jueves, 3 de febrero de 2022

La paradoja del olvido

 

 

Volvoreta. El secreto de Barba Azul. Las siete columnas. El bosque animado.
Wenceslao Fernández Flórez
Edición de Miguel González Somovilla
Biblioteca Castro. Madrid, 2021.

Hay escritores a los que, siempre que se les recuerda, se recuerda que están olvidados. Ocurrió con César González-Ruano, con Chaves Nogales, con Elena Fortún; está comenzando a ocurrir con Francisco Umbral. A González-Ruano se le rescató del olvido para devolverle, tras acusaciones varias, al más piadoso olvido; Chaves Nogales y Elena Fortún parecen estar de moda; no es aventurado profetizar que pronto dejarán de estarlo.

            Wenceslao Fernández-Flórez pertenece a esa clase de escritores, muy leídos en su tiempo, que dejaron de serlo cuando pasó ese tiempo. Pero siempre tuvo lectores que le recordaran y buscaran sus libros, sobre todo en las librerías de viejo, y críticos que se ocuparan de él, comenzando por José-Carlos Mainer, en el polo opuesto de su espectro ideológico.

            Que Fernández Flórez fue un escritor de derechas, confortablemente instalado en el ABC, no es algo que pueda ponerse en duda. Pero su derechismo ofrece muchos matices. Pocos ataques tan contundentes a la hipócrita moral de la católica España como su todavía impactante Relato inmoral (1927); pocas críticas tan irónicamente precisas a los pilares de la sociedad burguesa como Las siete columnas, una de las tres novelas que Miguel González Somovilla rescata ahora en una colección —la mejor que se publica actualmente— de “Autores clásicos españoles”.

            Todos esos matices, que aproximaban a Fernández Flórez, al igual que a su paisano Julio Camba, a cierta acracia, se perdieron, como no podía ser de otra manera, en el 36. Tuvo entonces que esconderse en diversos domicilios y refugiarse primero en la embajada de Argentina y luego en la de Holanda para salvar su vida en un Madrid donde múltiples milicias revolucionarias campaban sin control. Contó el horror de aquellos días en una serie de crónicas que fueron apareciendo en un periódico lisboeta, Diário de Notícias, y que en esa su versión portuguesa serían recogidas en un volumen, O terror vermelho (1038), como parte de la propaganda franquista.

            Ahora se traduce al español ese volumen, que Fernández Flórez nunca quiso incorporar a su bibliografía, y que Miguel González Somovilla considera como la primera parte de una trilogía sobre la guerra civil que se continuaría con Una isla en el mar rojo y La novela número 13. Pero no hay tal trilogía. El terror rojo, poco después de publicado, sería reelaborado y convertido en Una isla en el mar rojo. Aquellas crónicas de urgencia, escritas en primera persona, se pasarían a la tercera y se les añadiría una ligera trama novelesca. Fernández Flórez lo deja claro en la nota preliminar, en la que afirma que no sabe cómo clasificar su libro si como novela (“es más bien hijo de mi memoria que de mi fantasía”) o como historia (“pero hay un hilo irreal con que van unidos los sucesos”). Casi todas las páginas de El terror rojo pasan tal cual al nuevo libro, pero se atenúan o desaparecen los más feroces ataques a los políticos republicanos. Fernández Flórez había logrado salvar la vida gracias a la intercesión de Indalecio Prieto y, sobre todo, de Julián Zugazagoitia, a cuyo favor testificaría poco después, aunque con menos suerte. A Fernández Flórez la visión del mundo en blanco y negro propiciada por la guerra civil le duró poco. En enero del 39, cuando termina Una isla en el mar rojo, ya conocía lo suficientemente la retaguardia de la zona nacional para saber que arribistas y asesinos (aunque esto último no lo podía decir) había en los dos lados. Pocas veces una novela presuntamente panfletaria termina con un dardo al propio bando que dice defender. Al incorporarse, desde Francia, a la zona “liberada”, coincide el protagonista con un empleado ministerial que le cuenta su vida y el futuro prometedor que le espera muerto Rivas, su jefe. “¿Anselmo Rivas? No murió, estábamos en la misma Legación y aún queda allí, sano y salvo”. La desilusión de que aquel hombre que esperaba un futuro glorioso en la nueva España se expresa en las palabras que cierran la novela: “¡Un hombre como Rivas! ¡Tan derechista, tan católico, con un cargo tan elevado en la Administración! Pero, ¿a quien matan entonces esos miserables?”

            No extraña que al reeditarse algunas de las novelas de Fernández Flórez en la posguerra, a pesar de que él fuera amigo personal del caudillo (hasta donde eso es posible), sufrieran cortes de la censura o de la autocensura. Fernández Flórez nunca fue militarista ni clerical y por aquellos años, con el ejército y la iglesia, pocas bromas.

            Contra lo que algunos pudieran pensar, no está olvidado Fernández Flórez por ser un escritor de derechas, sino porque el tiempo no perdona y buena parte de su obra —fue un escritor prolífico y desigual— ha envejecido y perdido la gracia de una comicidad con frecuencia un tanto mecánica. De las cuatro novelas que Somovilla rescata, la primera, Volvoreta, su primer gran éxito, es un melodrama costumbrista algo alejado de la sensibilidad actual. Las dos novelas siguientes, El secreto de Barba Azul y Las siete columnas podrían emparentarse con las novelas intelectuales de Pérez de Ayala y con las vanguardistas de Jardiel Poncela. Su pesimista reflexión sobre la condición humana evita la solemnidad y nos llega envuelta en sales irónicas que la preservan del enmohecimiento.

            Pero a quien no conozca, o tenga prejuicios sobre Fernández Flórez, yo le aconsejaría que comenzara su lectura por cualquiera de las “estancias”, así llama a los capítulos, que constituyen El bosque animado. La titulada, por ejemplo, “Primavera en el pazo”. Si después de leer esa maravillosa historia de amores y encantamientos, no queda deslumbrado para siempre es que carece de sensibilidad literaria.

            El bosque animado se publicó por primera vez en 1943, pero había comenzado a escribirse mucho antes, en los años veinte, cuando algunas de las historias que lo componen aparecieron en la prensa. Tras la literatura militante, en una España que no le gustaba del todo, pero que no admitía la menor discrepancia, Fernández Flórez quiso volver los ojos a una Galicia de otro tiempo y al margen del tiempo, a lo más cercano al paraíso que había conocido y nos dejó un libro —no una novela, cada “estancia” vale por sí misma— en el que se entrelazan mil y una historias a la vez cotidianas y prodigiosas, una particular reescritura de la que más de una vez declaró su obra favorita, Las mil y una noches.

            No se limita Fernández Flórez a ser el autor de El bosque animado, pero le bastaría este título para ocupar un lugar de excepción en la literatura española.

2 comentarios:

  1. A mi no me parece que Fernández Florez haya sido maltratado por la posteridad. Le salva su relación con el cine, también fue guionista, y su fino sentido del humor. Por supuesto "El bosque animado", y la brillante adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda.
    Pero muchos de sus relatos "menores" hoy se leen con una sonrisa. "El hombre que compró un automóvil", etc. Retrato además de una sociedad felizmente superada.
    Victor Menéndez

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  2. Acabo de leer esa deliciosa maravilla titulada "Primavera en el pazo". Ahora leeré el resto del libro. Muchas gracias por la recomendación.

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