sábado, 25 de febrero de 2017

Javier Cercas y el héroe de la familia


El monarca de las sombras
Javier Cercas
Random House. Barcelona, 2017.

Pocos lectores se acercarán a El monarca de las sombras, investigación histórica y autobiografía, sin conocer lo fundamental del libro. El autor lo ha explicado minuciosamente en sus entrevistas promocionales y además nos lo resume en el primer párrafo y vuelve una y otra vez sobre ello en el capítulo inicial. Manuel Mena, un tío abuelo suyo, murió en la batalla del Ebro a los diecinueve años. Era falangista. Le dedicaron una calle en su pueblo, Ibahernando, el mismo en que nació Javier Cercas. Era el héroe de la familia, pero siempre se negó a escribir sobre él porque había luchado en el bando equivocado, el mismo en el que militaba el resto de sus familiares.
            Javier Cercas es un excelente investigador y un espléndido narrador, pero desde el éxito inesperado de Soldados de Salamina parece que solo publica libros artificiosamente hinchados por exigencias de la industria editorial. La intriga de El monarca de las sombras no está en lo que se nos cuenta del joven alférez provisional, de las peripecias de la guerra en un pequeño pueblo o de la batalla del Ebro, sino en ver cómo se las arregla el autor para convertir lo que podía haber sido una magistral crónica de cuarenta o cincuenta páginas en una “novela” con cerca de trescientas.
            El primer recurso técnico consiste en desdoblarse en dos narradores. Los capítulos impares se cuentan en primera persona y nos narran cómo y por qué se escribió el libro; los capítulos pares están en tercera persona (al autor se le menciona por su nombre, como un personaje más) e intentan referir lo que sabemos de Manuel Mena “con el desapego y la distancia y el escrúpulo de veracidad de un historiador”.
            Pero incluso con este desdoblamiento resulta difícil llegar al número de páginas que se ha propuesto. Se nota demasiado el esfuerzo del autor para conseguirlo, fatiga tanto relleno (incluye íntegros artículos suyos anteriores, aunque contengan datos equivocados que luego se ocupa de refutar), pero en alguna ocasión esos superfluos entremeses se convierten en lo más divertido del volumen. Es lo que ocurre con la aparición de David Trueba en el capítulo tercero, que protagoniza casi por completo, y luego en algún otro. El pretexto para incluirle es que el escritor y director de cine le lleva en coche hasta Ibahernando para entrevistar a un anciano que conoció a Manuel Mena. Javier Cercas se las arregla para convertir estas páginas casi en una exclusiva de la prensa del corazón –y así se anticiparon, por ejemplo, en El Español– o de Sálvame: David Trueba llega incluso a llorar al contarnos cómo su pareja (Ariadna Gil, la protagonista de Soldados de Salamina, aunque para ello hubiera de cambiar de sexo al personaje principal) le abandona por Viggo Montersen. Morbosamente divertido, sin duda, pero bastante fuera de lugar.
            Algo mejor trabadas con el resto del libro están las apariciones de la madre del autor, a la que caricaturiza amablemente hasta convertirla en un personaje entrañable, pero de la quizá abusa un tanto. Le adjudica (y lo califica de dicho memorable que él nunca olvidará) un conocido chiste sobre los pasos de cebra y nos la presenta fascinada ante una lenta y tediosa película de Antonioni, La aventura porque sin duda le recuerda “la orfandad de peripecias y los silencios inacabables de Gran Hermano”, un programa del que dice disfrutar él también –aunque solo parece conocerlo de oídas– y al que se refiere varias veces.
            El recursos a determinadas obras literarias sirve, además de para alargar el libro (la verdadera obsesión de Cercas) para darle trascendencia a la historia familiar que narra, una de tantas como ocurrieron durante la guerra civil. Se alude reiteradamente  a El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, a un cuento de Danilo Kis, “Es glorioso morir por la patria” (el lema de Horacio que Cercar coloca al frente de su libro) y a los poemas de Homero. El título procede de unos versos de la Odisea. Ulises encuentra a Aquiles en el reino de los muertos y este le dice que preferiría ser un siervo con vida que un monarca de las sombras. Aquiles, ejemplo de una “bella muerte”, sería el arquetipo de Manuel Mena. Pero no parece un buen ejemplo: Aquiles no luchaba por ninguna patria, dejó de hacerlo cuando se enfadó con Agamenón a causa del reparto del botín, volvió al combate solo para vengar a su amigo Patroclo.
            Tanto como estas divagaciones literarias, o quizá más, fatiga el recurso a la anáfora y a la reticencia para alargar los párrafos. El historiador de los capítulos pares escribe (p. 144) “podría imaginarlo”, “sería capaz de imaginar el momento”, “podría imaginar”, “podría imaginarle”, etc., y nos refiere todo lo que podría imaginar pero presuntamente no imagina (“o por lo menos fingiré que no lo imagino”, aclara, por si no estaba claro) “porque ni esto es una ficción ni yo soy un literato”. No es la única vez que el cronista de los capítulos pares insiste en que es solo un historiador y por lo tanto no puede hacer hipótesis (como si estas no fueran fundamentales en cualquier trabajo científico), pero no por eso se priva (desmintiéndose a sí mismo) de hacer literatura.
            La tesis política de Cercas –que los propietarios agrícolas, agrupados en sindicatos de derecha, se equivocaron al apoyar al franquismo– resulta cuando menos discutible. Otra cosa es que la familia de Manuel Mena, la familia de Cercas, no sacara especial rendimiento de esa adscripción.
            Pero lo más disonante del libro resulta el final, una especie de revelación mística en la que el autor-narrador cae en la cuenta de que la muerte no existe “porque estamos hechos de materia y la materia no se crea ni se destruye solo se transforma”. Solo se transforma, vale, pero a veces se transforma de materia con vida en materia inerte. ¿Que luego esos átomos puedan llegar a formar parte de otro ser vivo, un hombre o un gusano? Sí, pero el ser humano que perdió la vida la perdió para siempre. Nos deja con una cierta sensación de incredulidad tan inesperado e inverosímil sesgo místico.
            Javier Cercas sabe contar y sabe investigar. El monarca de las sombras, aunque artificiosamente hinchado, aunque no convenza en su interpretación de la guerra civil, está lleno de páginas admirables. Conviene subrayarlo.


            

4 comentarios:

  1. Mi abuelo materno perdió un hermano en cada bando, según me contó mi madre, y por eso no se posicionaba por ninguno. Él empezó a trabajar con 11 años, según nos repetía siempre a mi hermano y a mí. Era un daimieleño gran lector de El Quijote y murió viendo su película favorita, “Qué bello es vivir”.

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  2. La misma sensación de "relato estirado" que tuve con lo anterior de Cercas ("El impostor"). Las mismas ganas de saltarme páginas o leerlas en diagonal. Aunque, en verdad, ¿qué novela no es un "cuento estirado"?

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    1. No todas las novelas son un cuento estirado, ni esta lo es propiamente: es solo una crónica de un hecho real a la que añaden pegotes y más pegotes que no vienen a cuento.

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    2. Acabo de leer la novela y suscribo lo que dice JLGM en su reseña. Me ha parecido una tomadura de pelo, un barco sin rumbo que, a ratos, está en medio de una tormenta, y a ratos, en mar calma. Está totalmente desestructurada, carece de la idea de estilo, es decir, criterio. A ratos, cuando aparece Trueba, o con la madre, viendo Gran Hermano, el texto tiene un color que luego se desdice completamente con la crónica que quiere hacer de su tío. Hacia el final, esos paralelos entre su historia y Ulises y Aquiles son otro despropósito, un símil que no pinta nada. Y sí, es un texto hinchado, que se lee muchas veces en diagonal. Cercas, te queremos, pero otra vez, hazte un guion previo y niégate a hinchar el texto, aunque lo digan los monarcas de las editoriales, los reyes midas de la edición.

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