Nido de piratas
Jesús Fernández
Úbeda
Debate. Barcelona,
2023.
Jesús
Fernández Úbeda, colaborador de Libertad Digital y Zenda, la
revista cultural fundada por Antonio Pérez-Reverte, ha escrito un libro sobre
el diario Pueblo, sobre su “fascinante historia”, según nos indica en el
subtítulo, que asombra en cada página. Pérez-Reverte, que inició su vida
periodística en ese diario, no solo escribe el prólogo, sino que interviene
casi, o sin casi, en cada capítulo. El volumen se basa en sus
declaraciones y en las de otros supervivientes
de aquella aventura, que tuvo su máximo esplendor entre los años 1964 y 1975, cuando
dirigía el periódico Emilio Romero, y que acabó en 1984, cuando el gobierno
socialista decidió el cierre.
“Ya no hay periódicos ni periodistas
de verdad, murieron con Pueblo para siempre”, esa es la tesis del
prologuista-protagonista y de su fiel escudero, el redactor del libro. ¿Y cómo eran
los periodistas de verdad? A juicio de Pérez-Reverte, los subdirectores y
redactores jefes “se ciscaban en lo políticamente correcto y eran interesantes
cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de
burdel.”
El libro está lleno de anécdotas o
de leyendas urbanas que tratan de reflejar aquella edad de oro. Cuenta Irma
Deglané: “Emilio Romero tenía de ordenanza en su planta a uno que había sido en
la guerra civil de la CGT, no recuerdo su
nombre. Un día lo cogieron entre Raúl del Pozo y Raúl Cancio, lo ataron a una
silla, lo amordazaron, lo metieron en el paternóster (así llamaban a una
especie de ascensor sin puertas). Nos quedamos todos muertos de la risa.
Aquella redacción era genial”.
El lector no acaba de verle la
genialidad. A lo que más se parecía aquella redacción de Huertas, 73, si hemos
de creer a estos eutrapélicos testimonios, es a la “13, rue del Percebe” de
Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón. Allí se practicaba el contrabando
“de los más modernos productos tecnológicos”. Allí había un trabajador,
Francisco Galán, Paco el Pata por mal nombre, que si uno le decía “Oye, quiero
un televisor” replicaba “Muy bien, ¿dónde lo has visto?”, “En el Ten21 de
Argüelles”. Iba, hacía un butrón y lo traía al día siguiente. Luego intervino
la policía, pero parece que antes –eso se insinúa— el rey Juan Carlos obtuvo un
teleobjetivo obtenido por este sistema.
El día que entro en Pueblo –afirma
Pérez-Reverte-- entra Raúl Cancio y le dice a Manolo Marlasca: “Manolo, ¿ya has
conocido a tu padre?”, y este le responde: “Sí, estaba en la cama con tu
madre”. De este humor cuartelero-tabernario hay abundantes muestras en este
libro sobre la edad de oro del periodismo. Hay incluso un irreproducible
“episodio surrealista de bestialismo”. Quien tenga curiosidad puede encontrarlo
en la página 232.
Fernández Úbeda cuenta lo que le
cuentan, rara vez chequea los datos y por eso podemos encontrarnos con la
afirmación de que a Arias Navarro lo nombraron presidente en febrero de 1976 o
que una periodista entrevistó a Salazar en 1969 (en 1968 tuvo el accidente que
le imposibilitó para seguir dirigiendo el gobierno, aunque le hicieron creer
que seguía al frente) o que el Café Gijón está situado en el Paseo del Prado.
En las notas aclaratorias,
Pérez-Reverte suele añadir alguna precisión. Veamos de qué tenor. A Rosa
Villacastín, retenida en el Congreso durante el 23-F, se le acercó al parecer
un guardia civil para decirle: “Tiene usted el culo más espectacular que he
visto en mi vida”. Y lo corrobora, en nota, el escritor: “Es rigurosamente
cierto que el culo de Rosa, en esa época, era bastante potable”.
Más que humor, a menudo involuntario,
hay mucha añeja comicidad en este libro. Y revelaciones sobre un modo de
practicar el periodismo que no nos hacen añorar precisamente aquella época.
Cuenta la “bastante potable” Rosa Villacastín del director, el mítico Emilio
Romero, lo siguiente: “Se liaba con artistas: si tú querías triunfar en el
teatro, te ibas una noche con él y tenías páginas y páginas en el periódico”. Y
Luis Romasanta: “Tenía un correveidile que le buscaba las chicas por la noche.
Muchas veces iba con mi carpeta a despachar con él los editoriales. De repente,
aparecía un señor muy concreto, cuyo nombre no te diré, pero al que todos
conocemos, y le decía: A la una de la madrugada tienes a la cantante Pepita
Pérez esperándote”. Un día al propio Romasanta le llamaron a las dos de la madrugada
para que fuera corriendo a hacer una entrevista a Fulana de Tal que había
puesto esa condición para acostarse con don Emilio.
¿Rigor informativo? Fernández Úbeda
nos habla de dos secciones, Cine y Toros, “que se regían exclusivamente por el
dinero que apoquinaban o dejaban de apoquinar terceros”. A quien pagaba, se le
ponía por las nubes; a quien no, se le crucificaba.
Pueblo era un periódico
oficial, dependía del Sindicato vertical, el dinero no era problema. Llegó a
alcanzar gran difusión con un sistema infalible: amarillismo y sensacionalismo
por un lado (el rigor de la noticia era lo de menos) y fichaje, al precio que
fuera, de los periodistas más destacados de la competencia. A Emilio Romero, con buenos contactos
políticos (y parece que con capacidad para el chantaje: “sabía que los
ministros de Franco le ponían los cuernos a sus mujeres, por eso le temían”),
no había quien le moviera de su trono. Cuando dejó el periódico con una patada
hacia arriba qu3 le endilgó Suárez, el sucesor se encontró con que perdía “tres
mil millones de pesetas al año”, con once o doce subdirectores, los redactores
sin contrato y toda la familia del director ocupando buenos puestos.
Si la historia del diario Pueblo es
fascinante, lo es por razones muy distintas de las que indica Fernández Úbeda.
La historia del diario merecería una investigación rigurosa, que recabe y
filtre los testimonios disponibles, que no se entretenga contándonos como
funciona la Hemeroteca Municipal de Madrid: “El procedimiento para acceder al
material es muy sencillo: al llegar, rellenas un papelito en la recepción en el
que indicas el nombre de la publicación, la fecha, el municipio y la
referencia, lo firmas y te vas a la sala de consulta”. Y sigue así este
presunto investigador: “a los cinco o como máximo diez minutos, aparece un
empleado con los volúmenes que has pedido”. Todo el volumen está lleno de
perlas semejantes. De una de las informantes, se nos dice que ha publicado “una
pila de poemarios” (en el lenguaje coloquial compite con Pérez-Reverte, quien
afirma que en Pueblo “había mujeres a punta pala”); de otro colaborador
de Pueblo, como no quiso hablar con él para su libro, dice que no nos da
ningún dato de sus publicaciones porque no quiere hacerle publicidad.
Muchas banalidades sobran y muchas
cosas faltan. No se habla, por ejemplo, de las renovadoras entrevistas de
Marino Gómez Santos, luego reunidas en libro (de él solo se dice que era “muy
bueno” y “un poco gafe”), ni de la relación con los GAL, a los que la
primera página del último número sirve de altavoz. “No dejaremos un etarra
vivo” afirma el titular en grandes letras, y luego recogen las declaraciones de
presuntos miembros de la organización: “Los vamos a acosar hasta dentro de sus
propias casas, haciendo que, cuando menos se lo esperen, les explote la máquina
de afeitar eléctrica, el teléfono al ir a marcar o la nevera cuando vayan a
sacar una cerveza”. Y continúa afirmando
que están integrados “por cien personas especializadas en lucha guerrillera y
que han participado en las guerras del Congo, Biafra, Argelia y Oriente Medio”.
La nostalgia, afirma un título
famoso, es un error; este libro nos demuestra que también puede ser un horror. Quizá
Pueblo fuera una escuela de periodistas, la mejor escuela, pero tenemos
que creerlo como artículo de fe. Ninguna razón de ello se nos da. “Cuando el
periodismo aún se parecía al Periodismo”, leemos en el prólogo, había dos
personajes que inspiraban un respeto especial: el corrector de estilo y el
redactor veterano. De uno de ellos, aprendió Pérez-Reverte un truco para no
equivocarse nunca al manejar “debe” y “debe de”: “Cuando es obligación, me
dijo, pon siempre debe. Cuando es suposición, debe de”. Lo mismo que explica
cualquier profesor de Lengua a sus alumnos de la ESO (aclarando que cada vez resulta
más frecuente el uso de “debe” sin preposición en ambos casos).
En fin, que este elogio del viejo
periodismo, o del Periodismo con mayúscula, nos cura de cualquier nostalgia por
las redacciones llenas de humo, con las botellas de whisky en el cajón de la
mesa y la banda sonora del tableteo de las máquinas de escribir.
Vale. Habría que ver como trataban a los redactores de "El pais".
ResponderEliminarHay una anécdota sobre los "sociatas". Cuando ganaron las elecciones en 1982, invitaron a Pablo Escobar, diputado por "Nuevo liberalismo" en Colombia. No hacían otra cosa que pedirle una raya.
Qué cara tienes.
¿?
EliminarLo leí muy poco tiempo porque cuando dejó de existir, yo era muy joven.No me gustaba. Lo de la hemeroteca de Madrid es surrealista. Y, en serio, todos los redactores de "El País" es nifaban coca? Me ha encantado lo de "eutrapelicos", no conocía la palabra, jeje.
ResponderEliminarNo he podido pasar del primer capítulo, ese en el que Yale se disfraza de monja para poder entrar en La Paz donde Franco se moría. O de camarero y de médico para entrevistar al marqués de Villaverde cuando trasplantaba corazones siguiendo la estela del dr. Barnard. Los que confunden el periodismo con los métodos al margen de la ética y de la ley me dan grima porque son los causantes de su desprestigio.
ResponderEliminarPor no hablar del estilo bravucón y pendenciero del autor, una pobre réplica de su admirado prologuista.