José María Merino
Yo y yo en breve
Alfaguara. Barcelona, 2024.
Puede que la literatura sea
un juego, pero es un juego que el autor debe de tomarse en serio. ¿Se lo toma en serio José María
Merino en su más reciente libro de relatos? Desde las primeras líneas, da otra
impresión.
Reúne Yo y yo en breve un conjunto de cuentos y de
anécdotas más o menos biográficas cuya unidad se debe, según se indica en la
advertencia preliminar, a que son “resultado de un curso imaginario sobre
literatura breve”, que es como si el Decamerón comenzara diciendo que es
el resultado de una reunión imaginaria en una quinta de los alrededores de
Florencia y, al ser imaginaria, no considera necesario dar ningún detalle más.
Merino,
a propósito de su curso imaginario, escribe: “Precisamente por lo imaginario
del asunto, no me he sentido obligado a recordar nombres”. Pero precisamente
por ser imaginario, el autor debería evocarlo con todos “los pequeños detalles
exactos” que provocan la suspensión de la incredulidad y convierten en verdad
la ficción mientras estamos leyendo.
El marco narrativo que ha inventado Merino para dar
unidad a textos muy heterogéneos en la intención y en la calidad se continúa en
las “N. del C.”, notas del compilador, que aparecen al final de cada uno. Pero
nada dice en ellas de interés sobre los presuntos autores, de los que no se ha
tomado la molestia de inventar nombres ni diferencias estilísticas. De vez en
cuando añade alguna observación sobre el origen del relato, casi siempre una
anécdota personal, o vaguedades sobre realidad y ficción. Nos cuesta tomar en
serio a un autor que no parece tomar demasiado en serio a sus lectores.
Hay cuentos excelentes, como no podía ser de otra manera,
y me voy a limitar a citar dos. Uno de ellos, “En la poza datrás”, es un relato de
iniciación adolescente en el que realismo y magia (la leyenda de la jana) se
entrelazan con sabiduría; otro es “Identidad marina”, ambientado, como varios
de ellos, en la costa de Almería en que el autor pasa –según nos indica-- los
veranos.
Son varios los textos que advierten de los peligros de la
Inteligencia Artificial y alguno, como “El día del olvido”, se sitúan en un
futuro distópico en el que han
desaparecido los libros. Hay bastante confusionismo conceptual en estas
advertencias: “Recuerdo a mi abuela Lola leyéndome cuentos impresos en libros
que guardaba como tesoros en una caja. Una vez que fui a verla y le pedí que me
leyese alguno de aquellos cuentos, se echó a llorar. Atemorizado, le pregunté
qué le pasaba y me contestó que el abuelo había tenido que destruir los libros,
porque al parecer las autoridades no consideraban su lectura algo beneficioso
para la comunidad, sino todo lo contrario”. ¿Pero deja de ser cuento un cuento
porque se lea en un libro electrónico, en una tablet o en el teléfono? ¿Es el
papel –que no lleva trazas de desaparecer, por cierto-- algo esencial para el
periodismo o la literatura? ¿No ha coexistido siempre con otros soportes? ¿Una
biblioteca de libros digitalizados o una hemeroteca digital ponen en peligro la
existencia de la cultura o ayudan a conservarla y difundirla?
José María Merino no parece haber pensado en estas
cuestiones. “Pues juguemos a las letras –le pide el niño de su cuento a la
abuela--. Ya sé hacer las vocales. Enséñame a escribir las otras”. Y la abuela
le responde, echándose a llorar otra vez: “Eso también se acabó. Dicen que es
una cosa innecesaria, demasiado antigua, es suficiente conocerlas, y lo demás
es asunto del teclado”.
O
sea, que lo que estaría hoy en riesgo no es la lectura ni la escritura, sino
solo la lectura en papel o la escritura a mano. Pues vaya peligro, aunque fuera
así, que no lo es. Hace tiempo que solo escribimos a mano las anotaciones
personales, no solo por comodidad, también por legibilidad. Los originales para
la imprenta antes iban escritos a máquina y ahora con el procesador de textos.
La lectura, que antes era solo en papel, ahora puede hacerse también en la
pantalla. No cambia nada esencial, apocalíptico Merino. Antes una carta o un
libro para llegar a otro continente necesitaban semanas y ahora llegan al
instante y quien lo desee puede imprimirlos y leerlos en papel. Siento tener
que escribir estas obviedades, pero parece que hay ilustres académicos (algunas
de las anécdotas de Yo y yo en breve tienen que ver con esa condición de
su autor) que aún no han caído en ellas.
Un narrador no es un pensador, ya se sabe. Nos ayuda a
entender el mundo con sugerentes historias, no con advertencias sobre el
peligro de las redes sociales o con cuentos con moraleja. Quizá somos injustos
con el veterano José María Merino al centrarnos en estas cuestiones. O quizá
no, o al menos no enteramente.
Uno de los cuentos que rescata para este volumen, “El
hermano mayor”, lo escribió por encargo para un libro titulado Cuentos
solidarios publicado en 2003 (habla de un niño huérfano y de unos
fotógrafos de guerra con los que se encariña sucesivamente y a los que va
matando un francotirador) y ahora considera “necesario” rescatarlo “por la
absurda y siniestra invasión rusa de Ucrania y esas noticias según las cuales
el perverso exmiembro de la KGB Vladimir Putin ha aludido al poder nuclear y la
Tercera Guerra Mundial”.
¡Menudo
analista de política internacional! ¿De verdad cree que esas opiniones, puestas
en boca del autor, y no de un personaje que fuera un jubilado de no muchas
luces caben en un libro de relatos? ¿Y de verdad considera que un cuentecillo
más o menos sentimental puede contribuir a paliar los desastres de la guerra?
La decena o docena de sugerentes relatos que incluye este
libro se ven oscurecidos por los intentos del autor de dar unidad al
heterogéneo conjunto y por sus intromisiones moralizantes.
El
narrador no fiable es un recurso literario de gran efectividad (lo ha utilizado
con frecuencia la novela policial, recordemos a Agatha Christie y La muerte
de Roger Ackroyd), pero el autor debe respetar en todo momento la
inteligencia del lector si no quiere correr el riesgo de que no tomemos en
serio nada de lo que nos está contando.
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