Gerardo Diego y la Fábula de Alfeo y Aretusa de Pedro Soto de Rojas
Rosa Navarro Durán
Fundación Gerardo
Diego. Santander, 2013
Rosa Navarro Durán parece haberse especializado en desvelar
misterios de la historia literaria. Le puso nombre al autor del Lazarillo, trata de arrebatarle a la
literatura medieval catalana una de sus obras más emblemáticas (el Curial e Güelfa, que no sería sino un
pastiche decimonónico) y acaba de aclarar los enigmas que rodeaban a un
manuscrito encontrado y perdido, perdido y encontrado en la biblioteca
santanderina de Menéndez Pelayo.
La historia
es curiosa y daría para una novela de esas que quizá algún día Rosa Navarro
Durán se decida a escribir. En 1919, un joven poeta y aspirante a catedrático,
Gerardo Diego Cendoya, encuentra un manuscrito del siglo XVII, al que faltan
algunos versos y el nombre del autor, de estilo gongorino y sorprendente
calidad literaria. Copia a mano sus casi mil versos, no siempre de fácil
lectura, y le dedica un erudito comentario. No publica el poema ni tampoco su
estudio, pero los presenta al tribunal de oposiciones y figuran entre los
méritos por los que se le concede la cátedra de Lengua y Literatura castellanas
en el instituto de Gijón (se explican así las reticencias con que acompaña sus
elogios de Góngora, “un gran poeta equivocado”: no quería asustar al tribunal).
No volvió
acordarse más el poeta de esos trabajos juveniles, y solo en 1999 se percató de
ellos Elena Diego, encarga de su legado. Tras avatares varios, a finales del
2011 llegan a las manos de Rosa Navarro Durán, quien tras leer la copia del
poema al que Gerardo Diego puso el título de “Fábula de Alfeo y Aretusa” se da
cuenta de que no es un poema más, sino la obra de un gran poeta. Y no tarda en
ponerle nombre al anónimo: se trataría nada menos que de Pedro Soto de Rojas,
un poeta que fascinó a los poetas del 27, y especialmente a García Lorca, casi
tanto como Góngora.
Todo el
trabajo detectivesco de la investigadora acredita a una lectora de agudeza y
competencia literaria poco comunes. Tras establecer las numerosas concordancias
entre el poema y las obras de Góngora posteriores a 1613, que lo confirman como
de un talentoso y aplicado discípulo, lo relaciona con las obras de Pedro Soto
de Rojas y encuentra abundantes puntos en común. El más significativo es el que
se refiere a Arismaspo, que en el poema alude a un río (lo mismo que en las
menciones que de él hace Soto de Rojas), pero que en realidad es el nombre de
un pueblo mítico de la antigüedad (la confusión, en la que incurrieron algunos
humanistas, proviene de la lectura errónea de un pasaje de Lucano).
Leyendo la
erudita taracea de Rosa Navarro Durán a menudo nos olvidamos del fin que
persigue –demostrar la autoría de un determinado poema– y nos dejamos llevar
por el asombro al descubrir tantas mínimas maravillas en cada una de sus citas.
No es raro que Góngora y sus discípulos fascinaran en los años veinte, cuando
tanto se valoraba el ingenio; muchos de sus versos, aislados del contexto,
funcionan como espléndidas greguerías. Pero también hay casos en que Soto de
Rojas tiene la contundencia de Quevedo: “No es la vida a la muerte diferente, /
pues nacen con el hombre mano a mano, / de un parto, pie con pie, frente con
frente”.
Pero, si no
nos dejamos deslumbrar por el prodigioso y sutil desmenuzamiento de los poemas,
no tardamos en percatarnos de que el método que Rosa Navarro Durán utiliza para
demostrar la autoría de los textos no acaba de parecer enteramente convincente.
¿Qué resultados daría una comparación igual de minuciosa con la obra de otros
discípulos de Góngora? ¿No encontraríamos también múltiples coincidencias?
Y si
resulta tan evidente la relación del poema con la obra de Soto de Rojas, ¿por
qué no se percató Gerardo Diego? Es posible que en 1919, cuando lo menciona
“entre la pléyade de imitadores de Góngora”, no conociera bien su obra, pero
pronto se convertiría –junto con Lorca–
en uno de sus más fervorosos admiradores. Rosa Navarro Durán cita, muy
atinadamente, un pasaje de la reseña de Presagios
publicada en la Revista de Occidente en 1924. En ella, nos
cuenta sus encuentros en la Biblioteca
Nacional con Pedro Salinas y cómo le mostró “unos deliciosos
versos de Pedro Soto de Rojas, espléndido poeta oscurecido del siglo XVII”. No
es posible que hubiera olvidado su copia del anónimo poema, que poco antes
había presentado como mérito en unas oposiciones y que amorosamente guardó toda
su vida. A la poesía de Soto de Rojas se refirió una y otra vez en numerosos
artículos (la última mención es de 1979) y nunca la asoció con la del anónimo
poema.
Por otra
parte, Rosa Navarro Durán afirma rotundamente: “La Fábula de Aretusa es un texto autógrafo de
Pedro Soto de Rojas”. Un texto inacabado, con anotaciones al margen que nos
permiten adentrarnos en el taller del poeta.
En ningún
lugar se nos indica, sin embargo, si existen o no otros autógrafos de Soto de
Rojas. Si existieran, un análisis grafológico disiparía todas las dudas sobre
la autoría. Pedro Soto de Rojas (1584-1658) fue primero canónigo en la iglesia
de San Salvador, en el Albaicín, y luego abogado de la Inquisición , ¿no se
conserva de él ningún documento autógrafo? Rosa Navarro Durán no nos dice nada
al respecto, pero en un juicio de autoría esa sería la prueba fundamental; las
demás, un buen abogado las desecharía como circunstanciales (aunque su
abundancia casi nos despeje cualquier duda).
Pero el
manuscrito perdido y encontrado es algo más que un pretexto para este
espléndido ejercicio de detectivesca erudición. Es, antes que nada, una fábula
mitológica que no desmerece en ninguna antología de los poemas extensos del
siglo de oro. Cierto que no es tan fácil entrar en estos versos como en un
soneto de Quevedo o en una letrilla de Lope. Tenemos previamente que acomodar
nuestra manera de leer, no desanimarnos porque no entendamos todas las
referencias mitológicas, dejarnos llevar por la magia, por la sorpresa, por el
deslumbramiento que supone casi cada verso. Y qué maravillosa sensualidad –ni
Góngora la iguala– la del pasaje en que se describe cómo la ninfa Aretusa se
desnuda poco a poco, creyéndose sola, para bañarse en la aguas del río Alfeo,
que es precisamente el dios enamorado de ella. Como lo está el poeta, que
parece paladear cada sílaba; como lo estamos nosotros, los lectores de este
inédito “paraíso cerrado para muchos”, de estos nuevos “jardines abiertos para
pocos”, para decirlo con el título de la obra mayor de Pedro Soto de Rojas.
Me considero ciudadana media americana: no voto y creo en la democracia, en la libertad y en mi presidente.
ResponderEliminar© María Taibo