martes, 19 de noviembre de 2013

La nostalgia es un error

 Los amores de un bibliómano

Eugene Field
Traducción de Ángeles de los Santos
Periférica. Cáceres, 2013.

¿Son los libros y las bibliotecas, tal como los hemos conocido en los últimos años, una especie en extinción? Hay una extendida creencia de que sí y eso hace que cada vez abunden más las publicaciones dedicadas a ellos, casi como un canto de despedida.
            Tras el éxito de La librería ambulante y La librería encantada, de Christopher Morley, Periférica publica ahora la novela que presuntamente los inspiró. ¿Novela? Los elementos de ficción de Los amores de un bibliómano son –afortunadamente– muy escasos, apenas una apoyatura para entrelazar una serie de bien humoradas reflexiones y anécdotas sobre libros, libreros y coleccionistas.
            Su autor, Eugene Field (1850-1895), es un autor norteamericano conocido en su país, y desconocido entre nosotros, por sus cuentos y poemas para niños. Los amores de un bibliómano se terminó de escribir unos pocos días antes de su muerte, según cuenta el hermano, su primer editor, en el epílogo; se había comenzado pocos meses antes, cuando ya ese final estaba anunciado, pero no hay en sus páginas ninguna huella de la enfermedad.
            El lector actual hubiera preferido que estas memorias de ficción fueran unas verdaderas memorias, pero el autor renuncia a hablar directamente de sí mismo y prefiere transferir sus recuerdos de una vida entre libros a un coleccionista de mayor edad.
            Las primeras líneas le sirven para deshacer equívocos. Las suyas no son las memorias de un Casanova: “En este momento, cuando estoy a punto de empezar la tarea más importante de mi vida, me acuerdo del sentimiento de aversión con el que en diferentes ocasiones he leído las confesiones de hombres famosos por sus hazañas en el terreno amoroso”. Quienes se dedican a “contarnos cuántas conquistas han hecho, y con frecuencia tienen además el mal gusto de explicarnos, con pesada prolijidad, los modos y maneras con que las llevan a cabo” le parecen semejantes a un cazador que “estuviera siempre alardeando de los ciervos que ha matado y se recreara en los repulsivos detalles de sus carnicerías”.
            Su primer amor fue un viejo ejemplar (una “vieja copia” dice la traductora) del Manual de Nueva Inglaterra, un difundido libro de texto del siglo XVIII. Todavía se sabe de memoria muchos de sus pasajes, aún no ha olvidado aquel enamoramiento inicial: “Y en esto se ejemplifica la ventaja que el amor a los libros tiene sobre otras clases de amor. Las mujeres son por naturaleza volubles, y los hombres también; su amistad es susceptible de disipación  a la mínima provocación o a la menor excusa”. Los libros, por el contrario, no cambiarían:”Dentro de mil años serán lo que son hoy, dirán las mismas palabras, expresarán la misma alegría, la misma promesa, el mismo consuelo; siempre constantes, ríen con los que ríen y lloran con los que lloran”. Pero los libros no dicen lo mismo a cada lector ni si se leen en un momento o en otro de la vida.
            Los capítulos siguientes nos hablan de cómo aparece una nueva pasión, los cuentos de hadas; del lujo de leer en la cama; de los comienzos de la afición al coleccionismo; de libreros e impresores; del olor de los libros; del gusto por los catálogos, para algunos preferibles a la lectura de las propias obras catalogadas…
            Todo contado con ameno humor, con las artes divagatorias del ensayismo inglés, como quien charla, junto a una chimenea encendida, ante buenos amigos y con una copa en la mano. De vez en cuando la prosa se interrumpe para dar paso a algunos poemas, que el autor en ocasiones atribuye al juez Methuen, un fiel amigo muy presente en estas páginas.
            Tienen Los amores de un bibliómano el encanto de otros tiempos, que la ciega nostalgia considera mejores. La contraportada del libro nos recuerda la definición que la Real Academia ofrece de bibliomanía: “Pasión de tener muchos libros raros o los pertenecientes a tal o cual ramo, más por manía que para instruirse”. Poca relación hay a menudo entre la bibliomanía y el placer de la lectura. La literatura ya existía desde siglos antes de la aparición del libro impreso, y seguiría existiendo sin merma alguna aunque este dejara de existir.
            Los bibliómanos o bibliófilos tienen algo de fetichistas que coleccionan zapatos de mujer y que, en muchos casos, acaban prefiriendo el bello zapato de tacón a la mujer que lo utiliza. Al buen lector le importa más el texto que la rareza de la edición. En cualquier catálogo de un librero anticuario, los libros más caros suelen ser casi siempre los que menos apetece leer. Leer un libro, para el perfecto bibliófilo, es casi una profanación: los bellos o los raros libros, los que interesa coleccionar, se miran pero no se tocan, o se tocan con guantes y siempre lo menos posible.
            La bibliomanía es, como todas las manías, un tanto risible y goza de un prestigio quizá un tanto desmesurado. El libro cuando más antiguo, lujoso o artístico, cuanto más deba ser preservado en vitrina, menos sirve para leer, menos útil es.
            El mejor libro, el más funcional, el que más facilita la lectura; la mejor biblioteca, la que más obras guarda y en el menor espacio y en el orden más accesible.
            De momento, el libro tradicional, el libro en papel, el que amaba Eugene Field, se defiende bastante bien frente al libro electrónico; si algún día se inventa un artilugio que lo sustituya por completo con ventaja, bien venido sea. En ese caso, desaparecerá en el uso habitual, pero los lectores no lo echarán de menos y los bibliómanos podrán seguir coleccionando, como hacen ahora, hermosas y raras ediciones que no tendrán la tentación de leer. 

5 comentarios:

  1. Ha escrito usted un artículo estupendo, muy detallado e interesante.
    Sin embargo, permítame un par de puntualizaciones.
    Por un lado, el bibliómano que protagoniza esta obra no es inglés sino americano, como se desprende de las diversas referencias a los lugares de su infancia y a la cultura en la que se crió (New Hampshire, Connecticut, Nashua, el “Manual de Nueva Inglaterra”, la American Tract Society, etc).
    Por otro lado, al contrario de lo que usted afirma, la traductora no ignora el término “ejemplar” referido a los libros, pues dicho término aparece a lo largo de la obra en numerosas ocasiones. Por ejemplo:

    -“Me quedé dormido con un ejemplar de los cuentos de hadas de Villamaría” (capítulo 3)
    -“me atrevo a enviarle unos ejemplares de los mismos” (capítulo 4)
    -“y un ejemplar de 'El pescador completo'” (capítulo 9)
    -“compra cada ejemplar de las 'Noctes' que encuentra,” (capítulo 15)
    - “encuadernar un ejemplar dedicado por el autor” (capítulo 17)
    etc.

    Un cordial saludo.

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    1. Muy adecuadas observaciones. "También a veces dormita Homero". Ya están corregidas en el texto.
      Muchas gracias.

      JLGM

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  2. Me ha divertido mucho leer sus reflexiones sobre estos amores bibliómanos. Normalmente tiendo a pasar desapercibido, pero como bibliófilo que temo ser me voy a tomar la libertad de hacer un comentario. Cita usted la definición de bibliómano que recoge el diccionario de la R.A.E. pero a continuación pasa a relatar las perturbadas costumbres de “bibliómanos o bibliófilos” como si fueran lo mismo. Verá que en el mismo diccionario hay definiciones distintas para ambos términos, lo cual por otra parte tampoco importa demasiado, pues no dejan de participar ambos de la misma perversión, inofensiva, afortunadamente. Dice usted que la bibliomanía es un tanto risible, y tiene razón. También la bibliofilia, en mi opinión, y ya me gustaría que lo fueran igualmente muchas otras cosas de este mundo que normalmente juzgamos con severidad monacal, particularmente en nuestro país, tan dado al tremendismo. Quizás me llame un poco la atención que quien escribe libros pueda encontrar risibles a quienes los compran, al menos a algunos de ellos, pero tampoco soy nadie para juzgar. Es un fenómeno curioso que he observado, en parecidos términos, en otros campos de la cultura de nuestro país. Dice que para el perfecto bibliófilo leer un libro es casi una profanación. De esto deduzco que no existen los bibliófilos perfectos, pues yo he conocido muchos bibliófilos y todos sin excepción habían llegado a la bibliofilia desde el hábito de la lectura. Bien, miento, una vez un librero me habló de un político levantino que no. Creo que está encausado y ya no compra libros, y por tópico que pueda parecer, es cierto. También he conocido algunos que, siendo lectores habituales, compran un libro solo por la limpieza de su tipografía, por la presencia de un grabado, por la belleza de la encuadernación o por la rareza de la edición, aunque sea un tratado de teología en latín que no van a leer. Puede que me resulte difícil de entender, pero los veo con la curiosidad divertida de quien se sorprende cada día con la enorme variedad que puede llegar a deparar la naturaleza humana.
    Dice usted que la bibliomanía goza de un prestigio quizás desmesurado. Eso lo dudo. No la desmesura, sino que tenga algún prestigio. Le puedo asegurar que ninguno. Lo normal, por el contrario, es que se asocie con ella algún tipo de tara mental. Sin embargo pocas veces nos paramos a pensar que gracias a bibliófilos como Juan Páez de Castro, Jerónimo Zurita, Diego Hurtado de Mendoza, Andrés González de Barcia, Bartolomé Gallardo o Antonio Rodríguez-Moñino se han preservado no pocos libros que podemos leer hoy en un texto infinitamente mejor al que conoceríamos si ninguno de ellos hubiera existido.
    He de decir que me ha gustado mucho la reseña, y también que a alguien se le haya ocurrido la idea de traducir y editar un libro así. Desde luego lo compraré.
    Quizás hasta tenga la tentación de leerlo.

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    1. Hace bien en recriminarme que parezca burlarme de los compradores de libros. Tal como va el mundo más bien habría que hacerles un monumento, lean o no lean los libros que compran. Gracias a ellos se sostienen, aunque mal, las librerías, que para algunos siguen siendo los lugares más placenteros del mundo.
      Y de sobra sé lo benemérito de esos bibliófilos que me cita. Exagero un poco, como se habrá dado cuenta. Lo que quiero dar a entender es que la obra literaria, para quienes amamos la lectura, es lo que importa y al portaobras (sea de papel o electrónico) le pedimos en primer lugar que haga lo más cómoda posible la lectura.

      JLGM

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  3. El bibliómano es un tanto whitmaniano: prefiere la potencia al acto.

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