nuevo capítulo, “Los peligros de la rutina o el auge del Fénix”, que añade a una obra publicada inicialmente en el 2003, en un momento de máximo prestigio de España y de su monarca. Una década después el deterioro de ambos resulta innegable. De un historiador esperaríamos algo más que un resumen de lo que la prensa ha publicado sobre el rey. Pero a eso es a lo que se limita Paul Preston. Miramos las notas y todas son de este tenor: “El País, 22 de abril de 2012”, “Abc, 23 de mayo de 2004”, con alguna referencia a El Mundo o Público. El afán de estar al día le lleva a justificar una información de la Agencia Tributaria sobre los negocios de Urdangarín con la siguiente nota: “El Mundo, 18 de noviembre de 2012”.  Nos imaginamos que será una errata. En cualquier caso, da la impresión de que Paul Preston seguía resumiendo la prensa incluso mientras el volumen estaba en pruebas.
            Aunque Preston no aporte ni un dato nuevo,  no se haya tomado la molestia de investigar, lo publicado en la prensa basta y sobra para que la imagen del rey sufra en esos años un cambio radical. Paul Preston, que escribe una biografía no oficial pero favorable al monarca, no puede disimularlo. Trata de no hacer juicios de valor, pero los hechos hablan por sí solos. De esta manera refiere el asunto de Botsuana: “Aunque primero se pensó que el safari de lujo había sido pagado a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado, después se supo que quien pagó la cacería, el avión privado y el campamento fue el empresario Mohamed Eyad Kayali, representante de la Casa Real de Arabia Saudí en España, hombre de confianza del príncipe Salman. Como se afirmó que tuvo un papel determinante en la adjudicación del AVE Medina-La Meca a empresas españolas, eso parecía diluir algo las críticas a la cacería en su coste si no en su ética”.
Hay dos delitos, los de cohecho y cohecho impropio, que después del asunto de los trajes de Francisco Camps, todos tenemos muy claros. Informar de ese sustancioso regalo, que nadie ha desmentido, supone acusar al rey de uno o de otro delito. Que no se le pueda juzgar, como a Berlusconi o a Chirac no se les podía juzgar mientras ocuparan sus cargos, en nada desmerece la gravedad de los hechos.
            Pero no solo en el último capítulo del volumen hace Paul Preston dejación de sus responsabilidades como historiador. Ya en el primero nos cuenta que la ruptura del matrimonio de Alfonso XIII y Victoria Eugenia no se debió a las reconocidas infidelidades del rey (que tuvo múltiples relaciones ocasionales y alguna relación estable), sino a la infidelidad de la reina: “No mucho después de instalarse en Fointeneableu, el rey reprochó a la reina la intimidad de su relación con el duque y la duquesa de Lécera, que la habían acompañado al exilio. El matrimonio del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agredo de Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la reina. No obstante los persistentes rumores, que mortificaban a Alfonso XIII, la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes. Sin embargo, cuando el aburrido Alfonso XIII inició una nueva relación amorosa en París y la reina se lo reprochó, intentó desviar el ataque echándole en cara su nueva relación con Lécera. Ella la negó pero, al ir caldeándose el ambiente, Alfonso le exigió que eligiera entre él y el duque. Temiendo perder el apoyo de los duques, del que había llegado a depender, la reina respondió, según propio testimonio, con las fatídicas palabras: ‘Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara en la vida’. Nunca se retractó”.
El guionista de un culebrón televisivo no lo podría haber hecho mejor. ¿No podría Preston ser un poco menos ingenuo y cuestionar las obras de divulgación que toma como fuente? ¿Quién fue el testigo de esa acalorada discusión entre el rey y la reina? ¿Algún sirviente indiscreto? ¿Y no estaba ya la reina lo suficientemente acostumbrada para no reprocharle al rey ninguna nueva relación amorosa? Paul Preston concluye el párrafo con un rotundo: “Nunca se retractó”. Pero pocas páginas más adelante escribe: “Ella y su marido habían estado separados de hecho durante más de un decenio pero, a medida que la salud del rey fue deteriorándose, empezaron a pasar más tiempo juntos”. O sea que sí se retracto, si esta última afirmación es cierta.
            Paul Preston utiliza acríticamente cualquier fuente sin importarle las contradicciones. En la página 85 se basa en el testimonio de Aurora López Delgado, una de las profesoras del príncipe, para señalar que a los diez años su lectura predilecta era Platero y yo, libro que le acompañaba en sus paseos. Para la profesora, don Juan Carlos mostraba “una clara propensión hacia las humanidades”  y sentía “una precoz predilección por filósofos franceses como Descartes y Rousseau”.  Sin poner en cuestión estas afirmaciones, unas páginas más adelante, cuando se refiere a la estancia de Juan Carlos en la Academia Militar de Zaragoza, escribe: “Su biblioteca era reducida: unos pocos libros de texto y, junto a su cama, solía verse una novela de Marcial Lafuente Estefanía de la colección Rodeo de Historias del Oeste, muy leídas en aquel entonces”. Pasar de Juan Ramón Jiménez, Descartes y Rousseau a Marcial Lafuente Estefanía no es poca evolución.
            Un mal libro de historia este Juan Carlos. El rey de un pueblo, pero una lectura apasionante. Entre las líneas de la historia oficial se dibuja otra historia. La de un niño maltratado, por ejemplo. A los ocho años le envían a un internado y el padre prohíbe a la madre, no ya que le visite, sino siquiera que le llame por teléfono, “para fortalecer su carácter”. Un niño que se pasó la vida buscando sustitutos de la figura del padre y que, al final, la encontró en el general Franco, que le quiso tanto como odió a don Juan. Un adolescente atolondrado que, jugando con una pistola, dio muerte a su hermano menor, Alfonso, el más querido de la familia, en un incidente nunca aclarado, y que tuvo que escuchar a su padre decirle: “Júrame que no ha sido a propósito”. Si es verdad esa frase (y Paul Preston la da por cierta), ¿cómo no sentir piedad por un hombre del que su padre ha sido capaz de pensar algo semejante?

2 comentarios:

  1. Preston está sobrevalorado. Escribir mucho sobre un tema no te hace saber sobre él.

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  2. Creo que tiene libros mejores. Este no pasa de centón acrítico.

    JLGM

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