jueves, 17 de marzo de 2022

Viví, gocé y amé

  

Obra poética (1964-1967)
Edgar Neville
Edición de Rafael Inglada
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2021.

Hombre de múltiples talentos, a Edgar Neville aristócrata, diplomático, republicano que se pasó al bando sublevado, en el que nunca encajó del todo— se le recuerda hoy sobre todo como cineasta. En los años veinte, se fue a Hollywood y allí se hizo amigo de Chaplin. Fue a iniciativa suya que otros jóvenes de su generación —Jardiel Poncela, López Rubio— se trasladaran a Estados Unidos para trabajar en la versión española —no se había aún inventado el doblaje— de las películas americanas. Sus grandes éxitos, en los años cincuenta, fueron como dramaturgo: la comedia El baile —con la genial Conchita Montes, su pareja de siempre tras un corto matrimonio frustrado, de protagonista— está entre las más representadas del teatro español. Comenzó como humorista en la línea del absurdo que inauguró Ramón Gómez de la Serna. Su primer libro Eva y Adán, es de relatos y se publicó en 1926 en la imprenta Sur, como la más emblemática revista de su generación, que es la del 27, aunque no formara parte del grupo promocionado por la antología de Gerardo Diego, entre otras cosas porque entonces no escribía versos.

            La dedicación casi exclusiva a la poesía de Neville ocupó sus últimos años, aunque toda su obra esté permeada de poesía. Hasta 1964 (había nacido en 1899), no publicó sus primeras entregas poéticas: tres en ese mismo año. Los editaba Ángel Caffarena en la mítica imprenta Sur de sus inicios y eran cuadernos no venales de tirada reducida. Seguiría publicando versos hasta su muerte, ocurrida en 1967, y aunque los reunió en dos volúmenes más convencionales, Amor huido (1965) y Poemas (1967), nunca se le llegó a tomar demasiado en serio como poeta.

            Ahora Rafael Inglada reúne en Obra poética todos sus poemas tal como fueron apareciendo en las primeras ediciones. Comenzamos a leer con un cierto escepticismo. Pasados los sesenta años, Edgar Neville se enamoró perdidamente de una mujer más joven que no le hizo demasiado caso (la situación la había prefigurado en su comedia Prohibido en otoño) y sus poemas podrían tomarse como un simple desahogo. Y mucho de eso tiene, y un cierto desarreglo formal (no le importa no rimar los cuartetos de un soneto y sí los tercetos), pero enseguida nos dejamos ganar por su encanto, una cualidad que Neville —como Stevenson, según Borges— nunca pierde. La gran poesía, o la que pretende pasar por tal, la poesía con coturnos, parece envejecer más rápidamente que la poesía menor. No pueden competir estos poemas de amor, no lo pretenden, con los de Vicente Aleixandre, pero su humor y su verdad hace que se lean con más gusto. A ratos, los sonetos de Neville anticipan el desenfado de los que Luis Alberto de Cuenca escribiría en los ochenta: “Conmigo no gastaste muchas balas, / que yo caí desde el primer disparo / y resistir hubiera sido en vano. / Me pusiste los hierros del cautivo / y sentí no apretases más los goznes / para sentir el roce de tus manos”.

            Uno de los poemas de esta trilogía inicial —formada por La borrasca, Mar de fondo, El naufragio—, “Llamada a los poetas”, anticipa otra de la líneas poéticas de Edgar Neville, la memorialística, memoria literaria en este caso (escribirá también homenajes a Gómez de la Serna, a Villalón, a Ortega), mientras que en otros poemas evoca el Madrid perdido de su infancia y adolescencia.

            En 1966 vuelve Neville a la poesía con varias entregas. La primera, Su último paisaje, comienza con un poema de ese título dedicado a Federico García Lorca. La tirada era de solo 200 ejemplares, en papel de hilo y numerados, y quizá por eso no tuvo problemas con la censura. Comienza citando los versos que le dedicó Antonio Machado, que todavía no se habían incluido en sus poesías completas: “Se le vio caminar entre fusiles / por una calle larga. / Salir al campo frío, / aún con estrellas de la madrugada…”. Edgar Neville quiere seguir ese camino hasta encontrar la tumba de Lorca. Indaga y solo se encuentra con “silencios cobardes campesinos, / de esos testigos que no saben nada”. Como tantos biógrafos posteriores quiere saber “dónde fue, dónde está” y se topa con el silencio: “Nos responden miradas angustiadas, / sin arrogancia ibérica, / de sujetos que fueron los vecinos / del crimen más injusto de mi patria”.

            El poema, tan valiente en su momento, sigue conservando la emoción de quien evoca a quien no solo fue un poeta admirado sino también a su “compañero de aulas / y Derecho Romano… / Compañero en el cante por soleares / y los cantos de fragua. /Amigo en los estrenos y tertulias”.

            Poesía impura la de Edgar Neville, poesía un tanto despeinada, que no excluye la anécdota ni la directa efusión sentimental, que a veces cae en expresiones banales (como llamar “finos poemas” a las greguerías en el comienzo del poema “Ramón”), pero todo se lo perdonamos a este autor que no quiere ser “sublime sin interrupción”. Y que se despide, sin patetismo alguno, en el poema “He tenido mucho gusto en conocerlos”, del que cito unos versos que podrían servirle de epitafio: “Viví, gocé y amé. / No hubo calvario. / Trabajé solo en lo que me gustaba / y jamás hice esfuerzo extraordinario”.

            Los versos de Edgar Neville, poeta tardío, nunca merecieron demasiada atención crítica, pero se leen con el mismo agrado que cuando fueron escritos. Aunque tuvo que hacer frente a la amargura, como todos, supo despedirse del mundo con una sonrisa: “No me veo en el papel de ‘noble anciano’. / De ‘Patriarca’ no tengo ni el pelo. / Ni ser ‘ese señor tan viejecito’ / que arrastra sus zapatos por el suelo. / Mi corazón me salvará del lance, / cuando vea colmada la medida, / con su exceso de amor sabrá pararse, / interrumpiendo esta agradable vida”.

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