martes, 18 de marzo de 2025

Galería de fantasmas

 

César González Ruano
Siluetas de escritores contemporáneos
Introducción de Miguel Pardeza
Renacimiento. Servilla, 2025.

Pocos escritores han sido cancelados, para utilizar un término de moda, tantas veces como César González Ruano. Cuando murió en 1963, parecía un figurón de la época, destinado a perdurar solo en las librerías de viejo y en la memoria anecdótica de los que fueron sus discípulos en el periodismo literario y de relumbrón, de Francisco Umbral a Manuel Alcántara.

Pero no importa lo ambiguo y contradictorio que fuera el personaje, con una biografía llena de puntos oscuros (se ha llegado incluso a acusarle de participar en una red clandestina que vendía pasaportes durante la ocupación nazi de Francia para luego llevar a los compradores, denuncia a la Gestapo mediante, al matadero), sus libros, especialmente los aparentemente menores, sus incontables artículos periodísticos, tienen un encanto destinado a permanecer. Escribía a vuela pluma, sin volver sobre lo escrito, soñó siempre con una obra maestra que no tuvo tiempo, ni quizá ganas, de emprender (lo que más se le aproximó fue su afamado y hoy algo apolillado Baudelaire, de 1931), pero en su caso la calderilla pro pane lucrando –y algo más que el pan, le gustaba vivir por encima de sus posibilidades-- estaba acuñada con oro de la mejor ley.

            Buen ejemplo de ello lo constituye este volumen, Silueta de escritores contemporáneos, que no había sido reeditado desde su primera publicación en 1949, y que se ha elegido con muy buen tino para iniciar una Biblioteca González Ruano dirigida por el primer especialista en el escritor, Miguel Pardeza.

            Como cronista de la vida literaria, como retratista al minuto de sus figuras y figurones, González Ruano no tiene rival. Retirado en Sitges, tras ocho años de voluntario exilio, sin atreverse a volver a un Madrid en el que mandaban ahora los suyos, pero que nada tenía que ver con el Madrid fascinante y brillante de la preguerra, redactó en dos meses --y luego completó “en una noche y de una tirada” con siete siluetas más porque el editor le dijo que faltaban páginas--, una obra en apariencia sin mayores pretensiones, pero en la que el tiempo no ha dejado ni una arruga. Importa poco que junto a los hombres mayores de nuestra literatura –Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Baroja-- aparezcan otros que tuvieron renombre en su día y hoy solo aparecen, cuando aparecen, en las notas a pie de página de los manuales, o que no lo tuvieron nunca. González Ruano conoció a todos y de todos guarda en su memoria una anécdota significativa.

            La obra es lo que menos importa en estas semblanzas que tratan de rescatar a la persona, convertida en personaje, que estaba detrás de ella. Y nada refleja, a juicio de González Ruano, el carácter de alguien como la casa en que vive. Mis casas tituló uno de sus libros; Las casas de los escritores que conocí podía haber titulado otro, del que este sería un anticipo. Pero si los triunfadores –de Emilia Pardo Bazán a Ramón Gómez de la Serna-- tenían casa, la turbamulta de bohemios y hampones (que tanto juego darían más tarde al Juan Manuel de Prada de La máscara del héroe) tenían los cafés y por eso en estas páginas se hace un buen recuento de los más significativos en los años veinte y treinta.

            González Ruano se estrenó como poeta y fue uno de los más activos participantes en la aventura ultraísta, de tan corto recorrido en su momento como de perdurable memoria entre los eruditos, y tardó en convencerse de que, oscurecido por el brillo de sus coetáneos, los poetas del 27, poco tenía que hacer en ese campo. Pero tras abandonar el verso siguió siendo poeta, aunque camuflado en la prosa, y a la intuición del poeta se deben muchos de los hallazgos de estas Siluetas de escritores contemporáneos. “Caricaturas liricas” se les podría considerar en más de un caso, utilizando el término que Juan Ramón aplicó a las suyas, escritas con no menor ingenio, pero quizá con menos cordialidad.

            Lirismo, costumbrismo y humor son los tres ingredientes que sabiamente, con una fórmula que nadie más ha vuelto a utilizar con tanto acierto, entremezcla González Ruano. No todos los autores están vistos con la misma cercanía ni con la misma simpatía. Quizá el que más antipático le resulta sea Miguel de Unamuno, cuya silueta termina con una anécdota que nadie que lea este libro dejará de repetir alguna vez, seguro del regocijo que despierta entre los oyentes.

            Lo mejor de la literatura de González Ruano, lo más perdurable, es su literatura memorialística. Mi medio siglo se confiesa a medias tituló sus memorias y “a medias” se confiesa siempre, también en estas páginas dedicadas a escritores a los que ha conocido personalmente. Del episodio más novelero de su biografía, encontramos una referencia al paso: “De pronto –esas cosas pasan siempre así-- me metieron en la cárcel lo alemanes y a poco más me mandan a criar malvas. Entonces Marañón se portó conmigo, y con la única persona en el mundo que sufría por mí, de un modo entrañable, activo, eficaz que no olvidaré nunca. Cuando recibí en mi celda de la prisión militar de Cherche-Midi un pan de higos que él me había enviado, lo tomé en pedacitos, convencido de que mientras me durara nada me había de pasar”.

            No está claro por qué detuvieron en París los alemanes a González Ruano, pero sí que no fue por sus actividades contra la ocupación. A la literatura le sientan bien las oscuridades biográficas, esos secretos a los que un autor no puede dejar de aludir, pero que nunca se aclaran del todo.

            El prólogo de Miguel Pardeza, tan excelente y oportuno en sus primeras páginas, luego quizá se alarga demasiado y entra en erudiciones sobre el género biográfico que quizá hubieran sido preferible dejar para otra ocasión. No importa demasiado. El lector puede abandonar este largo preámbulo tras las primeras diez páginas y dejar las setenta restantes para un improbable después. Conviene no demorar demasiado el encuentro con la “gravedad y ligereza” --para decirlo con una expresión de Dámaso Alonso aplicada a Manuel Machado-- de César González Ruano, un grato reencuentro y siempre una promesa de felicidad para la inmensa minoría de sus incondicionales, un descubrimiento para los más jóvenes lectores.

           

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