Juan Antonio González Iglesias
Nuevo en la ciudad nueva
Visor. Madrid, 2024.
En la
corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de
poetas. Como Garcilaso, como Aldana, como Quevedo, también Juan Antonio
González Iglesias –estudioso del clasicismo, además de poeta-- ha sido huésped
de la ciudad, ahora que los nuevos reyes y virreyes se llaman –según indica en
la nota de agradecimiento final-- Unión Europea y Ministerio de Cultura.
El
resultado de esa estancia, sin duda grata, es un puñado de poemas cuya edición
ha sido financiada “con cargo al Plan de Recuperación, Resiliencia y
Transformación y la Unión Europea-Next Generation EU”. Difícil resistirse a
hacer demagogia con estos datos previos. ¿Cómo no comparar a González Iglesias
con los ilustres invitados de la Unión Soviética, tratados a cuerpo de rey, y
que volvían cantando maravillas del Paraíso de los Trabajadores? Uno de los
poemas se titula precisamente “Elogio de la cultura europea”.
Comenzamos a leer con un cierto
recelo, pero en seguida nos seduce el encanto de la mayoría de los poemas,
delicadas acuarelas de ciertos rincones napolitanos. En “Domingo”, durante un
grato paseo por el Lungomare se nos habla del “bosque de los yates”, del
Vesubio al fondo, de los veleros que están casi llegando a Capri “un puñado /
de pétalos muy blancos que acabara / de lanzar alguien sobre el mar”, de la
belleza que “trae la justicia al mundo”.
“Condominio
napolitano” describe la entrada de uno de los característicos palazzi
(que no son los palacios españoles) de la ciudad, con su decoración navideña,
sus macetas de terracota y sus vasos de mayólica “y al fondo, sorprendida en la
hornacina, / una mujer desnuda en mármol blanco, / una diosa, también
iluminada”.
Una
imagen suele resaltar en lo que a veces puede parecer simple descripción: “Muy
lenta cae la tarde, su neblina / iguala las columnas y los árboles / y con
finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una” (“Maiolicato”); en
el cabo Posílipo los pinos a contraluz “parecen una tropa / de marinos recién
desembarcados” (“Anábasis”).
El
Castell dell’Ovo y un carguero se confunden bajo la lluvia repentina: “Todo se
iguala / en gris vertiginoso. Es una fiesta. / El carguero se vuelve tan
monótono / como el mar y el castillo. He visto antes / este difuminado / creo
que en Turner. / No soy el único al que le complace / la secreta armonía de las
cosas”.
Hay
también tres gatos que contemplan inmóviles el mar como en un emblema de
Alciato; la primera nieve sobre el Vesubio admirada, junto a jóvenes
estudiantes, desde la terraza de la universidad; un caminar “oscuros en la
noche solitaria”, enésima variación del verso de Virgilio, por los alrededores
del lago del Averno tras visitar la gruta de la sibila en Cumas. Y no podía
faltar un tópico tan clásico y tan Winckelman, de cuya idealizada visión del helenismo
parece heredero González Iglesias, como el elogio de la belleza masculina. Lo encontramos en “Lunes en el museo”, primer
poema del libro, y en “Hércules Farnesio”, donde parece cobrar vida la
escultura (“el héroe muta / en varón palpitante”) mientras que el joven que la
admira “involuntario / reflejo del rival, un pie adelanta / estatua ya”.
Pero no se limita González Iglesias
a fijar en verso sugerentes estampas napolitanas, como han hecho tantos
viajeros, y algunas anécdotas de su estancia en ella (sin aludir siquiera al
otro Nápoles, al de la Gomorra de Roberto Sabiano). Él quiere convertir
a la ciudad en símbolo de una visión del mundo, de una filosofía redentora, la
del clasicismo. Y ahí ya le resulta más difícil lograr el asentimiento del
lector.
Tropezamos ya en las primeras líneas
del prólogo: “Sin la lógica poética no entenderíamos unas pocas cosas que
importan mucho. Por ejemplo, que una de las ciudades más arraigadas en lo
antiguo se llame ciudad nueva”. Pero no hace falta ninguna lógica
poética para comprender que, por ejemplo, el Pont Neuf de París es el más
antiguo de los puentes sobre el Sena. Simplemente, lo que era un nombre común,
el puente nuevo, se convirtió en un nombre propio. No es un caso único: los
poetas novísimos de 1970 siguen recibiendo el nombre de novísimos aunque ya yo
sean ni siquiera nuevos. Ese error le lleva a González Iglesias a una
conclusión tan arbitraria como todas las suyas: “De ello deducimos que siempre
hay algo anterior a lo muy antiguo. Y que lo nuevo, si de verdad, quiere serlo,
debe nutrirse de esas raíces muy profundas que se pierden en lo invisible”.
Igual de falso nos suena el final de
“Hércules Farnesio”. González Iglesias gusta, desde los primeros libros que le
dieron la fama, de entremezclar el mundo clásico con el contemporáneo, el
epíteto clásico con la jerga actual: “Fuera su crush este adalid barbado
/ que sujeta en su mano un fruto. A bordo / con él subiera de la nave Argos. /
En el gimnasio fuera su colega. / Tranquilidad, testosterona, mármol / son
retos para él. Grecia era esto, / la colaboración inteligente / con la
naturaleza. Los teóricos / hablan de nuevas masculinidades”. Pero esas “nuevas
masculinidades” son tan viejas como el mundo y hace tiempo que se aceptan igual
que las tradicionales sin necesidad de ninguna coartada clasicista.
El González Iglesias poeta no olvida
al González Iglesias filólogo y buena parte de sus poemas, en este libro y en
los anteriores, son glosas de ciertos términos, como ocurre con “magnánimo” o
“mediodía” en los poemas así titulados. Y la traducción parcial de una oda de
Horacio cierra “Imprenta”.
“El hombre es un dios cuando sueña y
un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin y yo he repetido más de una
vez. Lo que tienen estos poemas de lección moral vale menos que su aspiración a
una belleza que no es de este mundo, pero que solo existe en este mundo. La
banalidad de ciertos poemas, la esforzada moraleja, queda compensada con los
aciertos expresivos y con el ímpetu de otros como “Nadador en Paestum”, que
cierra el libro en lo más alto.
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