sábado, 4 de febrero de 2017

Jon Juaristi, erudición y club de la comedia


Los árboles portátiles
Jon Juaristi
Madrid. Taurus, 2017.

Con Los árboles portátiles –el título procede un verso de Lope–, Jon Juaristi ha querido escribir un ensayo y una crónica que tienen mucho de novela intelectual. Comienza en la Marsella de 1940, donde se amontonan los que pretenden huir del fascismo, una Marsella que se parece –quizá le sirvió de modelo– al escenario de la película Casablanca. Nos cuenta luego la historia de un barco, el Capitaine Paul Lemerle, que transportará los primeros refugiados a América. En estas páginas iniciales hay referencias a Conrad y a Baroja y a la gran literatura de tema marítimo. Mucho de barojiano hay en el rápido desfile de tipos curiosos que nos presenta Juaristi y en su gusto por la varia erudición y las opiniones contundentes. En el viaje que se nos narra coincidieron el poeta André Breton y el antropólogo Lévi-Strauss, el intelectual revolucionario Victor Serge y el pintor Wifredo Lam. Jon Juaristi nos cuenta sus vidas, antes y después del viaje, y también comenta sus teorías, que marcaron la primera mitad del siglo XX, la época de la revolución y las vanguardias, de los grandes sueños utópicos que acabaron en pesadillas.
            Podía haber sido Los árboles portátiles una obra maestra del ensayo y la crónica “basada en hechos reales”, pero el propio autor se ha ocupado de que eso no ocurra. Ignora Juaristi –no sabemos si deliberadamente– la sabia frase de Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”. Da la impresión de que él escribe todo lo que se le viene a la cabeza y luego es incapaz de borrar ninguna de sus ocurrencias. Un ejemplo: “Los nativos negros, y perdón por el chistecillo, eran el blanco más fácil”. Los chistecillos sin gracia abundan el libro: tras mencionar al sindicalista Vicente Lombardo Toledano (no volverá a aparecer en el libro) escribe: “Como habría dicho Borges, ¿en qué quedamos, Vicente, lombardo o toledano?”. En una conversación se puede pedir disculpa por un mal chiste, en el borrador de un libro se tachan por respeto a los lectores.
            Pero Jon Juaristi no tacha nada. Como un ortodoxo poeta surrealista, parece creer que hacer literatura es escribir lo primero que a uno se le viene a la cabeza y que el creador echa a perder su obra al corregirla. Tras copiar los versos finales de un poema de Wifredo Lam, lo explica como un aplicado discípulo de Freud: “El murciélago bicéfalo suspendido del techo simboliza la escena primaria, el coito de los padres”; el vuelo en busca de su sombra alude al “padre castrador”. Tras varias páginas de primarias divagaciones psicoanalíticas, cita unos versos de Eliot y luego añade: “No sé si vienen muy a cuento, pero los meto aquí para poner fin de una vez a este conato de psicoanálisis con el que me he divertido mucho, pero que en algún punto hay que cortar (análisis, papeles o cabecitas)”. El lector se divierte menos con lo que solo es diversión privada.
            Ls deliberada mezcla de estilos –al modo de una novela “polifónica y bajtiniana”, según se indica en el capítulo último– tampoco parece funcionar. Tras contarnos la historia de uno de los antepasados de Lévi-Strauss, que conoció a la emperatriz Eugenia de Montijo y que quizá pudo conocer a Isabel II, concluye: “Como se sabe, Isabel II la palmó en París en 1904, a sus setenta y cuatro primaveras y gorda como un cachalote”.  
            Pero aún hay más. Jon Juaristi reconstruye el viaje del Capitaine Paul Lemerle citando abundantemente los diarios, cartas, memorias que escribieron sus ilustres pasajeros. Pero no se limita a citarlos: critica su estilo, se burla de ellos, interrumpe con observaciones entre corchetes, como un maleducado contertulio, las palabras ajenas. Quien dude que lo que digo puede buscar en la página 308 la cita de Víctor Serge (habla de su primer viaje en avión) que Juaristi apostilla de manera tan injustificadamente despectiva: “Lo dicho: un cenizo. Y, por si fuera poco, más anticuado que un samovar”.
            Uno de los capítulos comienza con la siguiente afirmación: “Como de costumbre, Helena Holzer confunde las fechas  para que le cuadren y sitúa la llegada del Capitaine Paul Lemerle a Martinica el día 24 de abril de 1941, un mes justo después de su partida de Marsella”. ¿Y dónde confunde esas fechas, “como de costumbre”, Helena Holzer, de la que solo sabemos que estuvo casada con Wifredo Lam? Ni en el texto ni en la bibliografía se cita ninguna obra suya. Pero Juaristi parece que la tiene tomada con ella. Más adelante, escribe: “El 18 de mayo los Lam embarcan en el Presidente Trujillo (Rafael Trujillo, según Helena, que no da una)”.
            Si ese leve error, cometido no sabemos dónde, le permite afirmar a Juaristi que Helena Holzer “no da una”, ¿qué se podría decir de quien tras informarnos de que conoce muy bien Nueva York y de que fue director del Cervantes se detiene a explicarnos los problemas que tuvo para rehabilitar los edificios del Amster Yard, situados “en la calle Veintinueve Este”,  y convertirlos en la nueva sede del Instituto? No hace falta haber sido director del Cervantes, basta haber visitado la sede neoyorquina alguna vez, para no olvidar que se encuentra más arriba de Grand Central y del Chrysler, que están en la 42.
            Un error menor, ciertamente, que se suma a algún otro (a Cernuda se le califica de “poeta modernista”), y que ayuda a que no nos tomemos demasiado en serio lo que podría haber sido una obra maestra –pocas personas con tan varios saberes como Jon Juaristi– a poco que el autor se tomara a sí mismo algo más en serio (llega incluso a afirmar, sin rubor ninguno, que no pone notas, dejando en el aire la procedencia de sus citas, porque las notas son un invento del siglo XVI “para reintroducir la teología en un mundo secularizado”.
            Detrás de un libro no solo está su autor, también una serie de profesionales de los que nos olvidamos a menudo. A Los árboles portátiles le ha faltado un editor (en el sentido inglés del término) que sugiriera qué gracietas quitar, que salidas de tono evitar y que señalara, por citar un ejemplo concreto, que el prólogo no es el lugar más adecuado para que se nos explique minuciosamente, como si se estuviera en clase, la figura retórica (“una sinécdoque de segundo grado”) que se emplea en el título.

11 comentarios:

  1. Juaristi siempre interesante pero fiel a sí mismo. En el segundo párrafo debería ser "Voltaire" y en el séptimo "que tuvo". Sorry.

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  2. Jua, jua, jua... No compraré este árbol portátil.

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  3. En definitiva, UN BODRIO.

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  4. Lo estoy leyendo y su crítica me parece bastante acertada aunque encuentro algunas virtudes en el libro. Hubiera ganado mucho como dice usted con un editor de verdad. Aún así me resulta irresistible, quizá por esa misma verborrea incontinente del autor. Gracias, saludos.

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    1. No algunas virtudes, muchos méritos hay en el libro. Por eso resulta tan irritante que el autor tome a veces tan poco en serio a los lectores.

      JLGM

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  5. Un buen editor tampoco hubiera consentido esa portada. Juaristi en estado puro, barojiano, quiero decir. El caso es escribir, luego Dios dirá.

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  6. La antigua amistad del maestro Martín con Juaristi dio paso a la malquerencia, a la malevolencia, a la maledicencia. Los chistes nos pueden parecer graciosos o estúpidos dependiendo de quien los haga; y los "peccata minuta", crasos errores o graciosos lunares por la misma razón. Por su columna de hoy en El País, diríase que a Félix de Azúa sí le gusta el libro, la prosa y hasta la persona de Juaristi.

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    1. Qué sorpresa. A Azúa le gusta Juaristi y a Juaristi le gusta Azúa.
      Antonio González debería leer "Los árboles portátiles" y luego decidir si mis comentarios sobre el libro son adecuados o no. A los correligionarios de Juaristi no les es necesario leerlo para elogiarlo.

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  7. Ya he leído la columna de Azúa, Antonio. Un excelente texto publicitario. Para escribirlo no es necesario leer el libro (lleva su tiempo y a veces resulta un tanto pesado), basta con glosar la contracubierta o los textos publicitarios de la editorial. Nada tiene que ver ese tipo de artículos encomiásticos (se escriben en diez minutos y son muy agradecidos por autor y editor) con una reseña crítica. Lea usted el libro de Juaristi, compare luego mi reseña y la de Azúa y ya me dirá cuál responde mejor al contenido del volumen (esto es, quién resulta más orientativo para el lector).

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  8. Voy por la mitad del libro y coincido con la crítica. Es una pena. Tiene algunas virtudes, pero la autocomplacencia de su autor arruinará cualquier proyecto.

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