jueves, 30 de septiembre de 2021

Se ha escrito un crimen

 

La valija del suicida
Eduardo Jorge Bosco en situación
Jesús Rubio Jiménez
Éditions Orbis Tertius. Binges, 2021.

El 30 de diciembre de 1943 se suicidó el poeta argentino Eduardo Jorge Bosco. Tenía treinta años, apenas había publicado, pero ya era considerado un maestro por los poetas jóvenes de su generación. En 1952, se publicaron sus obras en dos tomos y desde entonces es tenido por una de las figuras más destacadas de su generación, la del cuarenta, a la que pertenecen figuras como Olga Orozco.

            ¿Se suicidó? Investigando en el archivo de Daniel Devoto, amigo y editor del poeta, Jesús Rubio Jiménez ha encontrado documentación inédita que aparece apuntar a la tesis del asesinato, un asesinato en el que estarían involucradas figuras notables de la literatura argentina, muy especialmente Oliverio Girondo.

            El resultado de sus investigaciones los ha reunido Rubio Jiménez, junto con una antología de Eduardo Jorge Bosco, en el volumen La valija del suicida, que se lee como una novela policíaca sin ficción, pero también sin las certezas –quién, cómo y por qué—que suele aportar la clásica ficción policial a la que tan aficionado era Jorge Luis Borges, otro de los personajes de esta historia.

            La familia del presunto suicida quiso cerrar pronto el caso y no que no se investigara a fondo. “Se va a arrepentir. Déjenos proceder”, le dijo el comisario Armani al cuñado del poeta. “El resultado de la autopsia ha sido claro: muerte por ahogamiento”, dijo este. “No importa, hay métodos para arreglar esas cosas. Si inmediatamente después del deceso, se sumerge el cadáver en una bañadera con agua, el aspecto total es el de muerte por asfixia. No se olvide que esa gente lee y escribe muchas novelas policiales”, le respondió el comisario, que parece un personaje de Ricardo Piglia.

            Los documentos que rescata Jesús Rubio Jiménez son una larga carta de Josefa Emilia Sabor, que fue novia del poeta entre 1939 y 1942, y varios fragmentos inéditos del diario de Daniel Devoto, profesor, investigador literario y músico., que se casó con una hija de Valle-Inclán (la subasta de su prodigiosa biblioteca, no hace muchos años, supuso todo un acontecimiento).

            En torno a 1948, coincidiendo con la visita de Juan Ramón Jiménez a Argentina, Daniel Devoto quiso aclarar los puntos oscuros de la personalidad y del fallecimiento de Eduardo Jorge Bosco. Luego pareció desistir de su intento o darlo por imposible y ahora esos papeles –tan oportunamente rescatados-- son como una novela en busca de autor.

            El 30 de diciembre de 1943, a las seis de la tarde, Josefina Sabor, que había seguido siendo amiga del poeta después de romper el noviazgo, le llamó por teléfono. “Si llamas cinco minutos después, no me encuentras. Tengo que hacer y me voy apresurado”, le respondió. Quedaron en que volverían a hablar el domingo.

A las once y media de esa noche, Oliverio Girondo, convaleciente de una operación, llamaba al padre del poeta para decirle que este acababa de suicidarse tirándose al río desde el puente hidráulico de la calle Cangallo. ¿Cómo lo sabía? El propio poeta se lo habría anunciado, media hora antes, en una llamada telefónica. Los hechos no cuadraban desde el principio: alguien llama para indicar que se va a suicidar y, en lugar de tratar de impedírselo, el que recibe la llamada espera a que tenga tiempo de hacerlo y luego, sin comprobar el hecho, avisa a sus familiares.

            Eduardo Jorge Bosque, tras romper con Josefina Sabor, inicia una nueva relación con Haydée Lange, hermana de la mujer de Girondo, Norah Lange. Ambas hermanas forman parte de la larga serie de amores imposibles de Jorge Luis Borges. Haydée era bastantes años mayor que Eduardo Jorge Bosco y tenía cierta fama de mujer fatal (dos de sus anteriores amantes se habían suicidado). El 30 de diciembre, Bosco le pidió a su padre treinta mil pesos para casarse con Haydée. Este se los negó y el poeta abandonó  el hogar familiar con una pequeña maleta. Llegó a la casa de su novia y allí, de mal humor sin duda por el fracaso de la gestión con el padre, le hizo “una escandalosa escena de celos a Haydée, cosa habitual en él, pues, según palabras de Norah, vivía obsesionado por el pasado de aquella”. Y en este momento entra en escena el autor Los conjurados y del poema “Haydée Lange” (“Las naves de alto bordo, las azules / espadas que partieron de Noruega, / de tu Noruega y depredaron mares / y dejaron al tiempo y a sus días / los epitafios de las piedras rúnicas…). Sigamos leyendo la carta de Josefina Sabor: “El motivo de sus celos era, en los últimos tiempos, Borges, cosa que por sí sola hablaba a las claras de la falta de sentido de tales acusaciones- Últimamente había llegado a permanecer escondido, después que se retiraba de la casa de Haydée, en la plaza Lavalle, y desde allí vigilaba hasta altas horas y como una noche la había visto salir con Borges después de que había transcurrido un rato, al día siguiente había dado una de sus habituales escenas”.

            La escena de celos del día 30 de diciembre fue especialmente violenta. Hubo importantes destrozos en la casa de Haydée y ella misma resultó herida. A las nueve abandonó la casa, a las once llamó a Girondo para anunciar su suicidio, a las once y media llamó este al padre para indicarle que el suicidio se había consumado.

El cuerpo se encontró varios días después.  La maleta –la valija del suicida—tardó más en aparecer. La madre del poeta insistió a Girondo y a Haydée en que se la devolvieran, pero estos dijeron que el poeta se la había llevado. Por fin, reconocieron que no la tenían, pero sabían dónde estaba.

            Alguien intervino para que aquel suicidio que tenía todas las apariencia de encubrir burdamente un crimen, quizá un homicidio involuntario, se aceptara como tal sin mayores averiguaciones. A fin de cuentas, Eduardo Jorge Bosco era un personaje autodestructivo (Daniel Devoto tenía con él una relación de amor-odio a la que vuelve una y otra vez en los escritos ahora rescatados) que todos sabían que iba a acabar mal. Mejor que acabara mal él solo y no arrastrando con él a una poderosa familia de la oligarquía argentina.

            ¿Y cómo son los versos de ese desdichado poeta? ¿Han resistido el paso del tiempo? La breve antología que acompaña a este enigma nos permite intuir que era un poeta verdadero, culto y popular (estaba fascinado con la figura de Ascasubi y la poesía gauchesca), pero que su prematura muerte le impidió alcanzar el lugar cimero al que parecía estar destinado.



jueves, 23 de septiembre de 2021

Humor y corazón

 

Resumiendo (Antología 2000-2020)
Jesús Beades
Númenor. Sevilla, 2021.

Siempre ha habido dos tipos de poesía, aparte de la buena y la mala: la poesía que, se entienda o no, seduce de inmediato como una canción y la que nos deja indiferentes o nos plantea un enigma a resolver. La primera no necesita intermediarios; la segunda, no es nada sin ellos. Verlaine y Mallarme o Aurora Luque y Olvido García-Valdés, para ceñirnos a la poesía española actual, pueden servir de ejemplo de cada una de esas direcciones básicas. Y no importa que tanto en Verlaine como en Aurora Luque haya abundantes referencias culturales: no son barrera, sino puente para acercar la emoción del poeta al lector.

            Jesús Beades pertenece, muy claramente al primer grupo. Es también cantante –como Sabina o Marwán, aunque de muy otro estilo--, pero sus poemas no están hechos para ser puestos en música, ya llevan su música incorporada.

            Nacido en Sevilla en 1978, publicó su primer libro, Tierra firme, en 2000. Ahora, veinte años y varios títulos después, antologa su obra con el preciso título de Resumiendo. Inicia la antología una “Nota del autor” que no es tal, sino un poema en los pareados alejandrinos que hizo famosos Manuel Machado con sus autorretratos: “He llegado a la edad de ser antologado, / pues ya tengo canas, hijos y estoy hipotecado…”. Con humor, buen humor, lucidez y algún ripio, resume el poeta su trayectoria vital.

            El humor se acentúa en los poemas inéditos finales, como “Desamor en los tiempos del Facebook” o “Selfie”, donde parafrasea, parodia y homenajea –no es el primero en hacerlo--  el famoso “Retrato” machadiano: “Mi infancia son recuerdos de un sándwich de Nocilla / y un álbum de los Gremlins en una tarde eterna…”

            Todos los poetas tienen sus maestros, más patentes en los primeros versos, pero unos poetas cuando publican tratan de ocultarlos, sobre todo si son maestros cercanos (es el caso de Cernuda con Guillén), mientras que otros, como Jesús Beades, los proclaman con orgullosa devoción. En la “Nota del autor”, leemos: “fue mi sueño / escribir como cierto cascarrabias gallego / del que dicen que soy un acólito”.

            Ese “cascarrabias gallego” es Miguel d’Ors, maestro no solo de Beades, sino del grupo de poetas –excelentes poetas la mayoría-- agrupados en torno a la revista Númenor y caracterizados por un confesionalismo católico no demasiado frecuente en la poesía española actual.

La huella de Miguel d’Ors resulta muy explícita en uno de los poemas que se seleccionan del primer libro, “Mi tiempo”, un aplicado ejercicio de enumeración y contraste que resulta quizá prescindible, y en el “Poema sin título para un atardecer”, donde se menciona a otro de los maestros, Eloy Sánchez Rosillo. El trío queda completo con Julio Martínez Mesanza, otro poeta de ideología militantemente conservadora, al que se dedica  “Si supiera”.

            Pero la poesía de Jesús Beades tiene una vitalidad, un desparpajo y una gracia que lo diferencia de inmediato de esos maestros. Hábil versificador, maestro de la emoción contagiosa, de la imagen precisa (“Tu adiós sonó como un disparo / que dispersa palomas por un cielo sin nadie”), a Beades no le importa bordear el tópico ni recurrir a una imaginería y a unos procedimientos –“Maneras de amanecer en Lisboa”, por ejemplo--  ya muy frecuentados por los poetas de los ochenta.

            Su segundo libro, Centinelas (2002), continúa los aciertos –y quizá los desaciertos-- del primero. La ciudad dormida (2005) intenta un tipo de poesía menos anecdótico, con mayor ambición conceptual. Viene luego un largo período de silencio. Parecía que Beades iba a ser uno de esos efímeros cometas juveniles que solo brillan un momento. Regresa más de una década después con Tibidabo 10, que aborda un tema en  resulta fácil, casi inevitable, incurrir en la falacia patética: la muerte del padre. Manrique puso el listón muy alto. Abundan los poetas a los que acompañamos en el sentimiento, pero que no han conseguido convertir su dolor privado —con el que resulta fácil identificarse-- en poesía. A Jesús Beades, los ojos empañados de lágrimas no hacen que le tiemble el pulso a la hora de poner en verso claro una emoción que, sin dejar de ser solo suya (ayuda a ello la abundancia de referencias realistas, casi costumbristas), se hace universal.

            En los poemas inéditos que completan el volumen hay un poema particularmente memorable, “Ángel y Heráclito”, donde el heraclitano río del tiempo –nadie se baña dos veces en el mismo río-- se ejemplifica de una manera en la que todos los que han acompañado a un niño en su crecimiento se reconocen, nos reconocemos,  pero que nadie ha sabido expresar con tanta emoción y verdad.

            Hay dos clases de poetas, decía al principio. Hay otra más: la del poeta cordial, la del poeta que parece abrazar en cada verso y buscar en la poesía “hogar, coraza y nido”. Jesús Beades pertenece a ella. Es difícil leerle y no sentir que hemos encontrado un amigo para los momentos buenos y para los momentos malos.



lunes, 13 de septiembre de 2021

Burlas y veras

 

Un viaje de invierno
Miguel d’Ors
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Tres citas, muy bien seleccionadas, compendian la poética del nuevo libro de Miguel d’Ors. La primera, de Lope de Vega, la ha utilizado más de una vez: “oscuro el borrador y el verso claro”. Como Ortega, que consideraba que la claridad es la cortesía del filósofo, Miguel d’Ors considera que lo es del poeta y que cualquier esfuerzo es poco para conseguirla, aunque ese esfuerzo no debe notarse en el resultado final. La segunda cita, de Izet Sarajlic, afirma que el mayor efecto de la poesía se consigue cuando sorprende al lector con algo que cree conocer bien. La tercera, de Alfonso Reyes, nos dice que el verso no está hecho solo para las cosas sublimes, que “quien solo canta en do de pecho no sabe cantar”.

            Explica esta última cita la abundancia de divertimentos y notas de humor en Viaje de invierno, un libro escrito en unos años –el invierno del que se habla es el de la vejez-- tan propicios al patetismo. Se parafrasean dos rimas de Bécquer, se juega con la estructura del soneto, se junta a Rodríguez Zapatero, y no para bien, con “La encajera” de Vermeer y la luna, “límpida y alta”, en Salta o en Santiago del Estero. Hay ejercicios de taller –un poema se ofrece en dos versiones, “Los limones” de Montale se traduce y se acorta y se explica, en verso, por qué--  y humor, mucho humor, en este Viaje de invierno. Quizá no se ha subrayado lo suficiente que Miguel d’Ors es uno de los poetas contemporáneos que más nos hacen, no solo sonreír, también reír. Baste como ejemplo la comicidad costumbrista de “Recordando viejos tiempos”.  También, es cierto, nos irrita con frecuencia, porque en su concepción de la poesía nada puede quedar fuera, tampoco sus ideas conservadoras, aunque escandalicen a “la chusma biempensante” y “algún o alguna imbécil [lo] acuse de machismo”.

            Pocos poetas tan dueños de su oficio como Miguel d’Ors. Con el mismo virtuosismo con que domina la rima y la métrica clásicas, hace lo que quiera con el verso libre. Unas veces parodia una solicitud burocrática (con espacios en blanco para rellenar con el nombre y la dirección del solicitante), como en “Plantilla de oración para padres novatos”, y otras utiliza letras y paréntesis para distinguir las partes de una enumeración: “Pero, que tú me entiendas o que no, / quiero decirte a) que tu presencia / en mi vivir diario / le quita algunos grados / de soledad al panorama; b) / que en ti al fin encontré / un buen destinatario / para ciertos afectos naturales…”

            El último poema citado se titula “Vuelve a hablar a su perra”. A esa perra, Ory, ya la conocíamos del libro anterior y aparece, si no como protagonista como figurante, en varios poemas. Miguel d’Ors gusta de llevar al verso las minucias de su vida cotidiana, las anécdotas de su biografía, a las que –en bastantes casos-- vuelve una y otra vez, sin por ello incurrir en ese “sentimentalismo primario” del que Guillermo Carnero acusaba a los poetas de posguerra y a los llamados “poetas de la experiencia”.

            Miguel d’Ors no ignora que la naturalidad en poesía se consigue a base de artificio, que el poema tiene –o puede tener-- mucho de trampantojo. En el soneto “Prado de Serandín” los cuartetos nos describen una escena erótica, con muy precisos detalles (“Podría hablar de la guerra que su falda / me dio, por culpa de la cremallera”), que luego se desmiente en los tercetos: “Todo lo hace verdad el Arte, días / de amor incandescente que ahora estoy / inventándome, prado que no existe / más que en las solitarias fantasías / que tramo en tardes como la de hoy / para engañar algún recuerdo triste”.

            De ahí que abunden en Miguel d’Ors –uno de los poetas que más han reflexionado sobre su oficio y quizá el que mejor lo conoce-- los textos metapoéticos. La poesía –incluso una poética tan expresamente confesional como parece la suya-- no es nunca un mero desahogo del corazón: el poeta “recuerda y va esbozando, tachando, corrigiendo, / mintiendo un poco a veces / para que cada verso suyo diga / algo más verdadero que la simple verdad”.

            Miguel d’Ors es un poeta de ideas, como lo fue Campoamor, y todo su virtuosismo técnico lo utiliza para darles encarnación lingüística sin incurrir en un desarrollo meramente conceptual. A veces, una misma idea poética da lugar a diferentes poemas. “De consolatione Litteraturae” contrapone el saber preciso de la gente común (lo ejemplifica con personas concretas –un taxista de París, el vecino del 2º D, la cantante Mari Trini-- que le otorgan un especial efecto de realidad) con el evanescente e impreciso del poeta. Termina con unos versos entre paréntesis: “Y, encima, esto mismo, lo escribiste hace siglos / y quizá hasta mejor / en el poema Cuervos por Rebordelo”. No lo escribió mejor, sino distinto, en ese poema, todavía algo encorsetadamente borgiano, incluido en Es cielo y es azul (1984): “El hombre que descuartiza terneras en el alba ensangrentada, / el hombre que se acerca a Benavente con su camión cargado de arena, / el que se lava las manos después de hacer una cesárea […] / y yo que combino palabras en mi noche mezquina”.

            No siempre acierta, y ello resulta inevitable, pero los sonoros fracasos (“Tiene misterio”, donde contrapone el ser considerado por los críticos “un poeta claro” cuando él es un personaje “al que no lo entendía / --y hablo literalmente-- / ni su padre” y aprovecha para informarnos de las muchas lenguas a las que ha sido traducido), no son demasiados y no nos cuesta disculparlos ante la sucesión de maravillas que no buscan la novedad,  pero que la consiguen de la más inesperada manera, con materiales a priori muy poco novedosos. Y eso después de medio siglo –su primer libro se publicó en 1972-- de continua dedicación a la escritura poética.

            Enumero algunos textos particularmente memorables: “Guijarro de la Playa de los Muertos”, “El milagro fugaz del liquidámbar”, “Eucalipto de A Portela”.  “Novedades”, “Un inmenso acorde mágico”. Mención aparte merecen los tres poemas dedicados al “periodo especial” que hemos tenido que padecer, del que todavía no acabamos de librarnos. La pandemia ha suscitado, y seguirá suscitando, mucha literatura, por lo general mala literatura. Los tres poemas que le dedica Miguel d’Ors estarán entre lo poco que se salve de esa quejicosa y acrítica hojarasca: “La pandemia persiste”, con su tan preciso y coloquial verso último; “En la pandemia del coronavirus” –de ella se dicen muchas cosas “y muchas más han de decirse cuando / políticos y medios / de comunicación cedan el paso / a la verdad”--, con su final anticlimático, y “Mi paseo solitario en la segunda ola”, que cuenta con los ilustres antecedentes de Cienfuegos y Gil de Biedma.

            Qué sorpresa, qué grata sorpresa, para los muchos lectores de Miguel d’Ors, comprobar que su nuevo libro no es un mero apéndice a una de las obras más notables de la poesía española contemporánea, sino que el poeta –que va cumpliendo años en distintos poema: 73. 74-- sigue creciendo, que aún no se ha limitado, como tantos, a engordar palabreramente su bibliografía.



jueves, 9 de septiembre de 2021

Sí, pero no

 

Conversaciones
Benito Pérez Galdós
Edición de Adolfo Sotelo Vázquez
Sevilla. Ediciones Ulises, 2021.

Rescatar textos que duermen en el olvido de las bibliotecas y las hemerotecas es, o debería ser, una de las labores del editor. No todos se aplican a ella; la suelen dejar a editoras institucionales, universitarias o parauniversitarias, que se despreocupan de los lectores y sirven solo para la promoción académica.

            En 1910, en dos números de la revista Por esos mundos, se publicó un extenso reportaje sobre Galdós (incluye una entrevista, pero es algo más que una entrevista) que puede considerarse como una obra maestra del periodismo contemporáneo. Bien conocido, y aprovechado, por los biógrafos de Galdós, merece estar al alcance de todos los lectores. Por primera vez se reedita en el volumen Conversaciones junto con otras entrevistas desconocidas, o poco conocidas, al autor de los Episodios nacionales. La edición a estado al cuidado –es un decir--  de Adolfo Sotelo Vázquez.

            “La erudición engaña” afirma un verso famoso de Góngora. No siempre, pero sí muy a menudo funciona como un camuflaje de la escasez de ideas y de gusto literario. Sotelo Vázquez acumula datos poco pertinentes en el prólogo y ni siquiera parece estar al tanto de los textos que edita. Ignora uno de ellos –“Las migajas de una suscripción. Galdós acusa”, de El Caballero Audaz-- y tras afirmar en el prólogo que el artículo de Azorín no fue incluido en su libro Un veraneo sentimental, de 1944 (sin que se ocupe de indicarnos por qué debería haberlo sido), señala luego, al reproducir ese artículo y en el índice, que se incluye en él.

            Pero no son lo más llamativos esos errores factuales –una reciente y aclamada biografía, que sale casi a error por página, nos ha curado de espantos--, sino las imprecisiones y sinsentidos de la redacción. Nos dice, por ejemplo, que la entrevista con Galdós que inicia Galería, de El Caballero Audaz –y que él reproduce--, es en realidad la suma de tres textos: “el primero, al deseo de resucitar una entrevista, cuyo primer asentamiento desconocemos”.

La nota a la edición comienza de la siguiente impactante manera: “Editar textos que proceden de la prensa y una distancia temporal de más de un siglo es tarea compleja. Cabe la posibilidad de usar una biblia sin final alrededor de dichos textos, lógicamente anclados en un momento determinado, cuando los medios tecnológicos ofrecen al curioso lector varios caminos para dilucidar sus dudas que, en ocasiones son también las del editor”. Y a continuación aclara: “He desechado la posibilidad de la biblia”. Surrealismo puro el de este catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. “He corregido solo algunas erratas evidentes”, aclara. Cierto, solo ha corregido algunas, parece que pocas: don Benito se convierte alguna vez (p. 56) en “D. Bonito”.

            Pero dejemos el prólogo que el lector común suele, con buen criterio, saltarse. No le defraudará el extenso texto, más de cien páginas, de Enrique González Fiol, que firmaba con el pseudónimo de El Bachiller Corchuelo. Escrito con falsilla cervantina, como muchos fabulaciones del propio Galdós, está lleno de humor y de pequeños detalles exactos. En 1910, Galdós era algo más que el más famoso escritor español, era una figura política, encabezaba la izquierda antidinástica, lo que le ocasionó algunos sinsabores: “Le advierto a usted que en las estaciones del ferrocarril está prohibida la venta de mis obras y de las de Blasco Ibáñez y otros escritores. En cambio, permiten la venta de libros feos y de libros pornográficos”.

            El reportaje de Enrique González Fiol, ejemplo de nuevo periodismo, de crónica sin ficción pero con todos los elementos de la ficción, merecería una edición exenta, con las ilustraciones originales (a las que a menudo se alude) y sin ninguna exclusión, aunque sea anecdótica: “Una noche, en la redacción de El Liberal, me encontré con una carta suya, que me permito reproducir por lo graciosa que es, y en la que me amenazaba con hacer que Victoriano no me dejase pisar el territorio español”. Esa carta no se reproduce ni siquiera en nota.

            Las entrevistas que se añaden resultan de muy desigual interés. Sorprende la que firma Azorín, que él no quiso reproducir en ninguna de las recopilaciones que publicó en vida, sin duda por lo que tenía de desmitificadora de la figura del venerado novelista. Azorín, como González Fiol, buscaba un periodismo no convencional. Reciente estaba el escándalo de su entrevista al político Romero Robledo, “Romero en el romeral”, en la que se desentiende de las declaraciones grandilocuentes para fijarse en el entorno y en los pequeños gestos. Tras describir minuciosamente el despacho de Galdós, no deja de fijarse en “un pliego de papel recubierto de una pasta melosa llena de moscas muertas. Algunos de estos familiares insectos se acercan por las orillas y durante un segundo quedan cogidos por una pata; mas luego dan una segunda sacudida y tornan a volar”. Sobre las moscas dialogará el “pequeño filósofo” con el novelista, a quien luego presenta obsesionado con sus animales de corral. Termina justificando la novedad de su artículo: “Y este es el relato de una tarde pasada con el insigne novelista: relato tosco, sencillo, escueto, sin las brillanteces, requilorios, arrequives y pompas vanas con que nosotros, los periodistas, solemos quitar a nuestra prosa el encanto del desaliño, de la vaguedad y de la incongruencia”.

            La lectura de este artículo de Azorín nos permite comprobar una vez más lo poco fiable que resulta el Galdós de Yolanda Arencibia, que obtuvo el premio Comillas de biografías. Afirma que en su visita Azorín coincidió con Rafael González “Machaquito” y con otras personas, entre ellas el sobrino del escritor, del que al parecer dijo “que posee ingenio satírico y mordiente”. Fantasías de la biógrafa. Lo que se afirma en el artículo es otra cosa: “La otra tarde –dice el maestro-- estuvo aquí con Pepe, mi sobrino, y se pasaron la tarde echando globos”.

            Galdós, un hombre aparentemente sin secretos, estaba lleno de ellos. Algunos se insinúan en estas páginas, que contienen algo más que “una serie de documentos” poco conocidos, según se indica en la nota de la contraportada. Son, sobre todo, y salvo alguna excepción, literatura, fascinante literatura.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Ejercicios de despojamiento

 

La luz pensativa
José Cereijo
Pre-Textos. Valencia, 2021.
 

Algo de libro de autoayuda –en el mejor y en el peor sentido de la palabra-- tiene el nuevo libro de José Cereijo, uno de esos poetas que no acostumbran a crecer en extensión, que no buscan la variedad temática y formal, sino la claridad expresiva y el ahondamiento en unas pocas obsesiones, en los grandes temas de siempre: el tiempo, el amor, la muerte.

            Sorprende, en primer lugar, el abundante uso del imperativo, apenas hay poema que no lo emplee: “desnuda tus ojos”, “mira”, “míralo”, “no lo olvides”, “escucha y agradece”.  El destinatario de esas órdenes o consejos es no solo el propio autor –el libro abunda en ese “tú-testaferro” del que hablaba Bousoño--, sino también el lector.

            La lección, la moraleja, se vuelve a veces demasiado explícita. Copio entero uno de los poemas, como todos ellos sin título, en el que claramente sobre el último verso: “Contempla una vez más / el sol en la ventana, / la alfombra de oro viejo de las hojas caídas, / la ausencia de los pájaros, / el azul transparente, luminoso y sereno, / y tan hondo, / la vejez de las casas, lo que evoca, / y piensa: eso no miente, / no pregunta, no juzga, solo espera / y acompaña, en silencio. / Así debiera ser también tu vida”.

            La luz pensativa (en el título aparece uno de los recursos estilísticos característicos del libro: la personificación) puede considerarse como una serie de variaciones musicales y conceptuales sobre unas pocas notas. Da la impresión de haber sido escrito casi de un tirón, en un único impulso creativo. El poeta insiste una y otra vez y, de pronto, entre las titubeantes tentativas, nos sorprende el milagro.

            José Cereijo no le teme al tópico, todo lo contrario, lo bordea deliberada y continuamente. ¿Cuántas veces se ha comparado a la mujer con una rosa? Él lo hace una vez más y consigue un poema nada miméticamente juanramoniano, pero que Juan Ramón Jiménez no habría desdeñado firmar: “Una rosa, tu cuerpo. / No, no es eso, solo / su perfume; no, apenas / el aire en torno a ella, / o acaso únicamente la mirada / que la recoge, que la envuelve: eso / es lo que ahora / eres, no eres, /tú”.

            El paisaje que aparece en los versos de José Cereijo es un paisaje minimalista, casi siempre de invierno, a menudo visto a través de una ventana. Habla de las ramas secas de los árboles, del canto de un pájaro, por lo general sin más precisiones. Si menciona una rosa, ya lo hemos visto, parece referirse más al arquetipo de la rosa que a una flor concreta. También el ruiseñor del primer poema es el de la literatura: “No hables del ruiseñor / cuando canta. Demasiado se ha dicho. / Piensa en él cuando calla, / cuando habita en el frio, / cuando ya nada tiene que decir, / cuando solo es él mismo”.

            De vez en cuando, nos disuena algún adjetivo facilón (“Has estado escuchado a Chopin, / esa música bellísima”), echamos de menos cierta poda en esta serie –quizá algo monótonamente excesiva-- de variaciones. Pero de pronto, ya lo hemos dicho, se produce el milagro y entonces al poeta, al poeta excepcional que es José Cereijo, se lo perdonamos todo.

            Consciente de la dificultad de esta poesía hecha con tan pocos y reiterados elementos, de vez en cuando introduce alguna anécdota: el imposible intento de John Cage de lograr el silencio total, las palabras de Montaigne sobre el manuscrito robado de sus ensayos, el diálogo con Platón, el canto de las sirenas, Schubert tocado por Alfred Brendel, el eterno retorno de Nietzsche.

            Pero no necesita la poesía de José Cereijo demasiadas apoyaturas externas, una explícitas y otras implícitas, como la variación sobre un poema de Antonio Machado (“Ese árbol que tú creías seco”) o sobre el verso final (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”) de un famoso soneto gongorino: “Hoy es un día gris. Las hojas / que todavía no cayeron de los árboles / parecen más hermosas, / más significativas, en la luz tamizada. / Serenas ellas mismas, / podrían enseñar serenidad a quien las contemplase. / Lo que dicen, lo dicen en voz baja; / y esperan, / sin temor ni impaciencia, / la hora de ser polvo, sueño, nada”.

            En voz baja nos habla José Cereijo, sin temor ni impaciencia, de la muerte inevitable –qué hermosos sus poemas sobre las ausencias tan presentes en cualquier vida--, y nos invita a nos desperdiciar el precario presente “que es todo lo que tienes, / que es todo lo que eres”.