viernes, 30 de agosto de 2013

Giacomo Casanova, Los mercados financieros, Claudio Rodríguez y José Manuel Díez: Una conversación.


–-¿Qué criterio sigues en tus lecturas? ¿Cómo escoges los libros del día, o de la semana?
–-Ninguno. El azar y el capricho. Creo que nunca he leído por obligación, ni siquiera cuando era estudiante. Por lo general, las lecturas obligatorias de las distintas asignaturas ya las había leído cuando no eran obligatorias.
––Vamos a ver lo que tienes sobre la mesa. Cartas a un mayordomo, de Giacomo Casanova. ¿Escribió algo más Casanova que la famosa historia de su vida?
––Mucho. Muchísimo. Era un grafómano. Pero lo único que tiene interés son sus escritos autobiográficos. A estas Lettres au Sieur Faulkircher par son meilleur ami Jacques Casanova de Seingalt, que ese es el irónico título original, le sigue una obra de teatro, El polemoscopio, una nadería. Como es bien sabido, los últimos años de su vida los pasa Casanova en Dux, como bibliotecario del conde de Waldestein, aunque con numerosas idas y venidas a distintos lugares. No fueron años apacibles. Los criados del conde, cuando este se ausentaba, procuraban hacerle la vida imposible a ese otro criado –así lo consideraban ellos– con pretensiones de señor. El príncipe de Ligne, que era tío del conde y trató a Casanova en esa época, nos ha dejado un divertido retrato del quisquilloso personaje: “No ha habido día en la casa sin una pelea por su café, su leche, su plato de macarrones, que exigía. Que si el cocinero le había hecho mal la polenta, que si el caballerizo le había dado un mal cochero para venir a verme, que si los perros habían ladrado toda la noche, que si más invitados de los que se esperaban le habían obligado a comer en una pequeña mesa. O que un cuerno de caza le había desgarrado el oído con su sonido cortante o desafinado”. La anécdota central de las Cartas a un mayordomo (el robo de un retrato suyo y la aparición en el retrete)  también la refiere Ligne en su “Fragmento sobre Casanova”, donde fundamentalmente resume las memorias, que él leyó antes que nadie, cuando parecían destinadas a permanecer para siempre inéditas.
––No sé que tal estarán esas Cartas a un mayordomo, pero yo creo que el capítulo final de las memorias de Casanova lo escribió Arthur Schnitzler.
––Completamente de acuerdo. Su El regreso de Casanova es una obra maestra desde la primera frase: “A sus cincuenta y tres años, cuando hacía ya tiempo que Casanova no era acosado a través del mundo por el placer de aventuras de su juventud, sino por el desasosiego de una vejez próxima, sintió crecer en su alma tan impetuosamente la nostalgia de Venecia, su ciudad natal, que como un ave que desde las alturas del aire desciende poco a poco para morir comenzó a dar vueltas en torno a ella en círculos cada vez más estrechos”. Las Cartas a un mayordomo, traducidas y anotadas por Jaime Rosal, son una curiosidad para casanovistas, un complemento de sus inagotables memorias, por fin completas en español gracias a la editorial Atalanta. Yo lo leí entero mientras tomaba un café y me imaginaba lo que debía ser la vida de un noble y de su servidumbre a finales del siglo XVIII cuando la revolución francesa había dado ya el tiro de gracia a toda una época.
–-¿Y no te parece un salto demasiado grande pasar del siglo XVIII y de tu admirado Casanova a Los mercados financieros, de Vicente Varó?
––Siempre me han interesado mucho los libros de divulgación. Como soy un ignorante en física, en matemáticas, en economía, en casi todo, me paso la vida leyendo sobre física, sobre matemáticas, sobre economía, para tratar de entender algo. Del libro de Varó he aprendido muchas cosas. La primera, a dejar a un lado el pensamiento mítico, tan generalizado ahora con la crisis: que si la culpa la tienen los banqueros o los especuladores o Angela Merkel o la desregulación del mercado o la globalización. El mundo de la economía es más complejo y a la vez más simple de lo que piensan algunos. Los grandes fondos de inversión, esos que al parecer pueden hundir un país con sus movimientos especulativos de capital, no funcionan de otra manera que como el buen padre de familia que ha ahorrado unos miles de euros: quieren cobrar el máximo interés por su dinero con el mínimo riesgo. Pero a mayor interés mayor riesgo. Nos quejamos de los Hedge Founds, esos agresivos fondos de inversión domiciliados a menudo en paraísos fiscales, sin saber que el dinero que manejan a veces es también en parte nuestro: en ellos participa la Compañía de seguros que tenemos contratada o nuestro fondo de pensiones.
––No te entiendo.
––Pues lee el libro. Te aclarará estas y otras cuestiones. En economía todo lo que beneficia por un lado perjudica por el otro. Por eso lo peor son los simplismos radicales. Yo he descubierto leyendo a Varó que soy un pésimo gestor de mi propio dinero.Pero para gestionarlo mejor debería dedicar más tiempo a mis pocos ahorros y prefiero perder algo de dinero a perder el tiempo.
––Se conoce que no tienes hijos. Pero hablemos de literatura. Aquí veo un volumen que parece dedicado a Claudio Rodríguez, que aparece muy joven y elegante recortado sobre la portada blanca.
––Se trata de la cuarta entrega de Aventura, el anuario del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, de Zamora. En el 2012 celebraron un congreso y organizaron una magnífica exposición. Aquí se recogen las actas y el catálogo. Claudio Rodríguez fue un poeta con suerte. Desde los dieciocho años, cuando publicó su primer libro, se le consideró uno de los poetas fundamentales de su generación, si no el fundamental, y así se le ha seguido considerando después de su muerte, sin esa etapa de purgatorio de la que no suele librarse nadie.
––Y no ha tenido problemas de herencias y viudas, como suele ser habitual. Ha tenido más suerte que Ángel González.
––Mejor no hablemos de eso. Susana Rivera, su viuda, ya ha conseguido lo que quería: deshacer todo lo que él dejó dispuesto. Ahora hay que pasar página.
––Qué curioso que la fortuna póstuma de un escritor dependa en buena medida de sus herederos.
––Por eso yo he decidido no tener herederos. Toda mi obra es, desde el mismo instante en que se publica, del dominio público. Como la de Garcilaso o la de Cervantes. Nadie puede poner caprichosas trabas a su difusión.
––Ya. Pero no todas las obras de dominio público son como las de Garcilaso o Cervantes. La inmensa mayoría se pudren en el más inmisericorde olvido, no interesan a nadie.
––Pero, si interesan, que no dependan del capricho de los herederos. ¿Te imaginas un sobrino homófobo que impida la reedición de La realidad y el deseo? Legalmente, podría.
––¿Algún estudio que no haya que perderse en este tomo sobre Claudio Rodríguez? ¿Alguna aportación novedosa o todo es reiteración y eso que tú llamas “basura curricular”?
––Mucho bla bla bla bien intencionado, mucha acrítica hagiografía, pero también textos de interés. A mí me ha divertido una anécdota que cuenta Ángel Rupérez en la intervención inicial. “Por ser un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto y ético, Claudio no participó en las oscuras maniobras tan frecuentes en el mundo literario y poético, sobre las que –forzado por circunstancias que me afectaban directamente a mí–  me reveló algunas anécdotas que me ayudaron a comprender el alcance de esas maniobras, de las que, hasta entonces, yo apenas tenía noticia”. Cuenta a continuación, tirando la piedra y escondiendo la mano, como suele ser habitual, en qué consistieron esas oscuras maniobras que le afectaron directamente: “Yo por entonces –1989– había presentado un libro a un premio de poesía casi recién establecido y ocurrió que casi se lo arrebata al designado desde el comienzo con una cruz para ganarlo, según el relato de Claudio, en el que la ciudad de Viena tuvo algo que ver. Octavio Paz habló inmejorablemente bien de ese libro en los periódicos, ya fallado el premio, y con lástima por la mala suerte que tuvieron esos poemas al no poder recibir siquiera la compensación de la pedrea, que caía sobre los menores de 30 años (yo por entonces ya tenía 36). Así las cosas, en plena resaca de estos hechos, Claudio, mientras paseábamos por la calle Lagasca con la primavera pisándonos los talones, sin duda con la intención de ayudarme pero sin que pareciera que lo estaba haciendo, dijo, con su característica entonación, quizás un tanto involuntariamente zumbona: ¿Sabías que a mí quisieron arrinconarme tales y cuales poetas, con medios influyentes…?”
––Y ahora tú pondrás los puntos sobre las íes, nombres y apellidos en ese anecdotario. Te conozco.
––Me conoces demasiado bien. Ese premio recién establecido era el Loewe, que en 1989 ganó Jaime Siles, durante un tiempo, quizá por esas fechas, director de la Casa de España en Viena. Del jurado formaban parte Octavio Paz, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Antonio Colinas, Pere Gimferrer, Juan Luis Panero y Luis Antonio de Villena. No Claudio Rodríguez, por lo que, si le contó que “casi se lo arrebata al designado desde el comienzo con una cruz para ganarlo”, estaba hablando de oídas, transmitiendo un chisme de difícil confirmación. ¿Y quién había designado desde el comienzo al libro de Siles, Semáforos, semáforos, como ganador? ¿Enrique Loewe, el mecenas de los premios? Si es así, cosa improbable, habría razones para protestar. Pero si fue la mayoría de los miembros del jurado, se equivocaran o no, nada hay que decir. Son las reglas del juego. Un premio literario lo gana el libro que cuenta con la mayoría de los votos del jurado, sea o no el mejor (resulta obvio que para el resto de los participantes, como ocurrió en el caso de Ángel Rupérez, el mejor es el suyo).  ¿Demuestra esa anécdota que Claudio Rodríguez era “un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto y ético”? En absoluto, me parece a mí. Demuestra más bien el resentimiento de Ángel Rupérez por no haber ganado un determinado premio literario, un resentimiento tan grande, tan inolvidable, que no tiene inconveniente en sacarlo a relucir, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Duero por Zamora, en la conferencia inaugural de un congreso dedicado a la poesía de Claudio Rodríguez, no a los traumas de su comentarista.
––Menos mal que Ángel Rupérez, un excelente traductor de poesía inglesa, no nos está escuchando. No le gustaría nada oír eso que dices. ¡Y quién me iba a decir a mí que te iba a oír defender la limpieza del premio Loewe, donde pincha y corta tu denostado Villena!
––No es corrupción todo lo que reluce, amigo Piquero. Si se respetan las bases (plazo de presentación, anonimato) y la decisión del jurado, no hay manipulación, solo error de apreciación, si se premia a un libro que a juicio de otros no es el mejor de los presentados.
–-¿Y acertó o no, en tu opinión, el premio de poesía Hiperión al concederse a ese último libro que tienes ahí, Baile de máscaras, de José Manuel Díez?
––Déjame que te lea antes otro breve fragmento de Aventura. Fermín Herrero, Ada Salas y Alberto Santamaría participan en un coloquio sobre la poesía de Claudio Rodríguez. Ada Salas cuenta así cómo le conoció: “Yo daba clases en los cursos para extranjeros de Santander, era verano, y en una fiesta con estudiantes llegó un señor que me agarró y me sacó a bailar. Casi toda la noche. Y resulta que era Claudio Rodríguez. Pasaron cosas con el maestro, claro, yo bailaba con él y él me recitaba sus poemas. Fue un momento extraño, hipnótico, fantástico y fantasmagórico, como sus poemas”.
––“Me agarró y me sacó a bailar”, “pasaron cosas”, “me tuvo toda la noche”… Como sueles decir tú, citando a Rubén Darío, “toda exégesis en este caso eludo”. Mejor pasemos al libro de José Manuel Díez. Me han hablado muy bien de él.
––Es un libro agradable, bien escrito, con algunos buenos poemas, pero en gran medida más un ejercicio literario que otra cosa. Un ejercicio literario que toma como modelo la poesía culturalista de los años setenta (prescindiendo de los coqueteos vanguardistas de los novísimos) y especialmente la del más encorsetado José María Álvarez. Los títulos son largos y explicativos, más propios de las páginas de cultura de un periódico que de un poema: “El novelista Stefan Sweig comparte con su segunda esposa, Charlotte Altmann, su decepción por la ocupación nazi en Europa, antes de suicidarse juntos (Bairro de Duas Pontes, Petrópolis, 1942)” , “Klaus Mann planea su suicidio como símbolo de rebelión intelectual (Maison Villa Madrid, Cannes, 1949)”. Y el poema no siempre se corresponde con lo que los títulos anuncian. El dedicado a Góngora, por ejemplo. Ese poeta que se encuentra con una gitanilla que le dice la buenaventura lo mismo podía ser Góngora que Pablo García Baena que cualquier otro. El poema adopta a menudo la forma de un monólogo dramático (está puesto en boca de un personaje concreto en una determinada situación), pero rara vez resiste una lectura atenta. Un ejemplo puede ser “El soldado Paul Smith aprieta los dientes con el mar del Norte por la cintura (Sector Fox Red. Litoral de Normandía, 1944)”, donde el protagonista se define como “cristiano protestante” (pero los protestantes no se llaman a sí mismos de esa manera), dice que en su fusil custodia “la sombra de una bala para Hitler” (¿y por qué la sombra de una bala y no simplemente una bala?, ¿para mantener la cadencia del endecasílabo?), desea “que las olas respeten nuestro bote” (¿pero no estaba con el agua hasta la cintura?), sabe que no pisará “nuevamente la arena” (¿pero ha pisado ya la arena de la playa a la que se dirige?), se refiere, a lo largo de todo el poema, a su “postrer pensamiento” porque “ha silbado un obús a sus espaldas” (¿pero no debería venir de tierra, o se había dado la vuelta y trataba de volver al barco?).
––¿Y si se trataba de fuego amigo? No sigas, no sigas. A mí me parece que la poesía no hay que leerla así, como si fuera una tesis doctoral. He hojeado Baile de máscaras mientras tú hablabas y está lleno de versos memorables: “Porque el dolor existe, nos amamos”. Lo que a ti te parece un defecto a mí parece un mérito: el de ser un libro muy elaborado, muy construido, no una colección de poemas sueltos. Basta hojearlo para darse cuenta de que es obra de un autor que ha leído bastante, que tiene muy variadas inquietudes intelectuales, preocupaciones éticas y estéticas, y que conoce bien su oficio, cosa rara en tantos poetas jóvenes.
––Puedo estar equivocado, no diré que no.


10 comentarios:

  1. Cuánto chismorreo . Parece el Telecinco literario, tipo Salvame . Y ese zancadilleo entre poetas del Loewe es propio de parvulitos. Qué vergüenza . Mejor no enterarse, no he leído nada.

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  2. Pues a ver si tenemos tanta audiencia como Sálvame, que todo el mundo ve y luego dice que no ha visto nada, como mi anónimo comentarista.

    JLGM

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  3. si aquello es la trastienda
    de la literatura,
    será mejor quedarse
    con la telebasura.

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  4. A pesar de estar quedando una pagina un tanto chusca decir que Claudio es un gran poeta y se merece un respeto y reconocimiento .

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  5. ¿Y quién se lo niega? Las referencias a él que yo cito aparecen en un anuario dedicado a su vida y a su obra y pretenden enaltecerle (se deben a grandes admiradores suyos).

    JLGM

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  6. No lo digo por usted JL , gracias al post suyo le conozco . Por otro lado de que van esos admiradores que callan ante una ruina de comentarios en un lugar donde se habla de Claudio , menos mal que yo lo vi y he podido hacer honor a mi condición de aficionado .

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  7. Quién pregunta y quién responde? No comprendo este artículo o entrevista. Admiro profundamente a Claudio Rodríguez y he leído Baile de mascaras de Díez y me parece uno de los mejores libros de poesía de los últimos años.

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    1. No se cuestiona la poesía de Claudio Rodríguez, se comenta una revista en la que se habla de su poesía y de su persona.
      En cuanto a su opinión sobre "Baile de máscaras", nada que añadir.
      Respondo yo, pregunta un amigo anónimo (otro anónimo).

      JLGM

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  8. No se puede deshacer lo que no se ha hecho todavía. Ángel González dejó dispuesto que Antonio Masip, Manuel Lombardero, y Luis García Montero levantaran una Fundación. Lo hizo únicamente por la agobiante presión a la que lo sometieron García Montero y Joaquín Sabina en los últimos años de su vida. Los patronos aceptaron el cargo, pero luego no cumplieron su palabra y me culparon a mí de su propio fracaso. Cuando abandonaron el proyecto yo trabajé infatigablemente para que se llevara a cabo, pero a nadie, salvo a Lola Lucio, la gran amiga de Ángel en Oviedo, le interesó colaborar. Debido a la imposibilidad de levantar una Fundación en esas condiciones planteamos la creación de una Cátedra a través de la Universidad de Oviedo que ya está en marcha. José Luis García Martín miente, se puede comprobar aquí en la entra del 24 de junio : http://cafearcadia.blogspot.com/search?updated-max=2010-09-04T01:00:00%2B01:00&max-results=25. Fuera del círculo de amigos cercanos él fue la primera persona a quien acudí para ayudarme a levantar la fundación, pero me respondió con ataques. En mi opinión es un traidor no sólo a Ángel sino a la cultura asturiana que hubiera conseguido todo el legado del poeta.
    Susana Rivera, mujer de Ángel González

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