sábado, 10 de enero de 2015

José Carlos Llop, verdad y manierismos


La vida distinta
José Carlos Llop
Pre-Textos. Valencia, 2014.

Hay autores que constituyen por sí mismo un género literario. Como en el caso de Miguel de Unamuno y de Ramón Gómez de la Serna, las novelas, los diarios, los artículos o los poemas de José Carlos Llop se parecen más entre sí que a otras novelas, diarios o poemas.
            El personaje que construye en todos ellos –directa o indirectamente– es el de un amante de la alta cultura, del mundo de ayer del que habló Stefan Sweig, un personaje, desterrado en un tiempo de decadencia, a medias entre el Montaigne retirado en su torre y el “príncipe de Aquitania en su torre abolida” que cantara Nerval.
            La vida distinta comienza con lo que podía haber sido un artículo necrológico; termina con las notas de un viaje a Burdeos (lo titula como el libro, lo subtitula “La Chandon de Bordeaux”), que es el poema más extenso y que el que ejemplifica mejor sus aciertos y sus insuficiencias.
            Comencemos por estas últimas: varios de los textos dan la impresión de haber sido alargados innecesariamente. Suelen comenzar de una manera prosaica (“Mi amigo ya no recibirá el New Yorker. / que seguirá llegando a su despacho, a nombre / de alguien que ahora ya no es nadie”) y luego van alternando la anécdota con la reflexión, la imagen precisa y brillante con el llano decir. A veces la mezcla funciona y otras no, porque las transiciones no están bien resueltas o porque se excede en uno de los elementos (“Rising Splendor”).
            El mejor Llop es el de poemas como “Sábado de invierno” o “Un día feliz”. El primero –podría ser una nota de diario– nos habla de un día de nieve que transfigura la ciudad cotidiana: “Al despertar, he abierto las persianas / y los árboles del jardín eran lámparas de mármol blanco / y la tierra, alabastro. Tenían algo palaciego las plantas, / como criados con librea nueva y el mirlo negro del laurel / ejercía de mayordomo”.
            “Un día feliz” evoca una escena en la vida Pasternak, su conversación con Stalin, cuando le preguntó si consideraba a Maldelstam un buen poeta. El poema comienza muy eficazmente poniendo al lector en situación: “Imagina que estás con un grupo de amigos / en una casa de campo. Ya no sois jóvenes / y las palabras oscilan entre la brillantez / adulta, que es otra, y la piedad / de saberse hombre y por tanto débiles”. En ese momento el timbre suena al fondo del pasillo y el dictador pregunta a uno de los poetas más conocidos del momento por otro al que ha decidido exterminar. Y Pasternak, que lo veía como un rival literario, no acierta a defenderlo.
            Sobre la poesía en el mismo tiempo de miseria trata también “Cuarteto ruso”, uno de los ejemplo en que la reflexión –sobre la función del poeta, el dolor y la belleza– y la anécdota (la visita de Chatwin a Nadezha Mandestam) se entretejen de manera adecuada.
            Bruce Chatwin, el escritor viajero, es el protagonista de “Escolio”, una poema que, según nos indica a pie de página, es solo “una nota a pie de página” de la biografía que le dedica “otro novelista, apellidado / como el gran bardo de Inglaterra”, esto es Nicholas Shakespeare. Los fantasmas de Chatwin –“viajes, arte y literatura”– son los mismos que los de Llop, quien igualmente gusta de llenar sus páginas con “fragmentos de su colección particular”: “un cuenco de alfarería china / con manchas azules; una primera / edición de Flaubert; una caja / japonesa de laca, del siglo XVI; / una taba egipcia de turquesa, / que era su talismán; / un cuchillo / aborigen y un vestido de Fortuny…”
            Leer a José Carlos Llop –tan gustoso de los pequeños detalles y de las enumeraciones inacabables, como listas de un catálogo: “Jardines del Luxemburgo”, su homenaje a París, puede servir de ejemplo – proporciona un placer semejante al de visitar anticuarios, librerías de viejo, lugares prestigiados por el arte y la literatura.
            El humor asoma en un poema como “La tentación del geómetra”, que algo tiene del juguetón erotismo rococó del XVIII. También da una nota distinta al tono grave del volumen la “Balada del señor Pepys”, retrato a dos voces del famoso diarista, una que nos describe su vida de gran señor, figura destacada en la corte inglesa, y otra que nos descubre lo que solo se sabría muchos años después al publicarse sus diarios: “Nos os engañéis, amigo mío; / tras esa máscara triunfal / por fuerza se esconde / el cinismo y el humus negro / de la melancolía y de ahí / el misterio de sus papeles…”
            Ciudades vividas, ciudades leídas, ciudades soñadas las de José Carlos Llop; “Veo esta mañana unas fotos de Burdeos / bajo la nieve. El Garona es ahora el Neva / y la fachada dieciochesca de la ciudad / –sus casas y palacios teñidos de blanco– / recuerdan a San Petersburgo, Leningrado…”
            Hay quien dice que los géneros literarios son convenciones, y tiene razón, pero solo en parte. “La vida distinta”, el extenso poema final que da título al libro, podía haber sido un cuaderno de notas sobre Burdeos, pero al disponerse en verso y como un único poema el lector busca una intensidad y una coherencia estructural de la que carece. Los géneros literarios son propuestas de lectura: la propuesta que nos ofrece Llop para este parte fundamental de su libro me parece fallida.
            Como el libro en su conjunto, quizá; un libro que, sin embargo, no defraudará a los admiradores del escritor, que aquí está con toda su verdad y casi todos sus manierismos. 

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