La desfachatez intelectual
Ignacio
Sánchez-Cuenca
Catarata.
Madrid, 2016.
Hace tiempo que colecciono tonterías sobre Internet. Una
de mis favoritas es la siguiente: "La televisión era útil para el
ignorante porque seleccionaba la información que él podría precisar, aunque
fuera información estúpida. Internet es un peligro para el ignorante porque no
filtra nada".
Lo más
curioso es que esa desinformada y paternalista opinión (olvida la multiplicidad
de canales televisivos, cree que a la gente común hay que protegerla de los
riesgos del conocimiento) la formuló Umberto Eco.
Y no es
un caso único. El curioso lector comprueba sorprendido cada semana como muy
ilustres escritores pontifican en las páginas de los diarios sobre los más
dispares asuntos sin el más mínimo respeto ni al rigor de los datos ni a la
coherencia del razonamiento.
A ese
fenómeno, al que estamos cada vez más mal acostumbrados, lo califica muy acertadamente
Ignacio Sánchez-Cuenca, en el título de su último libro, de desfachatez intelectual.
Lo que él afirma seguramente que muchos lo han pensado (e incluso lo habrán
dicho anónimamente en algún foro de Internet), pero solo él se atreve a
afirmarlo en las páginas de un libro y con nombres y apellidos. A Gustavo Bueno,
por ejemplo, lo considera "la encarnación misma del energúmeno". No le
niega "inteligencia y conocimiento portentosos", pero sus libros últimos
sobre la televisión, la democracia, el nacionalismo, las izquierdas "son
volúmenes mayormente ilegibles, llenos de ideas absurdas y disparates
reaccionarios, que reflejan con suma precisión los estragos del aislamiento
intelectual".
No se
piense, por estas y otras afirmaciones al paso
(como la referencia al "matonismo verbal" de Pérez-Reverte),
que nos encontramos ante un panfleto. Sánchez-Cuesta ejemplifica y trata de razonar
sus afirmaciones. El análisis que realiza del libro de Muñoz Molina Todo lo que era sólido, tan unánimemente
aplaudido, resulta en este sentido ejemplar. Muñoz Molina presume de que es la
suya una escritura que ha aprendido en el New
Yorker o en el New York Times, "el
respeto estricto por los hechos, la necesidad de comprobar al máximo la
veracidad de cada cosa que se decía". Pero en sus elucubraciones hay más
autobiografía y abusivas generalizaciones, empalagosa quejumbre, que análisis
objetivo de las razones de la crisis.
El
terrorismo, el nacionalismo y la crisis son los tres asuntos que centran el
libro de Sánchez-Cuenca. Savater, Jon Juaristi y Félix de Azúa, tres de los principales
protagonistas. También ocupa un lugar destacado Vargas Llosa, uno de los
principales panegiristas de Esperanza Aguirre (a quien llegó a calificar como
"la Juana de Arco del liberalismo"), incluso cuando sus colaboradores
iban siendo imputados uno tras otro y callando que esa campeona del liberalismo
financió con dinero público, a través de la fundación Arpegio, su carrera hacia
el Nobel.
No se
ocupa mucho de Juan Manuel de Prada, quizá porque lo considera una presa
demasiado fácil, pero todas sus intervenciones son estelares. Considera, por
limitarnos a un ejemplo, los cuadernos de caligrafía Rubio como lo más decisivo
en la formación de varias generaciones de españoles y "expulsar la
caligrafía de las escuelas" poco menos que la causa de la decadencia del
mundo contemporáneo.
Leemos a
Sánchez-Cuenca y respiramos aliviados: no somos los únicos que consideramos que
una tontería es una tontería, la firme Umberto Eco, Javier Marías (el que
afirmó que escribe a máquina sus artículos porque le gusta corregir a mano, sin
haberse enterado al parecer de que existen las impresoras) o Félix de Azúa,
cuyo creciente furor antinacionalista va acompañado de un cada vez mayor desdén
por el mínimo rigor intelectual.
Pero con
los disparates de los intelectuales de cierto renombre pasa exactamente igual
que con los de Donald Trump o los de los participantes de El gran hermano: cuanto mayores son más eco encuentran en la
audiencia. Los directores de los periódicos y los programadores de televisión
lo saben. A veces da la impresión de que los análisis políticos o sociales de
nuestros intelectuales forman parte de la industria del entretenimiento o que
solo son un desahogo del fin de semana.
¿Quiere
esto decir, como afirma Sánchez-Cuenca, que hay un exceso de literatura en los
periódicos? No estoy yo muy de acuerdo con ello. En las publicaciones
periódicas, desde sus comienzos, no se ha publicado solo lo que llamamos
periodismo; el cuento o el poema encuentran incluso en ellas un ámbito más
propicio que el libro. Lo que ocurre es que literatura de no ficción, como la
crónica, no pueden tomarse las libertades de la literatura de ficción.
Haber
escrito importantes novelas, admirables poemas o profundas indagaciones
filosóficas (en el caso de haberlo hecho, que no siempre es así), no garantiza
que nuestras opiniones, enunciadas a vuela pluma y sin mayor reflexión, aunque
estén redactadas con primorosa caligrafía, valgan más que las del tendero de la
esquina (a menudo mucho más sensato).
Ignacio
Sánchez-Cuenca nos ayuda a no dejarnos deslumbrar por el brillo de los nombres
propios. Y añade a la particular colección de disparates de cada lector de
prensa alguna insuperable perla como la afirmación de Fernando Savater de que
cualquier parado cambiaría su vida por la del toro de lidia: con gusto aceptaría
que le torturaran públicamente antes de asesinarle con premeditación y alevosía
con tal de haber llevado antes una vida libre y regalada. En España se pueden
decir tales cosas y seguir siendo considerado un intelectual prestigioso.