Diario IV
José María Souvirón
Edición de Javier La
Beira y Daniel Ramos López
Centro Cultural
Generación del 27. Málaga, 2021.
No todos los libros son para todos los lectores. El diario
de José María Souvirón --un escritor de la generación del 27 que se pasó con
armas y bagajes a la siguiente, la de los Rosales y los Paneros, la de los que
dieron sostén intelectual al franquismo, y que quizá por eso perdió su sitio en
la historia de la literatura-- interesa sobre todo a quienes gusten de ver la
historia en su transcurrir, a quienes no se conformen con la simplificación de
los manuales. De 1965 a 1968 abarca el cuarto tomo de unos diarios que están
llamados a convertirse –solo queda un tomo para completarlos-- en una obra
fundamental de la diarística española y en una cantera de datos para los
estudiosos de la historia de la literatura y de la cultura. O simplemente para
los interesados en la inagotable variedad de las vidas humanas.
Casi al
final del tomo, escribe Souvirón: “¡Qué malo debe ser este diario! Me digo yo.
Creo que no puede ser interesante el diario de una ‘buena persona’, con perdón.
No soy Cellini, ni Gide, ni Léauteaud. Tampoco tengo la grandeza de algunos
hombres honrados, acaso santos, que describieron su vida”.
Pero esta “buena
persona” tenía sus zonas oscuras. Algunas eran propias de la época. Casi en la
primera anotación nos cuenta “un suceso pintoresco”. Un jefecillo del centro cultural en el que
trabaja está obsesionado con una de las secretarias: “Salimos los tres juntos:
yo, la secretaria y el jefe. Este la invita a subir a su coche. La secretaria
le dice que no y me pregunta hacia dónde voy. Le respondo que a ninguna parte y
se me coge del brazo, El jefe le insiste para llevarla en su coche, pero
¡nanay! Le digo a la secretaria que le invito a comer un plato, y acepta. Lo
comemos. Pasa una hora y me dispongo a dejarla en su casa, cercana. Salimos del
restaurante, y cuando llegamos al portal, me dice, como espantada, ‘Mire usted,
ahí está’, y me señala el coche del jefe que ¡la está esperando! La secretaria
me pregunta que qué hace. Le digo que suba a su casa y se disponga a dormir. Me
dice ella que el jefe la va a llamar por teléfono, Le digo que no le conteste o
que le conteste que va a dormir”. La
secretaria, angustiada, se pregunta: “¿Pero cómo le voy a decir que no?”. A
Souvirón, lo único que le preocupa en ese caso de acoso, que entonces debía
parecer normal, es si alguna vez él se encontrará “tan mendigo de carne” que
sea capaz de hacer otro tanto.
Este
“hombre bueno”, casi de comunión diaria, es también un homófobo visceral.
Gregorio Prieto presenta su libro sobre Luis Cernuda y él, asqueado, anota que
se trata de “dos conspicuos maricones”. Francisco Brines da una conferencia
sobre Pedro Salinas y al salir se forma en torno a él un grupo “sin duda con un
predominio de maricones”. Se aparta asqueado: “Mi edad, mi sentido liberal de
la vida, incluso mi cristianismo, me impiden condenar, vituperar, despreciar a
los homosexuales, pero las mismas razones me impiden admitirlos tranquilamente.
Hay en ellos –en su mero aspecto exterior--
algo que me repugna, por inteligentes que sean”. Le preocupa que se
queden con ellos Juan Luis Panero y su madre: “Es un grupo de gente lista, sin
duda; tan lista que han tenido poder para circundar a un chico guapo, al que le
gustan las mujeres, y a una mujer tan mujer como Felicidad”.
Menos mujer
considera a Gloria Fuertes, “una mujerona basta y robusta, algo machota de
aspecto”, que físicamente le repele, pero a la que, tras un rato de charla,
acaba reconociendo inteligencia y sensibilidad.
A José María Souvirón, según se cuida de
anotar, le preocupa la creciente intimidad entre Juan Luis Panero, uno de los
poetas jóvenes que más admira, y Carlos Bousoño, un profesorcillo al que
desprecia, en la que sospecha algo raro, lo mismo que vio de joven en las
cartas afectuosas que le escribió Aleixandre y por eso interrumpió su carteo
por él.
José María
Souvirón ocupó influyentes cargos en el establishment cultural
franquista, pero nunca se sintió valorado como creía merecer, aunque algo le
compensó el Premio Nacional de Literatura que en 1967 concedieron a uno de sus
libros. Sospechaba que esa marginación se debía a su rechazo de lo que hoy
llamaría el lobby gay y también de la oposición interior. Él no se considera un
conservador, sino un liberal y se muestra alejado de la ortodoxia franquista,
incluso no le parece bien que, para tomar posesión del cargo de subdirector de
un Colegio Mayor tenga que firmar un impreso en el que “jura fidelidad al Jefe
del Estado y los principios del Movimiento”. Pero se muestra muy alejado de la
oposición y se alegra de que en el referéndum de 1966 gane abrumadoramente el
sí, dándole a los opositores al franquismo “en los dientes un golpe tremendo”.
Sonreímos cuando a continuación se pregunta: “¿Y si hubiesen permitido
propaganda en contra?”. Y él mismo se responde: “Hubieran dicho que sí, y en el
mismo número”.
Hay muchos
claroscuros en este hombre que se asombra de que un poeta como Guillén, “que
solo ha escrito poesía”, pueda comprarse un buen piso: “Verdad es que Guillén
ha sido también profesor, y exiliado. Sobre todo exiliado (aunque por su propia
voluntad), y un español exiliado (o que él diga que lo es) en los Estados
Unidos hace fortuna”. No le parece justo que haya muchos españoles que escriben
–y algunos tan bien como Guillén, quizá piensa en sí mismo-- “que no pueden
tener una casa en Málaga, otra en Roma y viajar casi constantemente por el
mundo”.
Pero
seríamos injustos si solo subrayáramos los puntos oscuros de este autorretrato
en el que hay muchas páginas luminosas, como el minucioso análisis –digno de la
mejor novela psicológica-- de la amistad con Felicidad Blanch, viuda de uno de
sus mejores amigos, que poco a poco se va convirtiendo en otra cosa y a la que
decide poner fin, melancólico fin, por diversas razones, unas que tienen que
ver con el riesgo que todo amor supone y otras con su catolicismo militante:
era un hombre casado y separado.
Hermosos
son igualmente los apuntes paisajísticos, a ratos próximos al poema en prosa, y
feroces los retratos al minuto de quienes no le caían bien en el mundo
literario, como Miguel Pérez Ferrero: “Es el soldado raso que, por haber
ascendido a cabo, se cree mariscal. Por lo demás, basta con verle la cara: es
una concentración de bobería agresiva”.
Dos son los
protagonistas de cualquier diario: uno, quien lo escribe; otro, el tiempo que
le ha tocado vivir. En el de Souvirón, a ratos nos aburren sus cuitas personales,
pero siempre resultan apasionantes los pequeños datos exactos de un ayer que se
emborrona y simplifica al entrar en la historia.
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