lunes, 18 de febrero de 2013

Aventura en lo gris: La CIA y la guerra fría cultural


Francis Stonor Saunders
La CIA y la guerra fría cultural
Traducción de Rafael Fontes
Debate. Barcelona, 2013


Tendemos a ver el mundo en blanco y negro, y esa tendencia se agudiza en los casos de conflicto –o ellos o nosotros– como un mecanismo necesario para la supervivencia del grupo. Acabada la segunda guerra mundial, “ellos” dejaron de ser los nazis para ser sustituidos por los comunistas que hasta entonces, y tras la invasión por Hitler de la Unión Soviética formaban parte del “nosotros”, de los luchadores por la libertad.
            Ese nuevo enfrentamiento, conocido como guerra fría, fue fundamentalmente ideológico, no bélico. De ahí la importancia que tuvieron en él escritores y artistas. La Unión Soviética, además de controlar férreamente a los intelectuales del interior, mostraba una sorprendente capacidad de seducción para atraer a los del resto del mundo. Con sus congresos por la paz, apoyados por los nombres más brillantes del momento, muchos de ellos no comunistas, parecía haber ganado la batalla de la propaganda. Y fue entonces cuando los Estados Unidos deciden crear el Congreso por la Libertad Cultural, una ambiciosa organización, que tenía sedes en multitud de países, y que se dedicó a publicar importantes revistas culturales, llevar a los escritores de un lado a otro en bien pagadas conferencias, financiar multitudinarios encuentros. Frente al dirigismo del otro bloque, apoyaba la libertad de la cultura, como su nombre indicaba, y tenía predilección por los antiguos comunistas que habían abjurado de sus antiguos errores.
            ¿Quién financiaba todas esas actividades? Aparentemente diversas fundaciones privadas, en realidad la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, esto es, la CIA, la misma organización implicada en atentados, golpes de Estado y múltiples actividades ilegales.
            Durante dos décadas, aproximadamente entre 1947 y 1967, la CIA funcionó como un gran Ministerio de Cultura dentro de los Estados Unidos –donde nunca hubo Ministerio de Cultura–  y en el resto del llamado “mundo libre”.
Su patrocinio no se limitó al mundo literario. Los congresistas de Estados Unidos, y en esto coincidían con sus rivales soviéticos, detestaban el arte moderno, para ellos también “arte degenerado”, como para los nazis. Y fue el Congreso por la Libertad Cultural, esto es la CIA, quien se encargó de promoverlo y de promocionarlo en el extranjero. El expresionismo abstracto es hoy considerado como la gran aportación de Estados Unidos a las artes plásticas en aquellos años, pero ni esa corriente ni una de sus figuras más destacadas, Jackson Pollock, habrían sido posibles sin el apoyo de la CIA.
            Tom Braden, que ocupaba un alto cargo en la Agencia en aquellos momentos, declaró que la mayoría de los congresistas no podían soportar el arte moderno, pensaban que era una farsa, que era pecaminoso, y por eso la promoción del arte en el extranjero tuvo que hacerse “de forma encubierta; tenía que hacerse así porque hubiese sido rechazado si se hubiese sometido a votación. Para favorecer la libertad de expresión teníamos que hacerlo todo en secreto”.
            Las actividades culturales de la CIA tuvieron que hacerse en secreto por esa razón y por otra más importante porque la propaganda solo es eficaz cuando disimula su carácter de propaganda. Pero fue un secreto que no tardó en ser un secreto a voces. Todo el mundo sabía quien estaba detrás de aquellas actividades, aunque los que participaban en ellas fingieran creer que solo se trataba de rumores.
            Con minuciosa, y a ratos algo tediosa información, Frances Stonor Saunders nos cuenta esta historia llena de secretos y mentiras, sin asesinatos, pero con numerosos complots y algún que otro suicidio, que daría para más de una novela de espías.
            El dirigismo cultural de la CIA no tenía, por supuesto, un fin principalmente cultural, sino de apoyo a la política exterior de los Estados Unidos, pero también tuvo benéficos efectos culturales. Y esa es la paradójica moraleja que podemos extraer de esta historia.
            De la misma manera que la poesía de Pablo Neruda no queda invalidada por su explícito estalinismo y por la supeditación de toda su actividad pública a las directrices del partido comunista, tampoco la de Stephen Spender queda invalidada por los muchos años en que dirigió la revista Encounter fingiendo no saber quién la financiaba ni quién pagaba su sueldo. Ni la denuncia anticomunista de Arthur Koestler en El cero y el infinito queda devaluada porque el Foreign Office comprara miles y miles de ejemplares para distribuirlos gratuitamente.
            A principios de 1963, quienes dirigían en la sombra a los intelectuales del Congreso por la Libertad Cultural se enteraron de que Neruda era un firme candidato para el premio Nobel. Inmediatamente comenzaron la campaña contra él, en la que tuvieron parte importante escritores españoles como Julián Gorkin, un antiguo comunista, o Salvador de Madariaga. Neruda no conseguiría el Nobel hasta 1971 cuando a la CIA ya no le preocupaban las cuestiones culturales, sino otras más importantes, como apoyar a los golpistas contra el gobierno de Salvador Allende, del que Neruda era entonces embajador en París.
            Frances Stonor Saunders encabeza cada uno de los capítulos de su libro con una cita literaria. La del último, “Mal negocio”, que trata del fin de aquellas actividades en 1967, tras ser descubiertos por la prensa los mecanismos de su financiación ilegal, está firmada por Campoamor. Son sus versos más famosos y resumen bien la moraleja que se puede extraer de tan precisa y bien documentada investigación: “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira”.
            Manipular escritores que se creían libres para atajar los avances del comunismo no fue lo peor que hicieron quienes “reclutaron nazis, derrocaron gobiernos, apoyaron dictaduras, tramaron asesinatos”. Y si dejaron de hacerlo fue menos por haber sido descubiertos sus entresijos financieros que por haberse dado cuenta de la escasa utilidad del empeño.

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