Lumbres
Antonio Colinas
Introducción y
edición de María Sánchez-Pérez y Antonio Sánchez Zamarreño
Ediciones Universidad
Salamanca. Salamanca, 2016.
De entre los escritores de su generación, que es la que suele
llamarse de los novísimos (aunque él no perteneciera a la selección de
Castellet), Antonio Colinas puede considerarse sin duda alguna el más laborioso
y regular. Sus libros de poemas han ido acompañados de una rigurosa y constante
labor intelectual: traducciones, estudios, crítica, reflexiones viajeras y
espirituales, biografías de poetas que admira especialmente como Leopardi o
Aleixandre.
Los
primeros poemas conocidos de Antonio Colinas, loa de Preludios a una noche total, parecieron situarle al margen del más
brillante y rupturista núcleo generacional –el representado por Gimferrer o
Carnero–, como un poeta quizá excesivamente ligado a una neorromática retórica
consabida. Pero muy pronto, Sepulcro en
Tarquinia, le situó en el centro mismo de la poesía de los setenta. Había
en ese libro culturalismo vivido, incursiones en el irracionalismo, indagación
en el mito y las raíces.
No menor
asombro supuso Astrolabio (1979),
donde la poesía es “sinónimo de expectación suprema, de interpretación, de
revelación, de preguntas confortadoras y esperanzadas a un tiempo”. Tras una
anécdota a menudo culturalista –“Freud en Pompeya”, “Crónicas de Maratón y
Salamina”–, los grandes temas de siempre en un entrelazarse continuo de
sentimiento y pensamiento: “el vacío astral, la intemporalidad de la materia,
la fatalidad, el amor, la muerte, la capacidad del sueño, la luz que aún
asciende para nuestro equilibrio del mar latino…”
En Astrolabio se encuentran bastantes de
los poemas más memorables del autor, como los incluidos en las secciones “El
vacío de los límites” y “Libro de las noches abiertas”. Son poemas escritos
durante su estancia en Ibiza, como los de Sepulcro
en Tarquinia –y especialmente el poema que da título al conjunto– tenían su
origen en una larga residencia italiana. Muy enraizado en sus orígenes leoneses
–Poemas de la tierra y de la sangre
se titula su primer cuaderno–, Antonio Colinas ha ido añadiendo nuevas patrias
a la suya inicial, a la vez que largos viajes –especialmente a Oriente– le
permitían acercarse a otras culturas, para él nunca meramente librescas, sino
ligadas al paisaje y a las gentes.
Con Noche más allá de la noche (1982), Colinas
lleva a cabo su empeño más ambicioso: un poema en 35 cantos (más un epílogo)
que recorre, podriamos decir a la manera de Stefan Sweig, los momentos
estelares de la historia de la humanidad. Aunque algunos de esos cantos
escritos en alejandrinos se encuentran entre sus textos más memorables (y
citados), el conjunto quizá se resiente de un exceso de pretensiones.
Tras estos
tres libros capitales, que le situaron para siempre en la historia de la
literatura española, Antonio Colinas siguió aumentando su bibliografía poética hacia adelante y hacía atrás. No solo
publicó nuevos libros, progresivamente más extensos (Jardín de Orfeo, Los silencios de fuego, Libro de la mansedumbre,
Tiempo y abismo, Canciones para una
música silente), sino que también sacó a la luz viejos cuadernos de versos
adolescentes y no dudó en añadirlos a su poesía completa, una poesía que a
veces daba la impresión de haber dejado de crecer para limitarse a engordar.
Con motivo
del Premio Reina Sofía, que coincide con sus setenta años, el autor ha querido
resumir su trayectoria en un centenar de poemas, que se presentan al lector en
orden cronológico, pero sin indicación del libro del que proceden. La
introducción, con su hagiográfico acarreo erudito, resultará sin duda útil para
estudiantes. La confusa nota a la edición (los “textos base” –leemos– proceden de Obra poética completa y Canciones
para una música silente, “aunque teniendo siempre a la vista, también, el
texto poético que, en cada caso, tratamos de dilucidar”) parece indicar que los
editores adolecen de ciertas limitaciones expresivas y conceptuales.
No todo es
prescindible, ni mucho menos, en los nuevos libros de Antonio Colinas. Hay en
ellos poemas conmovedores o que abren su obra a nuevos espacios y
preocupaciones (el extenso “Crepúsculo en Medellín”, por ejemplo), pero también
otros que parecen solo aplicados ejercicios de redacción, aunque a menudo no
exentos de brillantez. Pero el antólogo
de su propia obra a la altura de los setenta años no parece distinguir entre
unos y otros. Quien lo dude puede comparar el poema “Para Clara”, de Astrolabio, con “Clara en los Uffizi”,
de El laberinto invisible, ambos
dedicados a su hija.
El poema
inédito que Colinas ha querido escoger para cerrar el volumen –“¿Qué fue de
aquellas músicas?”– nos confirma que la tensión del poema y la capacidad
crítica para reconocerla ya a menudo no están presentes. El recuento de
conciertos memorables a los que asistió durante sus años juveniles en diversos
lugares de Europa serviría para un artículo autobiográfico en una revista
musical, como poema difícilmente se sostiene: “A Bach lo interpretaba aquella
noche / Sviatoslav Richter, no Karl Richter, / el que nos entregó acaso las
mejores versiones / de los Conciertos de
Brandenburgo”.
Lumbres que
nos iluminan para siempre, y también algo de laboriosa ceniza, hay en esta
recopilación que añade a los versos y al extenso estudio previo un álbum
fotográfico con imágenes inéditas del autor y su entorno familiar.
Richter; no Ritcher.
ResponderEliminar