jueves, 27 de enero de 2011

Diana Cullell: Académicos disparates


Diana Cullell
La poesía de la experiencia española de finales del siglo XX al XXI
Devenir, Madrid, 2010

A Eugenio d’Ors le bastaba leer un artículo de periódico para conocer de inmediato si quien lo había escrito era o no bachiller. Y solo con hojear un volumen de crítica podía discernir “si allí se ha empleado talento universitario o de autodidacta”. En su opinión, a quien ha pasado, siquiera distraídamente, por las aulas universitarias “le quedan ciertas sospechas –un saber que no se sabe lo que no se sabe—, una actitud más cauta en lo deficiente; menos propensa, por tanto, al ridículo”.
Eran otros tiempos. Hoy pocos estudios más propensos al ridículo, más ayunos de rigor conceptual, menos útiles para el lector interesado que buena parte de los estudios académicos que se dedican al análisis de la literatura contemporánea.
El ejemplo más reciente lo firma Diana Cullell, doctora en Literatura Española por la Universidad de Manchester, y actualmente profesora en la de Liverpool. Se dedica al análisis –así dice el título— de La poesía de la experiencia española de finales del siglo XX al XXI. Alguien podría pensar que mi opinión no es imparcial, ya que soy juez y parte: acá y allá se citan algunos trabajos míos y la autora incluso tiene la amabilidad de clasificarme como poeta de la experiencia (probablemente sin haber leído ninguno de mis poemas, como no necesita leer a ningún otro poeta para decidir si es o no poeta de la experiencia: debería patentar el procedimiento). Nada me gustaría más que escuchar una razonada opinión distinta. Pero para darla hay que leer el libro, no hojearlo distraídamente, y eso no se si algún otro crítico se decidirá a hacerlo (y no seré yo quien se lo reproche).
No me detendré en que analizar –como se hace en la segunda parte del estudio—junto a la de Cernuda, Gil de Biedma y García Montero, la poesía de María Antonia Ortega, Esther Zarraluki y Almudena Guzmán no es la mejor manera de reivindicar la poesía femenina. Me limitaré a subrayar que parece un método cuanto menos discutible afirmar que María Antonia Ortega es poeta de la experiencia, aunque no lo parezca y milite en el campo de “la diferencia”, porque comparte con la obra de Lorenzo Oliván el presentar la sensualidad “de manera penetrante en la reconstrucción que hace la mente a partir de varios elementos tanto de fondo como de forma dentro del poema”.
Diana Cullell no da muestras de haber leído a los poetas que tan precisamente clasifica y califica. Se basa para ello en lo que se ha dicho de ellos, en literatura secundaria: estudios, antologías, artículos periodísticos. Y todo lo coloca al mismo nivel: no distingue entre un documentado estudio y cualquier pintoresca polémica, ni tampoco entre lo publicado en una fecha o en otra. Un ejemplo que me concierne: “Mientras José Luis García Martín parece guardar objetividad en La generación del 99 (1999), con 12 experienciales entre los 28 antologados, y en Selección nacional (1998), con 7 de 15, la antología La generación de los ochenta (1988) toma un giro inesperado e incluye a 13 poetas de la estética dominante entre un total de tan solo 15”.
Difícilmente puede tomar un giro inesperado una antología de 1988 en relación con otra publicada diez años después. Esas antologías que cita tienen distinto campo de selección: los poetas surgidos en la década de los ochenta, los surgidos en la de los noventa. Si hubiera hecho un análisis de los antologados (o si siquiera los hubiera leído) y hubiera definido ese flatus vocis en que se ha convertido el sintagma “poesía de la experiencia”, Diana Cullell podía simplemente pensar que la “estética dominante” entre los nuevos poetas de los ochenta ya no era tan “dominante” en los nuevos poetas de los noventa. Pero pedir rigor a una estudiosa capaz de calificar (en nota de la página 187) a la antología El sindicato del crimen, del apócrifo Eligio Rabanera, como “obra maestra del grupo”, es pedir peras al olmo. Ser juez y parte tiene sus ventajas: puedo contar cómo se hizo esa antología. No pretendía defender ninguna estética, sino reírse de los ataques que ciertos resentidos poetas (principalmente andaluces) hacían a otros poetas (también principalmente andaluces) que les arrebataban los premios y el prestigio que ellos creían merecer mejor. Se envió una amplia circular y para participar hubo que pagar cinco mil pesetas, porque el libro –que presuntamente reunía a los poetas que manejaban el cotarro— fue una autoedición. Pero para quienes enseñan en universidades extranjeras (y no solo) esa azarosa broma es una obra maestra del rigor antológico y quien se incluye en ella –Jose Carlos Llop, Antoni Marí, entre otros— queda marcado al parecer para siempre, al menos entre los desatentos profesores de literatura, como “poeta de la experiencia”.
Diana Cullell, según señala en el prólogo, concibe su libro “como un estudio y una re-evaluación de una línea primordial que recorre la literatura peninsular española del último medio siglo. En dicha línea, el trabajo anhela verificar su continuidad y existencia dentro del ámbito literario de los últimos años poniendo de manifiesto ciertas deficiencia y desacertadas interpretaciones que han arrojado a la sombra a importantes autores y obras claves en ella”.
Para ello, decía, utiliza solo literatura secundaria: un poeta es poeta de la experiencia porque en tal o cual información periodística se le calificó de tal, o porque se le incluye en esta o en otra antología. Pero esa literatura secundaria tampoco parece haberla leído con demasiada atención. En la página 64 escribe: “La antología Fin de siglo (El sesgo clásico en la última poesía española) (Villena, 1992a, 31-32), pese a su programa estético, coincide con De lo imposible a lo verdadero: poesía española 1965-2000 (Garrido Moraga, 2000) en la inclusión de Antonio Rodríguez Jiménez, quien fue uno de los organizadores, junto a María Antonia Ortega y Pedro Rodríguez Pacheco, de las lecturas que dieron lugar a la ‘poesía de la Diferencia’, facción contraria a la que le relaciona Villena”.
Pero no hay tal coincidencia en la inclusión: Villena se limita a mencionar en el prólogo a varios poetas no incluidos que participan de la misma estética, entre ellos Rodríguez Jiménez y su libro Un verano en los ochenta. Y es que Rodríguez Jiménez podrá ser un adalid de la llamada “poesía de la Diferencia” (que no nombra una estética, sino un nutrido grupo de agraviados), pero su manera de entender la poesía, salvo en la calidad, en nada se diferencia de la de los poetas realistas de principios de los ochenta: “Entro distante —como casi siempre— / y la interrogo sin mirarla a los ojos: / ¿Hay colonia de mujer? Sonríe, / y en su mirada observo distraído un lado de humedades”.
Diana Cullell no se limita a mal resumir “riñas literarias” –así titula uno de los subcapítulos de su libro—, también toma de la obra de Bourdieu el concepto de “habitus” (“situación o condición típica o habitual de una entidad, particularmente del cuerpo”, según lo define) y lo aplica reiteradamente al análisis de los poetas. El resultado oscila entre lo banal, lo ininteligible y lo risible.

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