jueves, 12 de septiembre de 2024

Trágico esperpento

 

Xuan Cándano
Operación Caperucita
El comité Karl Marx y el atentado de la calle del Correo
Akal. Madrid, 2024.
 

El peor atentado durante el franquismo, el que más víctimas indiscriminadas causó, tuvo lugar hace ahora exactamente medio siglo, el viernes 13 de septiembre de 1974. Fue el más brutal y también el más paradójico. Antes de un mes, ya el instructor militar sabía cómo habían ocurrido, en lo fundamental, los hechos y lo sabía por confesión de la principal responsable. Nunca, sin embargo, se concluyó el sumario, nunca se celebró juicio, muy pronto se olvidó a las víctimas. De ellas no podía sacar ningún rendimiento político ni la izquierda ni la derecha, que no tardaron en culparse mutuamente.

            Han pasado cincuenta años y una ejemplar investigación de Xuan Cándano pone, por fin, las cosas claras. El atentado de la calle del Correo fue consecuencia del éxito del atentado contra Carrero, recibido con aplausos por casi toda la oposición al régimen y ejecutado con una facilidad y una precisión que aún hoy nos asombra. Detrás de ambos estuvo una misma persona: Eva Forest: “Ella fue quien propuso a ETA, a través de Argala, acabar con la vida de Carrero, facilitando además la información necesaria; y lo mismo ocurrió nueve meses después cuando, venida arriba con el éxito del magnicidio, al igual que la banda armada, ideó el atentado de la cafetería Rolando con la intención de causar víctimas entre los policías de la Dirección General de Seguridad, centro neurálgico de la represión franquista y un nido de torturadores”.

            Un nido de torturadores, sí, pero no parece que las delaciones de Eva Forest, que llevaron a la cárcel a sus amigos y colaboradores en diversas actividades de oposición al franquismo (ajenos a los atentados en la mayor parte de los casos), fueran obtenidas mediante tortura. Xuan Cándano copia, sin ponerlo en cuestión, el relato que ella hace en su libro Testimonios de lucha y resistencia. Otros testimonios más fiables hablan de un pacto. Varios aparecen en el propio libro de Xuan Cándano, otros en el de Eduardo Sánchez Gatell, El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, aparecido este mismo año, o en el de Lidia Falcón, otra de las encarceladas, Viernes y 13 en la calle del Correo, de 1981, que ya puso las cosas en su sitio, aunque muchos prefirieran mirar para otro lado y dejar que siguiera corriendo el bulo de que el atentado había sido una provocación de la extrema derecha.

            Algunos otros reparos menores se le pueden poner al libro: nada tiene de “anomalía” ni hay que recurrir para ello “a un cierto aperturismo informativo” el que se conociera de inmediato en España el golpe de Pinochet; resulta absurdo indicar que el edificio de la Dirección General de Seguridad, por ser un edificio neoclásico del siglo XVIII “recordaba a la Inquisición”, y es un error señalar que la Segunda República fue “la primera experiencia democrática de la historia de España” (hubo una primera y hasta un rey elegido por el parlamento).

            Pero son muchos más los aciertos: el primero de ellos, situar el atentado en su contexto, explicar cómo fue posible, cómo pudo quedar impune. Hubo un evidente clasismo en la investigación. Eva Forest se salvó a cambio de entregar un chivo expiatorio: Mariluz Fernández. Su padre era un veterano comunista, toda la familia era o había sido comunista. A los dirigentes políticos de la policía les interesaba menos detener a los verdaderos culpables que neutralizar a la oposición democrática vinculando al partido comunista, que entonces era el que más destacaba, con el atentado. Los otros detenidos pertenecían a la burguesía intelectual y el matrimonio Sastre era bien conocido fuera de España. Una familia obrera de Mieres, uno de cuyos miembros era fácil de manipular, podía ayudar a una solución rápida y ejemplarizante, como la que se aplicó poco después con los últimos ejecutados del franquismo. Mariluz Fernández, un peón en las manos de la seductora y manipuladora Eva Forest, pudo ser uno de ellos. No importa que la policía no tardara en descubrir a los autores materiales, a la pareja que vino de Francia para dejar una bomba en una cafetería madrileña donde comían docenas de familias ajenas a lo que les esperaba. La policía española supo sus nombres, por confesión de Eva Forest, pero nadie les molestó en este medio siglo, y hemos tardado décadas en enterarnos de sus apacibles vidas en un pueblo cerca de Bayona: tuvieron hijos y nietos, ella trabajó en los servicios sociales, él realizó un importante trabajo como filólogo y llegó a ser vicepresidente de la Real Academia de la Lengua Vasca. Parece que uno de ellos, en 1975, fue detenido por la policía francesa por colgar carteles de propaganda de ETA; lo que hubieran hecho en España, sus manos manchadas de sangre, no les preocupaba a ellos ni parece que preocupaba en España.

            ¿Era inevitable que la amnistía de 1977 se aplicara a los autores del atentado de la calle del Correo? Para la principal autora, ni siquiera fue necesaria: meses antes de que se aprobara, ya estaba en la calle, proclamando su inocencia y rentabilizando su “martirio”. Mariluz Fernández fue liberada en abril del 77, poco después de la legalización del partido comunista.

            ¿Era inevitable aplicar la amnistía a los responsables de unos hechos especialmente sanguinarios que aún no habían sido juzgados? Parece que no: a los militares de la Unión Militar Democrática, por ejemplo, no se les aplicó y sus presuntos delitos sí que era políticos. ¿Puede considerarse delito político un atentado indiscriminado con víctimas mortales? Incluso en una guerra (suponiendo que hubiera entonces una “guerra” contra el franquismo), hay crímenes de guerra, que no prescriben.

            Xuan Cándano no juzga, expone, y deja bien a las claras la mayor o menor (o nula) intervención de cada uno de los procesados. El Estado español –sus servicios secretos, con abundantes fondos públicos-- se vengó de la muerte de Carrero ejecutando a Argala en territorio francés. El de la calle Correo fue un crimen sin castigo, al menos a los principales responsables, que además se permitieron el lujo de admitir su participación (Eva Forest se vanagloriaba de ella), cuando creían que era una hazaña revolucionaria, y negarla después como si esa mentira –que muchos en la izquierda lerda aceptaron acríticamente-- fuera otra hazaña revolucionaria.


martes, 3 de septiembre de 2024

La tertulia infinita

 

Jofre Casanovas (ed.)
Las voces de Quimera
Las mejores entrevistas literarias 
de la década de los 80

Montesinos. Barcelona, 2024. 

La revista Quimera tuvo un papel central en los años ochenta y noventa del pasado siglo; aún sigue publicándose, pero ya su presencia es casi testimonial.

Con una entrevista a Miguel Riera, que fue su fundador y primer director, comienza esta selección de entrevistas publicadas en la década de los ochenta. Muchas de ellas no han envejecido y las leemos ahora con el mismo interés que cuando se publicaron por primera vez. Hay abundante presencia de autores no españoles (la apertura al exterior fue una de las señas de identidad de la revista) y sigue siendo todavía un lujo escuchar a Milan Kundera charlando con Philip Roth o a Borges –el inevitable Borges-- con Susan Sontag.

Hay unas pocas entrevistas promocionales, que son las más perecederas. ¿Qué interés puede tener hoy el pormenorizado análisis que Juan Bonet hace de su novela Saúl ante Samuel, tan ilegible ahora como cuando apareció? ¿O la opinión de Umberto Eco sobre “la definición del significante en Lacan”, entre otros semióticos bizantinismos?

Pero se trata de contadas excepciones. Aunque no hayamos leído a Thomas Bernhard, o no nos entusiasme su incontinente y exasperada prosa, es difícil no sentirse conmovido con sus confesiones a Asta Scheib: “La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Ese es el mejor consuelo que me guardo en la manga”. Y junto a Bernhard, y no menos vulnerable, está Raymond Carver y sus lúcidas reflexiones sobre sobre el relato breve. Bastante más inteligentes que las de Alain Robbe-Grillet, promotor de un nouveau roman que pronto se convirtió en antigualla, sobre el realismo y la modernidad. Y también Jakobson que nos cuenta sus años de formación y los orígenes del formalismo ruso.

 Por lo general, las entrevistas biográficas son las que mejor resisten el paso del tiempo. Espléndido es el retrato que Ciro Bianchi Ross nos ofrece de Lezama Lima, un escritor que siempre fue ante todo un personaje, a pesar de su vida tan poco aventurera. Especialmente iluminadoras resultan las reflexiones de Toni Morrison: “La música era la única forma de arte que determinábamos nosotros. Eran los mismos músicos quienes decían a otros músicos si estaban preparados para salir al escenario. Ellos tomaban las decisiones, establecían los criterios. Este es el motivo por el que no hay músicos mediocres”. Eso no ocurría con la literatura, “siempre filtrada por la sensibilidad de los blancos”. Con la música, “los negros podían relacionarse con los demás negros sin utilizar el lenguaje del opresor”. James Baldwin coloca igualmente en primer plano el conflicto racial.

            Hay entrevistadores que convierten a la entrevista en una pequeña obra de teatro. El entrevistado es el protagonista, pero el entrevistador no se limita a formular preguntas, se convierte también en personaje. Hemos leído docenas de entrevistas a Jaime Gil de Biedma, siempre un conversador inteligente y el más lúcido analista de su propia obra, pero Gracia Rodríguez comienza por narrarnos su fracaso: “Una pared de monosílabos y de respuestas breves me puso al borde de las lágrimas durante los primeros minutos. Aquello definitivamente no salía y el teléfono no paraba de sonar. Gil de Biedma estaba cada vez más distante y menos interesado; no sabía, por supuesto, cuál era el lector ideal para su poesía, ingeniosísima pregunta que yo acababa de formularle; y la selección de estrofa, obviamente, dependía de cada caso. A veces uno la ensayaba como disciplina poética, otras era el propio ritmo del poema el que la imponía: No, naturalmente, no había ninguna diferencia entre escribir un poema para ser leído en voz alta o en silencio. Cada pregunta dejaba en mayor evidencia que no había ninguna pregunta a la que cualquier niño de diez años no hubiera podido responder”. Afortunadamente, algo cambió cuando ya parecía inevitable la catástrofe: “Tú no lo sabes, Jaime, pero te libraste de una buena: intentar consolar a una mujer con el maquillaje arruinado por las lágrimas es una tarea dura y desaconsejable”.

Muy distinto, pero también con su componente novelesco, es el encuentro de Luis Racionero con Carme Riera, en este caso los dos personajes conversan de igual a igual, o incluso con una cierta superioridad por parte de Racionero.

            La selección de escritores españoles va de los entonces ya clásicos –Torrente Ballester, Delibes, Buero Vallejo-- a los jóvenes que empezaban a destacar, entre ellos un Muñoz Molina que aún vivía en Granada y que acababa de obtener su primer éxito con El invierno en Lisboa o un Javier Marías que aún no había publicado Todas las almas.

Entre los poetas, no demasiado representados, el más joven es Jaime Siles, que entonces parecía uno de los nombres más representativos de la poesía considerada “como investigación lingüística”, novedad que había comenzado a dejar de serlo.

            Brillante y provocador, como no podía ser de otra manera, resulta Francisco Rico, el erudito de moda porque, como afirma el entrevistador, “es capaz de traducirse al lenguaje del día y utilizarlo en su propio beneficio” y es el único profesor que no parece un oficinista y se asimila a la “gente guapa”.

            Carmen Balcells no tiene inconveniente en manifestar unos prejuicios que, aunque en buena medida sigan vigentes, hoy pocos se atreverían a formular con tanta explicitud: “Si un día mi hijo me dijera que es homosexual, no sé cuál sería mi reacción, pero me temo que no me quedaría nada tranquila esperando que me presentara a mi nuera y que esta fuera un señor”.

            Un libro de entrevistas con algunos de los mejores escritores de nuestro tiempo es siempre una fiesta para el lector, una tertulia que no se acaba nunca. Asentimos muchas veces. “Es difícil que alguien llegue a ser un buen escritor –afirma Cynthia Ozick-- si no es consciente de que uno solo es un instante de un grandioso flujo humano, de que existen generaciones precedentes a las que seguirán otras en el futuro. Es decir, de que existe la historia”. Menos de acuerdo estamos cuando arremete contra los nuevos autores de éxito (hoy lo haría contra los que triunfan en las redes sociales): “Esos niñatos oportunistas se agarran al momento y no dicen nada más que yo, yo, yo, ahora, ahora, ahora. Como colegiales. Se puede narrar limitándose al yo y al ahora, pero eso no será nunca literatura”. O sí: como al campo, a la literatura es difícil ponerle puertas.