Virgen de proa
Alejandro Bekes
Pre-Textos. Valencia,
2015.
En poesía la obra literaria es el poema, no el libro de
poemas. Los grandes poetas españoles de la época clásica –de Garcilaso o Fray
Luis a Góngora o Quevedo– no reunieron sus poemas en volumen; esa labor quedó
en mano de otros. Pero los libros de poesía contemporánea no son, o no
pretenden ser en la mayoría de los casos, una mera recopilación, sino algo más
que la suma de sus partes. Cántico, de
Jorge Guillén, ejemplifica a la perfección lo que queremos decir. Incluir o no
un poema en una recopilación, colocarlo en un lugar o en otro, es también un
trabajo estético, que suele hacerlo el propio poeta en funciones de editor y
crítico de sí mismo, pero que puede hacerlo una persona distinta (pensemos en
las antologías) y que puede hacerse bien o mal.
En Virgen de proa, el poeta Alejandro Bekes
–no solo poeta, también espléndido traductor y estudioso de la literatura– nos
parece que no ha hecho del todo bien. Si menos es más, según el famoso dicho
que está en la base de la estética minimalista, más resulta a menudo menos:
cuatro poemas de estética y contenido muy similares valen menos que uno; no
suman, restan.
Si los
cerca de doscientos poemas (algunos agrupados en series) que integran Virgen de proa se hubieran reducido a
cuarenta o cincuenta, resultaría más fácil para todos los lectores darse cuenta
de que nos encontramos ante uno de los grandes nombres de la poesía
contemporánea en lengua española Un poeta
a contracorriente, especialmente a contracorriente de la poesía de su país,
Argentina, que ha orillado la tradición clásica, la que representaron poetas
como Francisco Luis Bernárdez, tildada de arcaizante y pastichista, para
inclinarse por el coloquialismo, la denuncia y las sucesivas vanguardias.
Alejandro
Bekes, que tiene la facilidad verbal de Lugones, que admira a Jorge Luis
Borges, cultiva la métrica tradicional con el virtuosismo de cualquier poeta
del siglo de Oro. Varios de sus sonetos –abundan en el libro los sonetos y esa no
deja de ser una de sus limitaciones– resultan modélicos, como el que comienza
“Morir con todo el cuerpo y ser apenas”, que no podrá faltar a partir de ahora
en ninguna antología de poesía amorosa, pero buena parte de ellos no pasan de
ejercicios retóricos, espléndidos ejercicios a menudo (pensemos en la
reiteración anafórica de “Como el fuego que duerme o se despierta” y el cierre
del verso final), pero ejercicios al fin y al cabo que van trocando en tedio la
inicial admiración del lector.
El mejor
Alejandro Bekes es el de los poemas más intimistas, como el primero de los
“Fragmentos de invierno”, que habla del “miedo de morir puro y simple”, o los
que evocan al padre –“Canción de cuna”, “La voz que llama a Edipo”– o a la abuela,
a la que recuerda en “Aquel viejo mantel” ofreciéndole al niño que fue, en las
noches de invierno, “todo lo que después, cuando crecido / deambule por el
mundo ha de faltarle”.
Gusta
Alejando Bekes, como los poetas modernistas, de traer al verso toda la
parafernalia de la mitología clásica, aunque nunca como mero decorativismo
embellecedor, pero el lector prefiere las “Acuarelas” que dibujan estampas de
su provincia argentina, y que nos hablan de “la mansísima hondura del gran río
/ donde el cielo repite su ataraxia”. Ese gran río –-“común, inmemorial camino”
se le llama en otro poema– es el Paraná, que Alberti cantó con muy otra
intención y estilo.
Poesía
culturalista la de Alejandro Bekes y de ahí las notas finales que nos explican
algunas de sus referencias. Pero de poco sirven las notas aclaratorias si el
poema no se vale por sí mismo, no nos seduce con la música de sus versos.
Ninguna nota necesita el segundo de los sonetos de “Piensa Cervantes”
(destacaría más sin el primero, no desdeñable, sin embargo), donde expone su
propia poética: “Vivir en otro, y de diversos modos / extraer de mi pobre vida
oscura / luz de pasión y brillo de aventura, / porcelana sutil de turbios
lodos”.
“Vivir en
otro”: varios de los poemas del libro son monólogos dramáticos. Es el caso de
“En el Sussex”, protagonizado por Enrique Granados, que vuelve a España tras su
triunfo americano en un barco que será torpedeado por un submarino alemán, o
“Sibila insomne”, que tiene todo el empaque de la gran poesía de otra época, de
una poesía no apta para el lector apresurado. Lo mismo podríamos decir del
leopardiano “Escrito a la luz de la luna”, que atreve con un tema desgastado
por el tópico y consigue salir con bien.
El
clasicismo de Alejandro Bekes está a un paso del manierismo y él a veces no
evita dar ese paso. “Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú”
dice una máxima de Cocteau que Cernuda cita en “Historial de un libro”. El
autor de Virgen de proa parece seguir
la misma máxima y seguramente debe a ella sus mayores aciertos (los defectos de
un poeta no son más que la otra cara de sus virtudes), pero quizá debería tener
en cuenta otro precepto clásico: “ne quid nimis”, nada en demasía.
Decidió poner el despacho y los libros de psicología en el cuarto de la querida-hija. Quién sabe a quién tendría que tratar.
ResponderEliminar© María Taibo
Gracias por la lección-reseña. Tendré en cuenta al autor si alguna vez visito una librería. En cuanto a los versos citados del río, en vez de la palabra “ataraxia” —que, personalmente, he tenido que buscar y me sonaba a “asfixia”— yo habría puesto “nirvana”, que hoy en día todo el mundo tiene una noción de lo que es. Lo cuento como posible ejemplo de uso más connotativo que denotativo del lenguaje.
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