Historia
alternativa de la felicidad
Juan Antonio
González Iglesias
Penguin Randon
House. Barcelona, 2023.
Juan
Antonio González Iglesias es poeta, uno de los más notables de su generación, y
catedrático de Filología Clásica. Para ofrecernos una Historia alternativa
de la felicidad (o mejor, una propuesta alternativa) ha echado mano de sus
muchos conocimientos filológicos y también de sus abundantes lecturas de la
poesía contemporánea.
La lección de los mejores de ayer coincide
en sus paginas con la lección de los mejores de hoy, aunque a veces –todo hay
que decirlo-- esa coincidencia resulte un poco forzada. Nos hace sonreír el
final del capítulo titulado “La sobria ebriedad”. ¿La trágica vida de Cleopatra
habría sido distinta de haber podido leer a Claudio Rodríguez? González
Iglesias cree que sí. Cleopatra “se nos presenta como ebria de buena fortuna y
por tanto condenada a la desdicha. Le faltó estar ‘sobria de buena fortuna’. Si
hubiera podido leer el deslumbrante Don de la ebriedad de Claudio
Rodríguez, habría adquirido a la vez el ‘don de la sobriedad’ que también lo
anima”.
A esa aventurada hipótesis, podemos
añadir otra como afirmar que Odysséas Elýtis “habría tenido igual el Premio
Nobel” si solo hubiera escrito la frase “en el paraíso he recortado una isla”.
Quizá quiso decir “merecido” y ya sería una hipérbole excesiva, pero “tenido”
resulta una falsedad (no es un premio para frases felices).
Se leen con gusto y provecho los
setenta capítulos –por lo general breves-- de este libro, que es también una
selecta antología de poesía clásica y contemporánea. González Iglesias sabe,
como pedía Horacio, “instruir deleitando”. Destaca el capítulo final, dedicado
a Catulo, en quien encuentra “un catálogo práctico de felicidad”.
Sin embargo, al margen de algunos lapsus
fácilmente corregibles (“Los placeres inferiores” no es un libro de Francisco
Brines, sino uno de sus poemas), a mi
entender incurre en un error de base que conviene subrayar: contrapone un
idealizado mundo clásico a un no bien entendido mundo contemporáneo.
Me limitaré a algunas muestras. “Lo
que ahora se expresa por WhatsApp –escribe en el capítulo “Las
felicitaciones”-- o por teléfono antes se comunicaba poéticamente. Tenían
poemas para desear buen viaje (el propenticón) que incluso anticipan
como será el retorno feliz. Poemas para felicitar la boda (el epitalamio) o
para acompañar el envío de un regalo”. Pero un poema se puede enviar por
WhatsApp o leer por teléfono, no hay que confundir contenido con continente.
¿Se recitaban entonces siempre poemas para desear buen viaje? ¿Se leían poemas
en todas las bodas? Me imagino que sería solo en algunos casos, lo mismo que
ocurre ahora.
“El que tiene lo público carece de lo
privado” afirma González Iglesias citando a Gil-Albert. La privacidad ha
desaparecido del mundo contemporáneo, repite una y otra vez; hoy “las personas
monetizan su intimidad ofreciéndola por Internet a las multitudes”. En pleno
“paroxismo internáutico”, ha habido quien “ha osado felicitar” a los que se
quedan al margen. Y cita como ejemplo de esa osadía un poema propio, aunque
callando el nombre: “Benditos los ignotos, / los que no tienen página / en
Internet, perfil / que los retrate en Facebook, / ni artículo que hable / de
ellos en Wikipedia. / Los que no tienen blog. / Ni siquiera correo /
electrónico, todo / les llega si les llega / con un ritmo más lento. / Tienen
pocos amigos. / No exponen sus instantes. / No desgastan las cosas / ni el
lenguaje. Network / para ellos es malla / que detiene la plata de los peces. /
Benditos los que viven / como cuando nacieron/ y pasan las mañanas oyendo el
olmo / que creció junto al río / sin que nadie / lo plantara. / Benditos los
ignotos, / los que tienen / todavía intimidad”.
Y esos que pasan la mañana junto al
olmo, habría que preguntarle al autor, ¿de qué viven? ¿Tienen esclavos como en
tiempo de Horacio o santa esposa, como hace unas décadas, que se ocupan de las
cuestiones prácticas de la vida? No escriben versos, por supuesto, ni menos los
publican, porque entonces correrían el riesgo de “compartir sus instantes”.
Qué fácil resultan rebatir estas falacias,
que suenan tan bien y tantos aplauden, confundiendo el uso con el abuso de las
redes sociales. ¿De verdad cree González Iglesias que quien tiene perfil en
Internet deja de ser ignoto? ¿Y que se pierde algo de intimidad por tener un
blog sobre filatelia o sobre cualquier otra afición? El error conceptual en que
incurre González Iglesias –y no es solo suyo, por eso conviene señalarlo-- es
pensar que porque son varios cientos de millones las personas que tienen un perfil
en Facebook son cientos de millones los que pueden ver las fotos de la
presentación de un libro que subo a mi página. “¡Lástima grande / que no sea
verdad tanta belleza!”, habría que exclamar citando a otro clásico.
Siguen existiendo privacidad e intimidad y
no han disminuido, sino aumentado desde aquel tiempo en que las familias pobres
vivían amontadas en una habitación y los palacios estaban llenos de cortesanos.
Aunque uno esté en todas las redes sociales y tenga correo electrónico --ya
casi solo una herramienta de trabajo, por cierto--, solo comparte de su
intimidad aquello que quiere compartir, salvo por descuido o inadvertencia,
pero esa es otra cuestión.
Intimidad siguen teniéndola no solo la
mayoría de las personas –cuya privacidad no interesa a nadie--, sino los
personajes públicos. ¿O acaso cree González Iglesias que tiene menos vida
privada Felipe VI que Alfonso XIII, la reina Letizia que Isabel II?
Pero González Iglesias sigue erre
que erre: “La sonrisa, que es el fruto logrado de la felicidad, se comunica en
silencio. En el destello de la mirada puede haber más generosidad con los demás
que en ninguna publicación instantánea”. Perfecto. Pero a veces la sonrisa y el
destello de la mirada están a miles de kilómetros. ¿Y cómo entonces podría
disfrutar el abuelo de la sonrisa de su nieto sin el recurso a Internet?
“¿Cómo hemos llegado nosotros a la
exaltación máxima de lo público?”, se pregunta. Al parecer eso ya ocurrió hace
siglos: Alexis de Tocqueville dictaminó que “los americanos carecen de
intimidad”. Y ahora han bastado los años que llevamos del siglo XXI “para
abolir la preciosa intimidad europea”.
Admirable González Iglesias cuando
escribe versos o nos explica los pormenores filológicos de la cultura clásica;
algo menos admirable cuando da rienda suelta a su misoneísmo y moraliza sobre
la decadencia contemporánea.