jueves, 3 de abril de 2014

Azorín y el encanto de los libros viejos


Libros, buquinistas y bibliotecas
Azorín
Edición de Francisco Fuster
Fórcola. Madrid, 2014

El periódico, como resulta bien sabido, es a menudo la antesala del libro. Buena parte de la mejor literatura de los siglos XIX y XX, antes de reunirse en volumen, fue apareciendo en los diarios o en otras publicaciones periódicas, desde las Leyendas de Bécquer hasta algunas de las novelas últimas de Valle-Inclán, por no hacer referencia a autores como Julio Camba, cuya obra entera se publicó primero en la prensa diaria.
            Conviene no confundir los libros de origen periodístico que son una mera colectánea de piezas sueltas y los que forman con ellas una unidad de orden superior.
            Al segundo tipo, corresponden algunos de sus títulos más inolvidables en la obra de Azorín: Castilla, de 1912, o Al margen de los clásicos, de 1915. Al primero, bastantes de los títulos elaborados, ya en vida del escritor, por José García Mercadal o Ángel Cruz Rueda, aunque en muchos casos buscaran una unidad temática. A medio camino entre una y otra se encuentra el sugerente Libros, buquinistas y bibliotecas, que ha preparado un diligente rebuscador de tesoros perdidos en las hemerotecas, Francisco Fuster.
            Para el lector distraído (y para el erudito, que casi siempre es un lector desatento a los valores literarios de los textos que estudia) ambas clases de obras no se diferencian en nada, ambas reúnen artículos publicados previamente en la prensa.
            Francisco Fuster inicia su selección con un texto muy menor y circunstancial, que no anima a seguir leyendo, aunque ya fuera incluido en Con bandera de Francia (1950). Nuestra impresión no cambia hasta que no llegamos a “Meditación ante una imprenta”, aparecido en La Prensa, de Buenos Aires, e inédito en volumen hasta la fecha. Como estas, hay un puñado de espléndidas páginas azorinianas en este volumen –a la altura de las mejores suyas–, bastantes de las cuales nunca habían sido recopilados. Pero se entremezclan con otras que hoy solo tienen el valor de una curiosidad histórica.
            Azorín no cuenta actualmente con demasiados lectores, aunque sí con un puñado de fervientes admiradores (uno de ellos, Andrés Trapiello, firma el prólogo). Es cierto que escribió mucho, a lo largo de sesenta años de vida activa, y que no todo lo que escribió está, como no podía ser de otra manera, a la misma altura. Pero es uno de esos escritores que no se agotan nunca por mucho que lo frecuentemos. Superado el previsible tedio de las páginas iniciales (conviene no empezar por ellas), pronto nos dejamos seducir por su encanto. Y nos vuelve a llenar de asombro su sentido común, esa virtud tan escasa entre los intelectuales.
            Ni las bibliotecas ni las librerías españolas fueron siempre lo que son hoy. Una pieza maestra de la literatura satírica es “En la Biblioteca”, de 1905, el relato de una visita a la Biblioteca Nacional, donde todo estaba minuciosamente planificado para proteger a los libros del contacto con los lectores. Algo semejante ocurría en las librerías españolas de entonces. Una de las ventajas de las librerías de viejo frente a las de nuevo era que en las primeras se podían hojear libremente los libros; en las segundas, no. Azorín insiste una y otra vez en la ventaja comercial de dejar entrar al simple curioso, al que no busca ningún título concreto, como ocurría en las francesas (de Francia, tomada siempre como modelo, se habla casi tanto como de España en estas páginas): “el mayor inconveniente, la mayor rémora del comercio de libros en España” consiste en que “un desconocido, un transeúnte, no puede penetrar en una librería para ver lo que hay, sin deseo de comprar”. Aunque hoy nos parezca increíble, los libreros españoles tardaron en comprender que “el deseo de comprar surge a la vista de los libros”, como los bibliotecarios españoles que su misión no era solo custodiar los libros, sino hacerlos accesibles.
            El sentido común de Azorín le lleva a decir cosas que todavía sorprenden. Un ejemplo: “¡Cuántas correcciones de faltas de ortografía le debe a los tipógrafos el autor de estas líneas!”. Me imagino el pasmo de tantos profesores ante semejante confesión. ¿Las faltas de ortografía no eran propias de los jóvenes de hoy que no leen nada? Azorín añade algo obvio, pero que nadie había dicho antes que él, ni quizá después, que las faltas de ortografía pueden ser debidas al exceso y multiplicidad de lecturas: “Quien esté leyendo en italiano, por ejemplo, días y días, Omero sin ‘h’, es fácil que se incline, al escribir este nombre en español, a ponerlo, no tal como nosotros lo escribimos, Homero, sino a la manera de Italia. La ortografía no ha estado fijada sino hasta tiempos recientes; todos los escritores antiguos escriben con pintoresca desigualdad. ¿Cómo podrá librarse de tantas y tan encontradas sugestiones, al poner la pluma, en el papel, quien lea frecuentemente a los antiguos?”
            Cuánta sensatez, cuánta inteligencia hay en unas páginas que en un principio pudieron parecernos apolilladas. Cuánta sutileza al hablar de los distintos tipos de lectura, de las varias clases de bibliotecas, de la secreta vida de los libros.
            Nunca le agradeceremos bastante a Francisco Fuster este rescate. Con buen criterio, señala al pie de cada artículo el lugar y la fecha de su primera aparición, pero no indica si fue luego o no recopilado en libro. En la nota inicial se limita a decir que veinte de los cincuenta artículos son inéditos y que la mayoría aparecieron inicialmente en La Prensa. Otros –añado yo– proceden de ABC (“De un transeúnte”, “Una opinión”, “Grados de la cultura”), La Vanguardia (“Libros, libritos viejos”, “En la feria de los libros”, “Los libros”) o Luz (“Bibliotecas”). Poco habría costado indicar, al pie de cada artículo posteriormente recopilado, el título de esa recopilación, y algunos lectores se lo agradeceríamos.
            Sorprende, por otra parte, una frase de la nota inicial: “En relación a la ortografía, y con el ánimo de alterar en lo mínimo el espíritu y la forma del texto salido de la pluma de Azorín, he respetado el original siempre que ha sido posible”. Convendría que nos indicara cuándo no lo ha respetado, y por qué razones.
            Pero son, por supuesto, reparos menores. Como que el volumen habría ganado con los artículos en orden cronológico, sin división en partes (iríamos viendo así, no solo la evolución del autor, también la de nuestro país en relación con los libros). Pero tal como está resulta imprescindible para cualquier lector de hoy que no resulte inmune al encanto de los viejos libros.

3 comentarios:

  1. nice...
    can you tell me about Gabriel José García Márquez?
    thanks

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  2. No sé en este caso, pero en otros prólogos de Trapiello que he leído creo que tiende a caricaturizar, lo cual me irrita.

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