Tangos, jazz-bands y cupletistas
Edición e
introducción de Pedro Ignacio López
Prólogo de Javier
Jiménez
Fórcola. Madrid,
2016.
Las hemerotecas están llenas de libros que esperan la mano y
la voz del editor que les diga levántate y anda. Buena parte de la literatura
de los siglos XIX y XX, como es bien sabido, se publicó antes que
en libro en los periódicos: desde los relatos de Clarín hasta los ensayos de
Ortega. Algunas de esas obras –casi todo Azorín, buena parte de Unamuno,
Ferlosio o Savater– la recogieron en volumen los propios autores; otras
quedaron como cosecha póstuma.
Sorprendente
resulta el caso de Julio Camba. Fue solo escritor en la efímera prensa diaria.
Sus primeras recopilaciones de artículos –Alemania,
Londres, Un año en el otro mundo– alcanzaron un éxito inmediato y le
convirtieron en uno de los autores más leídos y admirados en los años previos a
la guerra civil. Luego, hasta su muerte en los años sesenta, siguió
escribiendo, pero cada vez menos y cada vez con menor interés. Su muerte lo
llevó al purgatorio de las librerías de viejo.
De ahí lo
han sacado editores como Abelardo Linares, de Renacimiento, o Javier Jiménez de
Fórcola. En los últimos años se han publicado tantos libros nuevos –o
seminuevos– de Julio Camba como los que él publicó en vida. Y la cantera no
parece haberse agotado todavía.
Pedro
Ignacio López, autor de una biografía de Camba, El solitario del Palace, reúne ahora casi un centenar de artículos,
publicados entre 1905 y 1961, relacionados, a veces muy vagamente, con la
música. En uno de esos artículos, encontramos esta rotunda afirmación: “Yo soy
una persona inteligente que carece de sensibilidad musical. A mí me tocan
ustedes Mozart o Beethoven, Bach o Wagner, y es inútil. Todos los gestos que yo
haga, todas las actitudes estéticas que yo tome serán pura cortesía. En el
fondo me aburro como una ostra”. Exageraba Camba, pero quizá no demasiado.
Terminaba el artículo –escrito en Berlín poco antes de la Gran Guerra– diciendo
que probablemente era la única persona en Alemania a la que le ocurría tal
cosa, pero que no era demasiado grave porque había países enteros, como
Inglaterra, en el mismo caso.
La música
que suena en las páginas de este libro es sobre todo música popular, y de esa
música lo que más le interesa a Camba son sus alrededores: lo suyo es el
irónico costumbrismo, no la crítica musical.
Las
crónicas más antiguas nos llevan al mundo de Luces de Bohemia y son quizá las que mayor interés conservan hoy
para nosotros. La historia que se nos cuenta en “La Camelia y el rajah” la
conocíamos por las memorias de Pío Baroja o por el libro Gente del 98 de su hermano Ricardo: el cuento de hadas en que una
bailarina malagueña, Anita Delgado, acaba casándose con un príncipe indio. El
maharajá de Kapurtala, que había venido a España como invitado a la boda de
Alfonso XIII, buscaba solo una aventurilla con la bella bailarina, pero la
eficaz intervención de Valle-Inclán hizo que el asunto acabara en boda. Ese
final feliz no fue el final de la historia como nos ha contado Javier Moro en Pasión india.
Tangencialmente
relacionados con la música están muchos de estos artículos, pero no por ello
carecen de interés. A la muerte de Leopoldo II, uno de los grandes genocidas de
la historia, escribe: “Cada mes, el rey Leopoldo se pasaba en París de quince a
veinte días con sus correspondientes noches. Se le veía en las terrazas de los
cafés como un parroquiano cualquiera. Por eso dicen que era un rey demócrata.
Era demócrata en París, constitucional en Bélgica y absoluto en el Congo. No se
puede imaginar un rey más tiránico de los negros ni un esclavo más humilde de
las blancas”. A una de sus amantes, la bailarina Cléo de Merode, la conoció
Camba: “Fui a visitarla al hotel Inglés, donde se hospedaba, y me produjo una
impresión muy agradable. Pero en aquella época yo era un chico y no sabía que
aquellos dientes tan blancos de la Cléo habían masticado carne de negros”. Leemos
este artículo frívolo sobre el hombre que creó el infierno al que viajó Conrad
en El corazón de las tinieblas y no
podemos dejar de pensar en la fórmula que acuñaría Hannah Arendt años más
tarde: “la banalidad de mal”. Y la capacidad del mundo civilizado para mirar
hacia otra parte cuando gente muy civilizada comente los mayores crímenes.
Era un
tiempo, el de Camba, en que la música no se escuchaba cotidianamente en las
casas, sino en los cafés. “¿Y cómo deber ser la música de los cafés?”, se
pregunta en un artículo. “Como la literatura del periódico: fácil, amena y digestiva”,
se responde. Y luego establece una comparación entre el café y el periódico:
“Ambas instituciones tienen un espíritu igualmente democrático”.
Resulta
curioso leer hoy lo que eran los café y los periódicos de hace cien años. Afirma
Camba que los escritores de periódico, como los músicos de los cafés, deben
renunciar a ser completamente geniales si no quieren morir de inanición. Esa
idea, que se ha repetido mucho (González-Ruano hablaba de que en la calderilla
del artículo desperdiciaba el oro de su talento), no es enteramente cierta y
Camba, como antes Larra (o el propio Ruano, cuyas obras “mayores” –novelas,
poemas– valen poco), lo ejemplifica cumplidamente.
Claro que
también hay calderilla, caedizas hojas secas, en estas páginas. Es el riesgo de
pretender ser exhaustivo. El libro no habría perdido nada si se prescinde de
los últimos artículos, escritos cuando ya Camba tenía tan poco que decir que se
copiaba a sí mismo, como Pedro Ignacio López se encarga de demostrar
reproduciendo en varias ocasiones textos casi idénticos publicados con treinta
o cuarenta años de distancia.
El prólogo
autobiográfico del editor y la introducción de Pedro Ignacio López, una erudita
indagación sobre tres melodías populares, añaden interés a un volumen que aúna
frivolidad e inteligencia, el encanto de las fotografías antiguas y la inagotable
seducción del viejo periodismo.
No podía hacer nada por él. Sin el anillo mágico, estaba a merced de los orcos.
ResponderEliminar© María Taibo