César González Ruano
Siluetas de escritores contemporáneos
Introducción de Miguel Pardeza
Renacimiento. Servilla, 2025.
Pocos escritores han sido
cancelados, para utilizar un término de moda, tantas veces como César González
Ruano. Cuando murió en 1963, parecía un figurón de la época, destinado a
perdurar solo en las librerías de viejo y en la memoria anecdótica de los que
fueron sus discípulos en el periodismo literario y de relumbrón, de Francisco
Umbral a Manuel Alcántara.
Pero
no importa lo ambiguo y contradictorio que fuera el personaje, con una
biografía llena de puntos oscuros (se ha llegado incluso a acusarle de
participar en una red clandestina que vendía pasaportes durante la ocupación
nazi de Francia para luego llevar a los compradores, denuncia a la Gestapo
mediante, al matadero), sus libros, especialmente los aparentemente menores,
sus incontables artículos periodísticos, tienen un encanto destinado a
permanecer. Escribía a vuela pluma, sin volver sobre lo escrito, soñó siempre
con una obra maestra que no tuvo tiempo, ni quizá ganas, de emprender (lo que
más se le aproximó fue su afamado y hoy algo apolillado Baudelaire, de
1931), pero en su caso la calderilla pro pane lucrando –y algo más que
el pan, le gustaba vivir por encima de sus posibilidades-- estaba acuñada con
oro de la mejor ley.
Buen ejemplo de ello lo constituye este volumen, Silueta
de escritores contemporáneos, que no había sido reeditado desde su primera
publicación en 1949, y que se ha elegido con muy buen tino para iniciar una
Biblioteca González Ruano dirigida por el primer especialista en el escritor,
Miguel Pardeza.
Como cronista de la vida literaria, como retratista al
minuto de sus figuras y figurones, González Ruano no tiene rival. Retirado en
Sitges, tras ocho años de voluntario exilio, sin atreverse a volver a un Madrid
en el que mandaban ahora los suyos, pero que nada tenía que ver con el Madrid fascinante
y brillante de la preguerra, redactó en dos meses --y luego completó “en una
noche y de una tirada” con siete siluetas más porque el editor le dijo que faltaban
páginas--, una obra en apariencia sin mayores pretensiones, pero en la que el
tiempo no ha dejado ni una arruga. Importa poco que junto a los hombres mayores
de nuestra literatura –Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Baroja-- aparezcan otros
que tuvieron renombre en su día y hoy solo aparecen, cuando aparecen, en las
notas a pie de página de los manuales, o que no lo tuvieron nunca. González
Ruano conoció a todos y de todos guarda en su memoria una anécdota
significativa.
La obra es lo que menos importa en estas semblanzas que
tratan de rescatar a la persona, convertida en personaje, que estaba detrás de
ella. Y nada refleja, a juicio de González Ruano, el carácter de alguien como
la casa en que vive. Mis casas tituló uno de sus libros; Las casas de
los escritores que conocí podía haber titulado otro, del que este sería un
anticipo. Pero si los triunfadores –de Emilia Pardo Bazán a Ramón Gómez de la Serna--
tenían casa, la turbamulta de bohemios y hampones (que tanto juego darían más
tarde al Juan Manuel de Prada de La máscara del héroe) tenían los cafés
y por eso en estas páginas se hace un buen recuento de los más significativos
en los años veinte y treinta.
González Ruano se estrenó como poeta y fue uno de los más
activos participantes en la aventura ultraísta, de tan corto recorrido en su
momento como de perdurable memoria entre los eruditos, y tardó en convencerse
de que, oscurecido por el brillo de sus coetáneos, los poetas del 27, poco
tenía que hacer en ese campo. Pero tras abandonar el verso siguió siendo poeta,
aunque camuflado en la prosa, y a la intuición del poeta se deben muchos de los
hallazgos de estas Siluetas de escritores contemporáneos. “Caricaturas
liricas” se les podría considerar en más de un caso, utilizando el término que
Juan Ramón aplicó a las suyas, escritas con no menor ingenio, pero quizá con
menos cordialidad.
Lirismo, costumbrismo y humor son los tres ingredientes
que sabiamente, con una fórmula que nadie más ha vuelto a utilizar con tanto
acierto, entremezcla González Ruano. No todos los autores están vistos con la
misma cercanía ni con la misma simpatía. Quizá el que más antipático le resulta
sea Miguel de Unamuno, cuya silueta termina con una anécdota que nadie que lea
este libro dejará de repetir alguna vez, seguro del regocijo que despierta
entre los oyentes.
Lo mejor de la literatura de González Ruano, lo más
perdurable, es su literatura memorialística. Mi medio siglo se confiesa a
medias tituló sus memorias y “a medias” se confiesa siempre, también en
estas páginas dedicadas a escritores a los que ha conocido personalmente. Del
episodio más novelero de su biografía, encontramos una referencia al paso: “De
pronto –esas cosas pasan siempre así-- me metieron en la cárcel lo alemanes y a
poco más me mandan a criar malvas. Entonces Marañón se portó conmigo, y con la
única persona en el mundo que sufría por mí, de un modo entrañable, activo,
eficaz que no olvidaré nunca. Cuando recibí en mi celda de la prisión militar
de Cherche-Midi un pan de higos que él me había enviado, lo tomé en pedacitos,
convencido de que mientras me durara nada me había de pasar”.
No está claro por qué detuvieron en París los alemanes a
González Ruano, pero sí que no fue por sus actividades contra la ocupación. A
la literatura le sientan bien las oscuridades biográficas, esos secretos a los
que un autor no puede dejar de aludir, pero que nunca se aclaran del todo.
El prólogo de Miguel Pardeza, tan excelente y oportuno en
sus primeras páginas, luego quizá se alarga demasiado y entra en erudiciones
sobre el género biográfico que quizá hubieran sido preferible dejar para otra
ocasión. No importa demasiado. El lector puede abandonar este largo preámbulo
tras las primeras diez páginas y dejar las setenta restantes para un improbable
después. Conviene no demorar demasiado el encuentro con la “gravedad y
ligereza” --para decirlo con una expresión de Dámaso Alonso aplicada a Manuel
Machado-- de César González Ruano, un grato reencuentro y siempre una promesa
de felicidad para la inmensa minoría de sus incondicionales, un descubrimiento
para los más jóvenes lectores.
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