miércoles, 1 de mayo de 2024

Doble enigma

 

Gregorio Martínez Sierra
Canción de cuna
Edición de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga
Sevilla. Renacimiento, 2024.

Gregorio Martínez Sierra fue una de las figuras literarias más destacadas del primer tercio del siglo XX. Se inició con el modernismo y su nombre alternaba entonces con los de Juan Ramón Jiménez o los hermanos Machado. Fundó revistas y editoriales, cultivó todos los géneros literarios, aunque destacó especialmente en el teatro. Pronto se le consideró como el más notable discípulo de Benavente. A su talento como autor, añadió el de director, no solo teatral, también cinematográfico.

            Desde muy pronto, sin embargo, comenzaron a circular rumores de que esa prolífica obra literaria no era enteramente suya, o no era en absoluto suya, sino de su mujer: María Lejárraga.

Gregorio Martínez Sierra murió en 1947; la “escritora fantasma” que estaba tras él, en 1974, a punto de cumplir cien años. Vivía de la literatura, tuvo que seguir escribiendo, pero ya no podía esconderse tras el nombre del escritor fallecido y firmó sus obras como María Martínez Sierra. En una de ellas, la autobiográfica Gregorio y yo, de 1953, confesó por fin que todas sus obras, salvo el libro de poemas La casa de la primavera, dedicado a ella, estaban escritas en colaboración. Hoy sabemos que, en la mayor parte de los casos, hubo algo más que colaboración, autoría absoluta.

Actualmente se considera como un ejemplo más de la secular opresión femenina el que una mujer se ocultara tras el nombre de su marido. Pero no hubo opresión ninguna en el caso de María Martínez Sierra, una de las fundadoras del Lyceum Club Femenino, y diputada socialista en los años republicanos. Podemos pensar que su decisión fue un acto de amor, y sin duda en el principio lo fue, pero el matrimonio acabó cuando Gregorio se enamoró de una joven actriz, Catalina Bárcena, y la secreta colaboración sin embargo continuó. Incluso cuando se tratada de una activa campaña periodística en defensa de la mujer –recogida luego en libros como Cartas a mujeres de España, Feminismo, feminidad, españolismo  y La mujer moderna-- los artículos, escritos por María, los firmaba Gregorio Martínez Sierra.

Esa anomalía sigue sin tener explicación, pero es la que despierta hoy interés hacia una obra literaria demasiado ligada a su tiempo y que no parece haber sobrevivido a ese tiempo.

Una posible excepción supone Canción de cuna, estrenada en 1910 y pronto representada con éxito en los más diversos países. Entre 1933 y 1993 tuvo cinco versiones cinematográficas y fue adaptada para la televisión en Italia y Estados Unidos.

La nueva edición de esa obra, a cargo de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga, aparece firmada por María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, contraviniendo la voluntad de su principal autora. Pero es ella la que interesa hoy: esa “mujer en la sombra”, como se le llamó en el título de una biografía suya, ha acabado dejando en la sombra a su marido, quizá injustamente, porque fue el primer director teatral de su tiempo, al tanto de todos los avances de la dramaturgia europea.

El éxito de Canción de cuna sorprendió a todo el mundo. La obra transcurre en un convento de monjas de clausura y apenas hay acción en ella: en el primer acto una manos anónimas dejan en el torno del convento a una recién nacida; en el segundo, esa niña que se ha criado con las monjas y ya ha cumplido dieciocho años, deja el convento para casarse. Y nada más, y todo ocurre sin ahorrarnos sentimentalismo y sin ningún asomo de puesta en cuestión de la vida religiosa.

Comenzamos a leer con todas las precauciones, y sin embargo, contra todo pronóstico, el primer acto consigue emocionarnos. Por supuesto, puede interpretarse la obra en clave feminista, como hace Alda Blanco en un artículo citado en el prólogo, y ello resulta muy evidente en algunos pasajes: “Usted, cuando era chica –le dice Teresa, a punto de dejar el convento, a una de las monjas--, ¿no ha tenido nunca pena por no ser hombre? Yo sí, porque pensaba que quisiera ser esto y lo otro y lo de más allá. ¡Qué sé yo! ¡Capitán, general, arzobispo, hasta Papa! ¡Y me daba rabia, solo por ser mujer, no servir siquiera para monaguillo!”. Esa rebeldía termina con el enamoramiento: “Pero ahora, desde… bueno, desde que quiero a Antonio y él me quiere a mí, no me importa, porque si yo soy una pobre ignorante, él es un sabio, y si yo valgo poco, él vale mucho, y si yo tengo que estarme en mi rincón, él puede llegar donde llegue el más alto, y en vez de darme envidia, me da gusto…”

No, no es una obra reivindicativa Canción de cuna, como no fue una mujer oprimida María de la O Lejárraga. Fue un enigma que aún no acertamos a resolver, como tampoco dónde radica el encanto antiguo –pero aún no desvanecido-- de Canción de cuna, una obra que ahora reaparece en edición ejemplar, con los dibujos de Fontanals, las orlas y el emocionante colofón de la edición en la Biblioteca Estrella: “Este libro se acabó de imprimir el 11 de noviembre de 1918, día en que se firmó el armisticio de la Gran Guerra, que todos los corazones bien nacidos esperamos haya sido la última del mundo”.



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