jueves, 18 de noviembre de 2021

La vida literaria

 

 

La feria de los libros
Juan González Olmedilla
Edición de José María Barrera
Renacimiento. Sevilla, 2021.

La vida literaria está muy desprestigiada. “La vida o es vida o es literaria”, acostumbra a repetir Andrés Trapiello. Pero no hay literatura sin un entramado de relaciones personales y de intereses que van más allá del texto literario. La literatura no nace y crece en el vacío ni es solo una sucesión de grandes nombres.

¿Qué puede encontrar el lector contemporáneo en las reseñas literarias que un olvidado Juan González Olmedilla publicó entre 1924 y 1927 en el Heraldo de Madrid? Comenzamos a leer con escepticismo (no hay género más perecedero que el de los comentario periodísticos a la actualidad literaria), pero en seguida nos encontramos con que estas páginas guardan mucho de la vida palpitante de aquel tiempo antes de que sea simplificada por los manuales.

            Juan González Olmedilla, sevillano de 1893, es uno de los personajes que pululan por La novela de un literato, esa fascinante comedia humana del primer tercio del siglo XX por la que hoy seguimos leyendo a Cansinos Assens. Muy joven se trasladó a Madrid y publicó sus primeros libros de corte modernista, uno de ellos prologado por un poema de Manuel Machado, que le hizo famoso en aquel bohemio mundillo: “Canta tú las fatalidades / que son las únicas realidades: / Amor y Muerte. / Sigue cantando / coplas, que hombres muy hombres / oyen llorando”. Cansinos nos ofrece, según es habitual en él, una visión caricaturesca del personaje: “Porque eso de la bondad de Olmedilla…Villacián, que le conoce a fondo, lo califica de tópico literario. Olmedilla es simplemente un oficioso, un chisgarabís, un hombre que va de tertulia en tertulia trayendo chismes y que, con pretexto de reconciliar a los enemigos, lo que hace es enemistarlos más. Olmedilla es un pequeño sátiro que se gasta su sueldo en pequeñas aventuras con señoritas del conjunto”.

            Olmedilla murió en México el año 1972, pero su vida literaria acabó mucho antes, en 1937, cuando abandonó España, republicano como era y siguió siendo, desengañado de los suyos, al igual que Chaves Nogales. Modernista epigonal, coqueteó luego con el ultraísmo y cultivó la novela corta, tan de moda en su tiempo, con narraciones eróticas. Su obra principal, sin embargo, está en el periodismo, sobre todo en las colaboraciones del Heraldo de Madrid como crítico literario y teatral y como cronista político.

            Setenta y cinco de esas colaboraciones, correspondientes a la sección “La feria de los libros”, las reúne ahora José María Barrera en un volumen que lleva ese mismo título y al que prologa con unas minuciosas páginas que ejemplifican bien una manera un tanto periclitada de erudición acumulativa.

Comenzamos a leer estos amarillentos recortes periodísticos con cierto escepticismo, como ya dije, pero en seguida nos despiertan el interés. La reseña de Hombres de España, el libro de entrevistas de Alfonso Camín, la utiliza casi entera para defenderse de una acusación de Vargas Vila, quien había afirmado que Darío no dejó ninguna composición inédita y que las aparecidas como tales serían “combinaciones editoriales de la Paca, Juanito González Olmedilla y otros despojadores de Rubén para explotar a los editores en nombre del poeta muerto”.

A Cansinos, el mentor literario de aquella corte bohemia que fascinó al primer Juan Manuel de Prada, se le dedican varias reseñas. En una de ellas se le califica de “judío español” y el autor de El candelabro de los siete brazos replica con una extensa carta en la que, según se afirma en la entradilla con que fue publicada en el periódico, “destruye el mito de su judaísmo, que él mismo fomentara”.

Aprovecha Olmedilla una reseña de un olvidade Juan Guixé para recordarnos algunos lapsus de Pérez de Ayala: “No recuerdo si en Luna de miel, luna de hiel o en la segunda parte, Los trabajos de Urbano y Simona, el delicioso personaje don Cástulo empieza de pronto a llamarse con otro nombre; y hay un pasaje en que charlan dos tipejos mal fachados y peor faciados, los cuales, inopinadamente y sin duda por distracción de su creador, cambian las características de sus respectivo rostros sin cambiar de psicología ni aún de sobrenombre o remoquete”.

Tanto como de crítica literaria hay de evocación y de crónica, e incluso de maledicencia en estas páginas, que se leen como quien asiste a una entretenida tertulia literaria. Iba el autor a reseñar la novela Doña Inés, de Azorín, cuando un anónimo le avisa de que la compare con Beatriz Pacheco, una historia de amor, de Adolfo de Sandoval, aparecida unos meses antes: Lo hace y descubre coincidencias que no parecen deberse solo a la casualidad; es posible que Azorín utilizara la novela de Sandoval como bastidor para crear la suya, a la manera como Tomás Rueda utiliza El Licenciado Vidriera.

La reseña de las Sátiras y diatribas de Mariano Benlliure y Tuero le sirve para entresacar hirientes diatribas: “Gómez de la Serna es un escritor que ha llegado a irritarnos como una mosca pegajosa y pertinaz. Es inútil que los propietarios y directores de periódicos traten de espantarlo  no publicándole sus artículos y haciéndole feos y desaires, y que el público lo rechace indignado, y que todos digan que es insoportable; él vuelve, insiste y no ceja, y a la fuerza hay que oírle o matarlo; es como esos mendigos que van cantando por las terrazas de los cafés y que concluye uno por darles una perra gorda para que se vayan; y sí que se van, pero vuelven al rato”.

Pero también hay crítica, lúcida crítica literaria en este libro de crónicas ocasionales. Muy ilustrativa resulta su comparación entre Visperas del gozo, de Pedro Salinas, y El profesor inútil,  de Benjamín Jarnés, que a juicio del crítico representan dos contrapuestas tendencias de la nueva narrativa. Pero en este sentido la pieza más destacada del volumen es la dedicada a El obispo leproso, de Gabriel Miró, en la que replica a Ortega y que todavía hoy puede ayudarnos a entender mejor la obra del novelista levantino.

 

 

3 comentarios:

  1. Existe una fotografía impresionante de González Olmedilla durante el asalto al cuartel de la Montaña en julio del 36. Entre milicianos desastrados, despechugados y en alpargatas, armados como en un dos de mayo, aparece un señor de traje y pajarita, con gafas, una pipa en la mano y papeles en los bolsillos: es Olmedilla.

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