sábado, 5 de marzo de 2016

Julio Camba, oro y calderilla


Tangos, jazz-bands y cupletistas
Edición e introducción de Pedro Ignacio López
Prólogo de Javier Jiménez
Fórcola. Madrid, 2016.

Las hemerotecas están llenas de libros que esperan la mano y la voz del editor que les diga levántate y anda. Buena parte de la literatura de los siglos XIX y XX, como es bien sabido, se publicó antes que en libro en los periódicos: desde los relatos de Clarín hasta los ensayos de Ortega. Algunas de esas obras –casi todo Azorín, buena parte de Unamuno, Ferlosio o Savater– la recogieron en volumen los propios autores; otras quedaron como cosecha póstuma.
            Sorprendente resulta el caso de Julio Camba. Fue solo escritor en la efímera prensa diaria. Sus primeras recopilaciones de artículos –Alemania, Londres, Un año en el otro mundo– alcanzaron un éxito inmediato y le convirtieron en uno de los autores más leídos y admirados en los años previos a la guerra civil. Luego, hasta su muerte en los años sesenta, siguió escribiendo, pero cada vez menos y cada vez con menor interés. Su muerte lo llevó al purgatorio de las librerías de viejo.
            De ahí lo han sacado editores como Abelardo Linares, de Renacimiento, o Javier Jiménez de Fórcola. En los últimos años se han publicado tantos libros nuevos –o seminuevos– de Julio Camba como los que él publicó en vida. Y la cantera no parece haberse agotado todavía.
            Pedro Ignacio López, autor de una biografía de Camba, El solitario del Palace, reúne ahora casi un centenar de artículos, publicados entre 1905 y 1961, relacionados, a veces muy vagamente, con la música. En uno de esos artículos, encontramos esta rotunda afirmación: “Yo soy una persona inteligente que carece de sensibilidad musical. A mí me tocan ustedes Mozart o Beethoven, Bach o Wagner, y es inútil. Todos los gestos que yo haga, todas las actitudes estéticas que yo tome serán pura cortesía. En el fondo me aburro como una ostra”. Exageraba Camba, pero quizá no demasiado. Terminaba el artículo –escrito en Berlín poco antes de la Gran Guerra– diciendo que probablemente era la única persona en Alemania a la que le ocurría tal cosa, pero que no era demasiado grave porque había países enteros, como Inglaterra, en el mismo caso.
            La música que suena en las páginas de este libro es sobre todo música popular, y de esa música lo que más le interesa a Camba son sus alrededores: lo suyo es el irónico costumbrismo, no la crítica musical.
            Las crónicas más antiguas nos llevan al mundo de Luces de Bohemia y son quizá las que mayor interés conservan hoy para nosotros. La historia que se nos cuenta en “La Camelia y el rajah” la conocíamos por las memorias de Pío Baroja o por el libro Gente del 98 de su hermano Ricardo: el cuento de hadas en que una bailarina malagueña, Anita Delgado, acaba casándose con un príncipe indio. El maharajá de Kapurtala, que había venido a España como invitado a la boda de Alfonso XIII, buscaba solo una aventurilla con la bella bailarina, pero la eficaz intervención de Valle-Inclán hizo que el asunto acabara en boda. Ese final feliz no fue el final de la historia como nos ha contado Javier Moro en Pasión india.
            Tangencialmente relacionados con la música están muchos de estos artículos, pero no por ello carecen de interés. A la muerte de Leopoldo II, uno de los grandes genocidas de la historia, escribe: “Cada mes, el rey Leopoldo se pasaba en París de quince a veinte días con sus correspondientes noches. Se le veía en las terrazas de los cafés como un parroquiano cualquiera. Por eso dicen que era un rey demócrata. Era demócrata en París, constitucional en Bélgica y absoluto en el Congo. No se puede imaginar un rey más tiránico de los negros ni un esclavo más humilde de las blancas”. A una de sus amantes, la bailarina Cléo de Merode, la conoció Camba: “Fui a visitarla al hotel Inglés, donde se hospedaba, y me produjo una impresión muy agradable. Pero en aquella época yo era un chico y no sabía que aquellos dientes tan blancos de la Cléo habían masticado carne de negros”. Leemos este artículo frívolo sobre el hombre que creó el infierno al que viajó Conrad en El corazón de las tinieblas y no podemos dejar de pensar en la fórmula que acuñaría Hannah Arendt años más tarde: “la banalidad de mal”. Y la capacidad del mundo civilizado para mirar hacia otra parte cuando gente muy civilizada comente los mayores crímenes.
            Era un tiempo, el de Camba, en que la música no se escuchaba cotidianamente en las casas, sino en los cafés. “¿Y cómo deber ser la música de los cafés?”, se pregunta en un artículo. “Como la literatura del periódico: fácil, amena y digestiva”, se responde. Y luego establece una comparación entre el café y el periódico: “Ambas instituciones tienen un espíritu igualmente democrático”.
            Resulta curioso leer hoy lo que eran los café y los periódicos de hace cien años. Afirma Camba que los escritores de periódico, como los músicos de los cafés, deben renunciar a ser completamente geniales si no quieren morir de inanición. Esa idea, que se ha repetido mucho (González-Ruano hablaba de que en la calderilla del artículo desperdiciaba el oro de su talento), no es enteramente cierta y Camba, como antes Larra (o el propio Ruano, cuyas obras “mayores” –novelas, poemas– valen poco), lo ejemplifica cumplidamente.
            Claro que también hay calderilla, caedizas hojas secas, en estas páginas. Es el riesgo de pretender ser exhaustivo. El libro no habría perdido nada si se prescinde de los últimos artículos, escritos cuando ya Camba tenía tan poco que decir que se copiaba a sí mismo, como Pedro Ignacio López se encarga de demostrar reproduciendo en varias ocasiones textos casi idénticos publicados con treinta o cuarenta años de distancia.
            El prólogo autobiográfico del editor y la introducción de Pedro Ignacio López, una erudita indagación sobre tres melodías populares, añaden interés a un volumen que aúna frivolidad e inteligencia, el encanto de las fotografías antiguas y la inagotable seducción del viejo periodismo. 

1 comentario:

  1. No podía hacer nada por él. Sin el anillo mágico, estaba a merced de los orcos.

    © María Taibo

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