lunes, 9 de enero de 2017

Antonio Colinas, cumbres y alrededores


Lumbres
Antonio Colinas
Introducción y edición de María Sánchez-Pérez y Antonio Sánchez Zamarreño
Ediciones Universidad Salamanca. Salamanca, 2016.


De entre los escritores de su generación, que es la que suele llamarse de los novísimos (aunque él no perteneciera a la selección de Castellet), Antonio Colinas puede considerarse sin duda alguna el más laborioso y regular. Sus libros de poemas han ido acompañados de una rigurosa y constante labor intelectual: traducciones, estudios, crítica, reflexiones viajeras y espirituales, biografías de poetas que admira especialmente como Leopardi o Aleixandre.
            Los primeros poemas conocidos de Antonio Colinas, loa de Preludios a una noche total, parecieron situarle al margen del más brillante y rupturista núcleo generacional –el representado por Gimferrer o Carnero–, como un poeta quizá excesivamente ligado a una neorromática retórica consabida. Pero muy pronto, Sepulcro en Tarquinia, le situó en el centro mismo de la poesía de los setenta. Había en ese libro culturalismo vivido, incursiones en el irracionalismo, indagación en el mito y las raíces.
            No menor asombro supuso Astrolabio (1979), donde la poesía es “sinónimo de expectación suprema, de interpretación, de revelación, de preguntas confortadoras y esperanzadas a un tiempo”. Tras una anécdota a menudo culturalista –“Freud en Pompeya”, “Crónicas de Maratón y Salamina”–, los grandes temas de siempre en un entrelazarse continuo de sentimiento y pensamiento: “el vacío astral, la intemporalidad de la materia, la fatalidad, el amor, la muerte, la capacidad del sueño, la luz que aún asciende para nuestro equilibrio del mar latino…”
            En Astrolabio se encuentran bastantes de los poemas más memorables del autor, como los incluidos en las secciones “El vacío de los límites” y “Libro de las noches abiertas”. Son poemas escritos durante su estancia en Ibiza, como los de Sepulcro en Tarquinia –y especialmente el poema que da título al conjunto– tenían su origen en una larga residencia italiana. Muy enraizado en sus orígenes leoneses –Poemas de la tierra y de la sangre se titula su primer cuaderno–, Antonio Colinas ha ido añadiendo nuevas patrias a la suya inicial, a la vez que largos viajes –especialmente a Oriente– le permitían acercarse a otras culturas, para él nunca meramente librescas, sino ligadas al paisaje y a las gentes.
            Con Noche más allá de la noche (1982), Colinas lleva a cabo su empeño más ambicioso: un poema en 35 cantos (más un epílogo) que recorre, podriamos decir a la manera de Stefan Sweig, los momentos estelares de la historia de la humanidad. Aunque algunos de esos cantos escritos en alejandrinos se encuentran entre sus textos más memorables (y citados), el conjunto quizá se resiente de un exceso de pretensiones.
            Tras estos tres libros capitales, que le situaron para siempre en la historia de la literatura española, Antonio Colinas siguió aumentando su bibliografía poética hacia adelante y hacía atrás. No solo publicó nuevos libros, progresivamente más extensos (Jardín de Orfeo, Los silencios de fuego, Libro de la mansedumbre, Tiempo y abismo, Canciones para una música silente), sino que también sacó a la luz viejos cuadernos de versos adolescentes y no dudó en añadirlos a su poesía completa, una poesía que a veces daba la impresión de haber dejado de crecer para limitarse a engordar.
            Con motivo del Premio Reina Sofía, que coincide con sus setenta años, el autor ha querido resumir su trayectoria en un centenar de poemas, que se presentan al lector en orden cronológico, pero sin indicación del libro del que proceden. La introducción, con su hagiográfico acarreo erudito, resultará sin duda útil para estudiantes. La confusa nota a la edición (los “textos base” –leemos– proceden de Obra poética completa y Canciones para una música silente, “aunque teniendo siempre a la vista, también, el texto poético que, en cada caso, tratamos de dilucidar”) parece indicar que los editores adolecen de ciertas limitaciones expresivas y conceptuales.
            No todo es prescindible, ni mucho menos, en los nuevos libros de Antonio Colinas. Hay en ellos poemas conmovedores o que abren su obra a nuevos espacios y preocupaciones (el extenso “Crepúsculo en Medellín”, por ejemplo), pero también otros que parecen solo aplicados ejercicios de redacción, aunque a menudo no exentos de brillantez. Pero el antólogo de su propia obra a la altura de los setenta años no parece distinguir entre unos y otros. Quien lo dude puede comparar el poema “Para Clara”, de Astrolabio, con “Clara en los Uffizi”, de El laberinto invisible, ambos dedicados a su hija.
            El poema inédito que Colinas ha querido escoger para cerrar el volumen –“¿Qué fue de aquellas músicas?”– nos confirma que la tensión del poema y la capacidad crítica para reconocerla ya a menudo no están presentes. El recuento de conciertos memorables a los que asistió durante sus años juveniles en diversos lugares de Europa serviría para un artículo autobiográfico en una revista musical, como poema difícilmente se sostiene: “A Bach lo interpretaba aquella noche / Sviatoslav Richter, no Karl Richter, / el que nos entregó acaso las mejores versiones / de los Conciertos de Brandenburgo.
            Lumbres que nos iluminan para siempre, y también algo de laboriosa ceniza, hay en esta recopilación que añade a los versos y al extenso estudio previo un álbum fotográfico con imágenes inéditas del autor y su entorno familiar.

            

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