lunes, 13 de mayo de 2019

Días felices



Los felices días del verano
Fulco di Verdura.
Traducción de Txaro Santoro
Errata Naturae. Madrid, 2019.

Sicilia, además de una isla, es un género literario y las fascinantes memoria de infancia de Fulco di Verdura una de sus obras más representativas.
            Fulco Santostefano della Cerda, duque de Verdura, conoció desde muy joven la celebridad, pero no como escritor, sino como diseñador de joyas. En los años veinte, trabajó en París con Cocó Chanel, luego en Hollywood y, a partir de 1939, abrió una joyería en Nueva York, muy cerca de Tiffany, en la Quinta Avenida. No hay figura emblemática del siglo XX –de Katherine Hepburn a Diana de Gales– que no aparezca luciendo algunas de sus joyas coloristas, llamativas, inspiradas en motivos heráldicos o marinos, con ecos del barroco siciliano.
            Faltaba poco más de un año para su muerte –murió en 1978, cumplidos los ochenta años– cuando Fulco di Verdura publicó su primer libro y, al contrario que su primo Giusppe Tomasi di Lampedusa, no guardaba ningún otro inédito. Con su famoso primo, no tuvo apenas relación, salvo cuando ambos eran niños. Lo recuerda “grueso, taciturno, de ojos grandes y tristes”, enfermando con facilidad y temeroso con los animales. El Gatopardo, cuyos protagonistas, Tancredo y Angélica, están inspirados en los abuelos de Fulco, le parece una obra históricamente errónea. En 1963, Fulco di Verdura regresó a Italia para asesorar a Visconti en la recreación de un mundo que él conocía como nadie.
            Los felices días del verano (Txaro Santoro lo traduce del inglés, lengua en que primero lo escribió el autor, reescribiéndolo en italiano posteriormente) lleva el subtítulo de “Una infancia siciliana”. No fue una infancia cualquiera la de Fulco di Verdura. Comienza hablándonos de las tres casas en las que transcurrió, luego de los animales domésticos y solo bastantes páginas después de las personas.
            La primera de esas casas era Villa Niscemi, junto al gran parque de La Favorita, en Palermo. “Gracias a Dios –leemos en las primeras líneas del libro– la casa sigue allí. Es la misma vieja y querida villa de siempre, cubierta de buganvillas, repleta de terrazas y balcones que sobresalen, abrasada por el sol y cansada, pero orgullosa en medio de su jardín inglés semitropical”. Ese jardín comunicaba con el parque de la Favorita, creado para acoger a los reyes de Nápoles cuando tuvieron que huir de la revolución, y a él podía entrar el niño Fulco incluso si estaba cerrado al público.
            Otra casa era el Palazzo Verdura, en Via Montevirgine, una estrecha calle cercana a la catedral. “Más que un palacio era una kasba”, nos dice. Estaba formado por tres diferentes edificios comunicados entre sí, tenía tres patios grandes y varios pequeños, conocidos como “pozos de luna”, una terraza y un jardín; al otro lado del jardín había un edificio de color asalmonado que también formaba parte del conjunto.
            La tercera era la casa de verano, Villa Serradifalco, en Bagheria, al otro lado de la bahía de Palermo, construida en el siglo XVII, reconstruida en el XVIII, con una gran escalinata doble que conducía a la entrada.
            En Bagheria se pasaba el verano, pero a finales de agosto comenzaba el viaje familiar por el continente, con paradas en Roma, Florencia o Venecia, con estancias en Suiza y Austria, y con largos días en París.  Era la manera de vivir de los privilegiados de entonces”.
            Cuando Fulco di Verdura escribió su libro, el mundo que evocaba ya era tan remoto, para decirlo con palabras de Borges, “como el paso de Aníbal por los Alpes”: había quedado sepultado para siempre en las trincheras de la Gran Guerra. En su caso, la expulsión del paraíso –nos da cuenta de ella en el último capítulo– tuvo lugar con el ingreso en la escuela, ya cumplidos los diez años, y con la muerte de la abuela y la precaria situación económica en que la familia quedó a partir de entonces.
            La vida de entonces, en un caserón aristocrático, se parecía más a la vida medieval que a la de hoy. El patio principal “tenía una intensa vida propia, llena de movimientos y sonidos: cocheros y mozos de cuadra que gritaban y se hacían señas, caballos piafando y relinchando, un perro ladrando, el zureo de las palomas, el susurro furtivo de gallinas… De las cuadras contiguas llegaba el sonido de dos animales feroces a los que no se podía ver. Uno era una mula enana de color rojizo, y el otro un carnero enorme. Cada vez qua alguien pasaba cerca, la una daba coces furiosas a la puerta y el otro embestía al instante con igual violencia”.
            Tardan en aparecer los seres humanos en estos escenarios, que hoy nos resultan casi mitológicos, pero no desdicen de ellos con su pintoresquismo de otro tiempo. Se evocan las fiestas tradicionales, el terremoto de Messina de 1908; se recorren las viejas iglesias, se visita en el monte Pellegrino el santuario de Santa Rosalía.
            Fulco di Verdura vivió en París, en Nueva York, en Londres, trató a buena parte de los protagonistas del siglo XX, pero solo quiso dejar constancia escrita de sus años de infancia en el antiguo Palermo y en un mundo que estaba a punto de desaparecer.
            El resultado es un libro breve, hipnótico, que habla de una infancia a la vez insólita y cercana, con la magia, la crueldad y la inocencia de todas las infancias felices.

5 comentarios:

  1. Las patas del insecto se veían a través de la puerta entreabierta. Cuando ella fue al baño, la cerró sigilosamente, pero, antes de que se diera cuenta, ya estaba en la cocina. El olor fétido de sus membranas impregnaba el aire. Por fortuna, el pie gigantesco acabó con la pesadilla.

    © María Taibo

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  2. cómo me recuerda en algunos pasajes a feria de agosto, de pavese ("il cortile").
    Lo habría leído, Fulco, Sr. martín?

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  3. ¿No hay una edición anterior de este libro en una editorial valenciana? Creo que se llama Parténope.

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  4. Lo publicó la editorial Parténope con el título de "Una infancia siciliana" en 2005.

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