jueves, 13 de enero de 2011

Pablo Anadón: El humo de los días


Pablo Anadón
Estudios de la luz

Pre-Textos. Valencia, 2010.


Se fuma mucho en el último libro de Pablo Anadón, un poeta argentino que ha querido reaccionar contra el informalismo y el experimentalismo de la poesía contemporánea. En el poema que sirve de epílogo, “En este bar escribo”, poesía y humo se identifican: “miro el humo / de la pipa que es casi todo el lujo / necesario, lo mismo que los versos, / para irisar mis días de azulada / ilusión verdadera: a uno y otros / los extraigo del fondo de mi pecho / y algo tienen de afuera, algo de adentro, / y en el ritmo pausado del aliento / asumen formas raras, imprevistas, / según el soplo, el ánimo y el viento”. En el poema inicial “paladea el tabaco de la pipa” mientras a medianoche, y en su sillón de siempre, intenta traducir a Robert Frost.
La poesía moderna –o buena parte de ella− rechaza la anécdota, el argumento, o gongorinamente disimula el núcleo de experiencia que le sirve de punto de partida. No ocurre así en Pablo Anadón, un poeta muy a contracorriente de las tendencias de su país (no tanto de cierta poesía española), cuyos poemas pueden convertirse fácilmente en apuntes de un cuaderno autobiográfico. Comienza el libro en un interior doméstico, “jugando al juego de la poesía” (propia o traducida, que para él es lo mismo); en el poema siguiente lo vemos preparándose un café en la cafetera “plateada y negra, hecha en Ferrara” que servirá de pretexto para los versos. Otros poemas nos hablan del ruido de la segadora que se interrumpe de pronto y permite escuchar “el latido silencioso del campo”; del perro que se queda mirando “un pájaro que pasa / por el aire lejano de la tarde”; de la taza de café que le trae uno de sus hijos, de la leña que corta junto a otro; de una cría de pingüino encontrada muerta en una playa; de una pipa usada…
Las anécdotas que dan origen a los poemas de Pablo Anadón pertenecen casi siempre a la cotidianidad familiar. El lector español pensará sin duda en Miguel de Unamuno y en los poetas de ahora mismo que siguen la estela de Miguel d’Ors. Pero en Anadón no encontramos confesionalismo religioso, aunque sí temor y temblor ante el misterio de vivir.
¿No hay un riesgo de banalidad en esta poesía del amor conyugal y paternal, de la vida estudiosa y provinciana, en esta poesía clara y llena de buenas intenciones? Lo hay ciertamente, y Pablo Anadón trata de sortearlo de varios modos. En primer lugar conviene señalar que la dicha doméstica que se canta es un paraíso perdido. “Yo he tenido una casa”, comienza el poema titulado precisamente “La casa”, y esa casa “donde pasar las noches del invierno junto al fuego”, donde fue feliz “como puede serlo un hombre / que ha vivido asomado siempre al vidrio / de su desasosiego”, esa casa sigue ahí, pero él desde fuera mira sus ventanas y la puerta que “dividió su vida en dos mitades”. Este libro lleno de anécdotas hurta la banal y melodramática anécdota que le sirve de punto de partida.
¿Qué recursos utiliza Pablo Anadón para evitar la trivialidad y la falacia patética? El primero, el más evidente, es el rescate de la métrica tradicional. Más o menos la mitad de los poemas del libro son sonetos: “Felicidad hecha de casi nada, / de sol sobre los árboles, de vana / sombra de humo de pipa y azulada / serranía que enmarca la ventana…”. El tono intimista y personal no evita, de vez en cuando, algún eco de Borges: “Yo soy aquí el de siempre, poca cosa / que transfigura a veces la poesía. / Soy el que mira transcurrir la prosa / de su desasosiego noche y día / y un alba observa por el vidrio el rosa / que tiñe el mundo, y llora de alegría”.
El espacio cerrado del soneto, su juego de simetrías y correspondencias, ayuda a impedir que los versos se queden en mero desahogo o en álbum de instantes y fotografías familiares. Pero Pablo Anadón –lo mismo le pasaba a Unamuno− no escribe sonetos con demasiada facilidad (y quizá por eso no suele incurrir en el consabido sonsonete). En el soneto “Por la ventana”, que anteriormente hemos citado casi completo, sobra, por ejemplo, el primer cuarteto, y en el muy postmodernista “Conversación”, casi letra de bolero (“Hoy nos vimos de nuevo, amor perdido, / en el café de siempre y conversamos / de los hijos, la casa, los reclamos / del pasado que vuelve y no se ha ido”), disuena un dudoso endecasílabo: “pero sé que todo eso es lo que ha sido”. No me resisto a ponerle un signo de interrogación al final de otro soneto, al que ya he aludido, “El ruido de la segadora”: “Sentado en el sillón / de mimbre viejo en el umbral de casa / he traído de nuevo al corazón / tanta cosa querida, y en la escasa / luz del día he rezado una oración / por vos, por mí, por lo que fue y ya pasa”. El riesgo de la poesía clara, de la que está más allá y no más acá de la buena prosa, es que en ella no se puede decir, como en cierta poesía más o menos surrealista y autosuficiente, cualquier cosa que se nos ocurra: no podemos decir que “lo que fue, ya pasa” porque “lo que fue”, ya ha pasado.
Arriesga mucho Pablo Anadón en este libro, al contrario que tantos poetas innovadores y experimentales. Cuanto tropieza y cae, no hay lector que no lo note. Pero cuando acierta –y lo hace más a menudo de lo que quizá estoy dando a entender− consigue una poesía “hecha de casi nada”, pero que nos permite, como ninguna otra, entrever en la luz de cada día lo que está más allá de la luz y de los días.

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