martes, 18 de febrero de 2025

Niña prodigio, esforzada superviviente

 

Marina Patrón Sánchez
Josefina de la Torre. Una biografía
Renacimiento. Sevilla, 2005.

Muchas vidas caben en una vida. Josefina de la Torre, nacida en 1907 en el seno de una familia burguesa que había dado, y seguiría dando, nombres destacados en la vida artística y cultural española, parecía predestinada a convertirse en una de las principales figuras de la literatura española.

En 1917, Margarita Nelken le dedicó un artículo en un diario madrileño con el título de “Una poetisa de ocho años” (le quitaba dos, como si fuera necesario acentuar la precocidad). Su hermano Claudio de la Torre, una de las figuras destacadas de la nueva literatura, la ayudó a relacionarse y a promocionar su obra. En 1924 viaja por primera vez a Madrid y en una exposición de su primo Néstor, el gran pintor modernista, queda fascinada por el retrato de un joven. Su hermano Claudio se acercó entonces para presentarle a un amigo escritor, Juan Chabás, que era precisamente el modelo del retrato. Fue su primer amor, al que siguió un enamoramiento con Luis Buñuel, que tampoco acabó bien, aunque en este caso parece que afortunadamente, a juzgar por lo que su rival, Jeanne Rucar, quien se casaría con el cineasta, cuenta en sus memorias: “No tuvimos ni ideas ni responsabilidades compartidas. Él decidía todo: dónde vivir, las horas de comer, nuestras salidas, la educación de los hijos, mis aficiones, mis amistades”.

En 1927 –de tanto simbolismo para la literatura española-- la poeta casi adolescente publica su primer libro, Versos y estampas, y en el mismo privilegiado lugar, los suplementos de la revista Litoral, en que aparecieron los primeros libros de Cernuda o Aleixandre. Su mentor fue Pedro Salinas.

De la gestión editorial del segundo libro, Poemas de la isla, de 1930, se ocuparía Juan Chabás. Pero el fin de aquel amor, boicoteado por la familia de la poeta y por la indecisión de Chabás, debida a su precariedad económica, dificultó su difusión. Culminación del prestigio como poeta de Josefina de la Torre fue su inclusión, junto a Ernestina de Champourcin, en la segunda edición, aparecida en 1934, de la mítica antología de Gerardo Diego. Luego, aunque seguiría editando acá y allá algún texto (e incluso tuvo su etapa de novelista rosa y policíaca con el pseudónimo de Laura de Cominges), desapareció como escritora hasta su tardía resurrección en los años ochenta. Ni siquiera la menciona el antiguo gran admirador Juan Chabás en su Literatura española contemporánea, publicada en La Habana en 1953, ni la incluye en su antología Poetas de todos los tiempos que, en la parte española, concluye precisamente con Ernestina de Champourcín.      

            Pero la literatura era solo uno de los intereses de Josefina de la Torre: la música y el teatro le atraían igualmente, y en ambos destacó desde niña. Con su hermano Claudio colaboraría desde los años veinte en actividades teatrales y cinematográficas. Durante la posguerra, su actividad principal sería la de actriz, en algún caso con compañía propia, en la mayor parte de las ocasiones desempeñando pequeños papeles.

            Josefina de la Torre parece que quiso facilitarle el trabajo a un futuro biógrafo. Escribió diarios, minuciosas agendas, guardó cartas, recortes periodísticos, cualquier documento que pudiera dejar constancia de su trayectoria vital. Marina Patrón Sánchez ha tenido en cuenta todo ese material y también el diario de la madre de la escritora, Francisca Millares, una figura fundamental en su vida. El resultado es un volumen que interesa más por la figura de la protagonista que por las referencias a la obra literaria, quizá un tanto menor.

            No llegó a ser lo que estaba predestinado a ser aquella niña prodigio que deslumbró a la buena sociedad de Las Palmas a comienzos del siglo XX. Se interpuso una guerra civil, en la que se vio forzada a tomar partido alistándose a la Falange, y también su condición de mujer que tenía que estar bajo la protección continua de la madre y el hermano mayor. Quizá para escapar de esa sujeción se casó por primera vez en enero de 1954. La convivencia no llegó a durar tres meses, pero el matrimonio duró hasta que murió el marido en 1977. Solo entonces se pudo casar, a los setenta años, con quien llevaba décadas de convivencia semiclandestina, su gran amor, el actor Ramón Corroto, veintitrés años más joven, pero que sin embargo moriría veintidós años antes.

            Mucho de melodrama hubo en la larga vida de Josefina de la Torre, que tuvo tiempo para trabajar en una tienda de modas y para poner un puesto en el Rastro junto a su cuñada, la escritora Mercedes Ballesteros, viuda de Claudio de la Torre.

Del olvido, desvanecida su fama como actriz, no solo en el teatro, también en el cine, la radio y la televisión, la rescataría la juvenil relación con la generación más famosa de la literatura española, con aquellos años veinte que tras la guerra civil se mitificarían y que mientras transcurrían no parecían tener mayor importancia. “Noticias de Madrid, ninguna”, le escribe Chabás en una carta de 1927. “No pasa nunca cada. Va y viene Lorca por los cafés. Y, no se sabe cuándo ni dónde, se esconde y hace cosas magníficas. Cada vez mejor. Fernández Almagro publicará pronto un libro. Azorín fracasa otra vez en el teatro Se casa Moreno Villa. Da un banquete Ramón Gómez de la Serna. Alberti no sale de casa si no viene a Madrid Sánchez Mejías. Y escribe versos como los de Litoral y Revista de Occidente que son ya casi poesía pura. Todo eso es la actualidad. Y hace frío. Y se estrenan unos filmes magníficos. Y se cantan en la calle tres o cuatro charlestones más”.

            Un profesor norteamericano, Carlos Reyes, traduciendo la antología de Gerardo Diego, encontró los versos de Josefina de la Torre. No sabía si estaba viva o muerta. Se pasó una década investigando sobre ella y en 1999 consiguió que le recibiera en su casa. Josefina de la Torre moriría tres años después, a punto de cumplir los noventa y cinco. Tuvo tiempo de conocer el nuevo interés por su obra y por su figura, convertida en una de las heroínas de un tiempo sombrío.

jueves, 13 de febrero de 2025

Ingenuidad y compromiso

 

Ernesto Cardenal
Prosas dispersas
Prólogo de Luce López-Baralt
Selección e introducción de Juan Carlos Moreno-Arrones Delgado
Fundación Banco Santander. Madrid, 2024.

En una de las “Disertaciones” –así se titula la sección-- incluidas en Prosas dispersas, afirma Ernesto Cardenal que la suya, aunque bastante divulgada, “no es una gran poesía”. Y añade que, si hay alguna grandeza en ella, sería una grandeza pequeña que se debe “a motivos extraliterarios, a que sus temas y su inspiración han sido la causa de nuestros pueblos, la causa de nuestra América y su Revolución”.

            Y acierta en lo que dice. Aunque escribió mucho durante su larga vida, si por algo cuenta en la historia de la literatura es por sus libros primeros, anteriores al triunfo de la revolución sandinista. Luego el personaje devoró al autor. Aunque en su etapa final, su poesía se alejó del compromiso y la propaganda para adentrarse en un especie de espiritualidad cósmica muy ligada a los avances científicos, sus dilatadas elucubraciones no despertaron gran interés ni entre los interesados por la literatura ni entre los aficionados a la ciencia.

            Estas Prosas dispersas se incluyen en una benemérita colección de la Fundación Banco de Santander titulada “Obra fundamental”, pero que rara vez publica obras fundamentales, sino obras menores de autores mayores o menores. “Obra principal cardenaliana” titula su prólogo el autor de la selección, pero es una afirmación más que dudosa, a la que sigue una inexactitud reiterada en las primeras líneas: “El libro que ahora tiene entre sus manos pretende aunar toda la obra en prosa de Ernesto Cardenal”; “recopilar toda su obra en prosa y publicarla en una única edición” habría sido su último proyecto.

            No reúne toda la obra en prosa de Ernesto Cardenal este libro, sino una selección de sus textos dispersos, tal como el título indica, reunidos por el propio autor, si hemos de hacer caso al prologuista. En una buena parte, son escritos muy circunstanciales cuyo rescate no parece estar justificado.

            “Recuerdo de un paseo con el poeta Benedetti en La Habana” contiene afirmaciones de candorosa ingenuidad propagandística. Así explica Benedetti, según recuerda Cardenal, el desabastecimiento de las tiendas cubanas: “En Uruguay hacen mil carteras de señora y son carísimas y casi nadie las puede comprar y por eso las tiendas de mi país están llenas de carteras. Aquí, cuando hacen carteras, tienen que hacer cuarenta mil y todo el mundo las compra y por eso no hay carteras. Quiero decir, no hay carteras en las tiendas porque las carteras las tiene la gente”. Peor todavía es la justificación de los fusilamientos de jóvenes idealistas en la fortaleza de La Cabaña que, según nos dice, le hizo Cintio Vitier: aunque ellos no lo supieran, “estaban siendo utilizados por agentes de la CIA y batistianos”.

            Simplona propaganda, que nadie se atrevería a utilizar hoy, encontramos en muchos de estos textos. Los policías de Nicaragua, tras el triunfo de la revolución sandinista, escriben poesía porque no eran como la policía de Europa: “Tanto el ejército como la policía estaban compuestos por los que habían sido guerrilleros. Y por lo tanto también eran jóvenes. Estaban llenos de sentimientos de amor; habían combatido en la revolución por amor, y había muchas mujeres entre ellos, Por eso en la policía había teatro, y danza, y grupos musicales, y talleres de poesía (como los había también en el ejército)”. Incluso había un taller de poesía en el Servicio de Inteligencia y Contrainteligencia de la Seguridad del Estado”. Por eso, “con esta policía de la revolución nunca se vieron en Managua a los policías arrojando bombas lacrimógenas al pueblo, ni repeliéndolos con mangueras de agua, ni llevando máscaras ni escudos antimotines”; todo lo contrario de lo que ocurría en Londres, donde la policía apaleaba a los obreros en huelga.

            La creación de talleres de poesía es uno de los logros de los que Ernesto Cardenal estaba más orgulloso. Su labor como ministro de Cultura consistió en buena parte en extenderlos por todo el país. Llegó a elaborar unas reglas para escribir poesía que fueron muy elogiadas por la prensa extranjera, según afirma más de una vez. “El Tablet de Londres escribió asombrado que la normas poéticas de Pound, comprensibles tan solo por los más cultos de lengua inglesa, fueron presentadas en forma sencilla a los obreros y campesinos”.

            Se incluyen en Prosas dispersas esas normas para escribir poesía de las que Cardenal estaba tan orgulloso. “Es fácil escribir buena poesía y las reglas para hacerlo son pocas y sencillas”, afirma al comienzo, con lo que anima poco a seguir leyendo.

           “Los versos no deben ser rimados”, leemos en la primera regla. Y lo explica: “No hay que buscar después de una línea que termine con corazón otra que termine con León, o si termina con Sandino, haya otra que termina con destino. La rima suele ser buena en las canciones, y es muy apropiada para las consignas o los anuncios”. Una cosa es que los poemas no necesiten utilizar la rima y otra que no deban utilizarla, pero parece que Cardenal no es muy amigo de sutilezas.

            Escribir como pintar o cantar puede ser un entretenimiento personal, un desahogo o un recuso pedagógico. Nadie niega el encanto de los dibujos que hacen los niños o el interés de los poemas –sobre todo para ellos mismos-- que los aficionados escriben en un taller de poesía, pero hace falta mucha ingenuidad para pensar que en eso consiste llevar la cultura “al pueblo”. Ese “pueblo” que en los Maratones de Poesía que organizaba Cardenal “estaba oyendo ininterrumpidamente desde la mañana hasta la noche a poetas profesionales y también obreros y campesinos y soldados y policías”. Al parecer, tales actividades –que a mi me parecen más bien casi una forma de tortura, como ser obligados a escuchar entero un discurso de Fidel Castro-- fueron muy elogiados en la Unión Soviética por “el poeta de multitudes” Evtuchenko.

            Las páginas que se salvan de esta recopilación, que no contribuirá a agrandar el prestigio del autor, son las que tienen que ver con su ingreso en la Trapa y su encuentro con Thomas Merton, con su retiro a la isla de Solentiname, con el recuerdo de viejos amigos. También ofrece observaciones de interés “Poesía de los Estados Unidos”, el prólogo a la selección y versión de poetas norteamericanos que realizó con José Coronel Urtecho.

            La posteridad de un escritor depende de que su obra caiga en buenas manos –no en la de acríticos devotos-- que sepan cribar lo perecedero de lo que sigue conservando interés para los lectores. No es eso lo que ha ocurrido con esta recopilación de la prosa dispersa y circunstancial de Ernesto Cardenal.

           

martes, 4 de febrero de 2025

La comedia humana

  


Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River
Traducción, introducción y notas de Eduardo Moga
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.
 

“Habent sua fata libelli”, tienen su destino los libros, dice un aforismo clásico. Edgar Lee Master (1868-1950) escribió medio centenar de volúmenes de los más diversos géneros literarios. Todos se los ha llevado la trampa, de ninguno se acuerda nadie hoy, salvo de uno: esta Antología de Spoon River, ya bien conocida del lector español y que ahora vuelve a traducir y prologar modélicamente Eduardo Moga.

            La primera edición apareció en 1915 y el éxito fue inmediato, menos por parte de la crítica (aunque contó con el elogio de los más alerta, como Ezra Pound) que de los lectores: se sucedieron las ediciones y pronto las traducciones. Edgar Lee Master había escrito una obra en apariencia muy local (contaba la vida en una población del Medio Oeste norteamericano), pero de interés universal y fácil de trasladar a cualquier lengua: su valor no radicaba en la experimentación o el artificio lingüísticos, sino en el mundo inédito para la poesía que mostraba y en la manera que tenía de hacerlo (en la “inventio” y en la “dispositio”, que dirían los retóricos clásicos, más que en la “elocutio”).

            El título resulta un tanto engañoso. Esta Antología no tiene nada de antología. No es una colección de poemas atribuidos a distintos autores, ni una colección de epitafios inspirados en la Antología griega, aunque esa obra estuviera en su origen. Los epitafios clásicos compendian una vida en unos pocos versos y a veces están escritos en primera persona, pero su intención epigramática y por lo general apologética tiene poco que ver con el lenguaje a menudo coloquial y sin censuras morales con que se expresan los dos centenares y medio de personajes que aparecen en esta especie de comedia humana, tragicomedia más bien, que algo tiene de miniatura del ciclópeo empeño de Balzac o de los novelistas del naturalismo.

            Más que de epitafios, podríamos hablar de monólogos dramáticos. El primer poema del libro, “The Hill”, “La colina”, alude al cementerio y es una variación del manriqueño tópico del “ubi sunt”: “¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley. / el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el camorrista? / Duermen, están durmiendo todos en la colina”.

            El libro parece inspirado en una de esas sesiones espiritistas que tan de moda estuvieron a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El poeta se convierte en el médium a través del cual escuchamos las voces de los muertos. No deja de ser una curiosa coincidencia que, por las mismas fechas del año 1914 en que Edgar Lee Masters comienza a escribir los poemas de su Antología, a Pessoa se le aparece inesperadamente el primer heterónimo y maestro de todos los demás, Alberto Caeiro. En un caso y otro, los poemas se amontonan y el poeta más que escribir parece transcribir las voces que escucha en su cabeza. El resultado tiene poco que ver con lo que entonces se entendía por poesía: versos medidos, rima, sentimentalismo, lenguaje convencionalmente literario y deudor de reconocidos maestros.

            Eduardo Moga, en un prólogo que resume bien todo que se ha dicho de Edgar Lee Masters y su obra principal, destaca la importancia de una escritura en libertad y casi automática, de un dejarse llevar por la inspiración, de “una ignorancia que conduce al creador al mejor resultado, al que acierta en el corazón mismo de lo pretendido, sin saber –aunque intuyéndolo oscuramente--  que era eso lo que pretendía”.

            En la precisa erudición de Eduardo Moga –que tiene la elegancia de referirse a las traducciones anteriores sin subrayar los defectos para ponderar la suya, cosa poco frecuente--, no faltan algunas atinadas observaciones sobre la poesía en general: “el empeño por encajar todos los elementos de la creación en un molde conforme a la tradición, sostenido por los conocimientos que se poseen y las técnicas que se dominan, palidece –o apaga-- el descubrimiento verdadero; se acomoda uno a las exigencias del oficio –y puede alcanzar objetivos plausibles--, pero se escapan los hechos vivos: los que bullen en el subsuelo del pensamiento, en la penumbra de la conciencia individual y el espíritu colectivo”.

            Nunca entendió del todo Edgar Lee Masters lo que había hecho con Antología de Spoon River. Por eso a la serie de poemas escritos casi a vuela pluma, en el tiempo en que le dejaba libre su trabajo de abogado, y que fue publicando en un periódico a medida que los escribía, como si de una novela por entregas se tratara, quiso añadirles dos textos de más empeño: la parodia de la épica clásica que titula “La Espuniada” (la atribuye a un poeta de Spoon River) y un epílogo dialogado que trata de emular a Goethe y su Fausto. El lector haría bien en prescindir de esos pegotes, aunque puedan no carecer de valor para el estudioso, como han hecho algunos editores contraviniendo la intención del autor, algo casi nunca recomendable, pero alguna vez necesario.

            Los críticos más conspicuos de su tiempo desdeñaron la Antología de Spoon River porque consideraban que eso no era poesía (hoy hablarían despectivamente de “parapoesía”), sino historietas y cuentecillos, a menudo escabrosos, contados en una prosa coloquial cortada como si fuera verso. Pero cuando se ha convertido en aburrida hojarasca la mayor parte de la gran poesía que ellos admiraban, nos siguen emocionando estas pobres gentes de un pueblo perdido que en sus desdichas e ilusiones compendian las de la humanidad.

miércoles, 29 de enero de 2025

Evasión y victoria

 

Martín López-Vega
Ábrete, sésamo (Poemas nuevos y escogidos 1994-20249
Prólogo de Luis García Montero
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Cada edición de un texto literario constituye propuesta de lectura. Martín López-Vega ha decidido hacer seguir a su más reciente libro de poemas, Ábrete, sésamo de una selección de sus poemas en orden inverso al cronológico. No es el único en invertir el orden habitual: lo hicieron antes, entre otros, Miguel d’Ors y Aurora Luque. No parece una decisión afortunada. En cualquier caso, habría sido necesaria una explicación, que no ofrecen ni el autor ni el divagatorio prologuista. Tampoco parece razonable que los lectores que quieran saber dónde acaba el nuevo libro tenga que recurrir al índice porque no hay una portadilla que lo separe de los poemas ya anteriormente publicados.

            ¿Detalles menores? Sin duda, pero conviene insistir en ellos ya que se olvida a menudo que la selección, organización, edición de los textos literarios es también una labor intelectual que repercute en el efecto estético del conjunto.

            En la poesía de Martín López-Vega hay dos tipos de poemas que de algún modo chocan entre sí, que parecen escritos por poetas diferentes. Por un lado, están los que conforman una especie de crónica familiar, tan impactantes, con su desgarro y su agridulce humor, incluso con sus notas de costumbrismo; por el otro, los poemas culturalistas y viajeros, los del estudiante que desde muy joven quiere conocer otras tradiciones, los del adulto al que su trabajo le lleva a muy distintos y distantes lugares.

            El libro de familia de Martín López-Vega tiene su cara y su cruz, un villano y una figura ejemplar. Así comienza “Poema de género”: “Mi padre me lo enseñó todo / acerca de cómo no debe ser un hombre. / Mi abuelo me lo enseñó todo / acerca de cómo eran antes los hombres”. Duele leer algunas de estas referencias familiares, aún siendo conscientes de que la poesía no es directa confesión, sentimentalismo primario. El humor ayuda al distanciamiento. Si “Los recogedores de ocle o bien Carta al padre”, una obra maestra de cierta manera de entender la literatura, nos encoge el corazón, nos hacen sonreír en cambio “Mi abuela: poesía completa” o “La Gloria”.

            “El correlato objetivo” se titula uno de los poemas en que se evoca una traumática experiencia familiar –pero ya de la familia creada por el poeta-- y la manera de tratarlo, explicitada en el título, nos confirma la creciente maestría del autor.

            Pero hay un Martín López-Vega muy distinto, el que se abre a otros horizontes, a otras culturas. El poema más antiguo del libro, el verleniano “Café Luxembourg” nos lleva a París; “Gianicolo”, a su estancia en la romana Academia de España; “Alfama”, uno de los más extensos y ambiciosos, a Álvaro de Campos y a los días lisboetas.

Abundan las estampas viajeras en estas páginas, y constituyen buena parte de su encanto. Es el caso de “Alejandría”, de “Cabo Sunion”, de “Barcos anclados frente al puerto de Lima” o de “Un columpio sobre el Vilnia”. Los últimos de estos poemas tienen un tono distinto: son poemas de amor.

            Martín López-Vega, que siempre parece haber querido ser un poeta extranjero (“Adulto extranjero” titula uno de sus poemas), que rehúye en sus versos el sonsonete de la versificación tradicional, que en algún momento pareció excesivamente libresco y culturalista, no le teme enfrentarse a los temas más convencionales. Y el todo que nos queda, su penúltimo libro, es un libro de amor, de amor con nombre propio, repetido más de una vez en los poemas. El riesgo de ese aparente dejar de lado la literatura, al menos en lo que tiene de artificio, es el mero desahogo confesional. Pero al autor --y a muchos de sus lectores-- le parece que vale la pena correr ese riesgo.

            Aparte de los poemas a la familia heredada y a la familia creada, destacan en López-Vega los que se refieren a los amigos, esa otra familia, como el titulado “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal”, con su receta de cocina incluida. La amistad fue durante largos años de errancia el sostén del protagonista de Ábrete, sésamo, que se llama como el autor y que tanto se le parece (aunque no se pueden confundir del todo).

            La poesía de Martín López-Vega nos narra, en su conjunto, una trayectoria biográfica: la literatura (y la música y el arte, cuántos hermosos poemas con trasfondo pictórico) como medio de construir una identidad y escapar de un entorno hostil, y la victoria final, con la llegada del hijo que resetea toda la historia del mundo.

            Martín López-Vega, como todos los autores que no quieren limitarse a lo consabido, es un poeta que tantea, que arriesga y que a veces se equivoca. Pero cuando acierta, y muchos de sus aciertos están en este libro, consigue poemas de una intensidad y una verdad solo suyas, pero que nos iluminan y enriquecen a todos.



           

miércoles, 22 de enero de 2025

Arte y vida

 

Manuel Moya
Libro de visitas
Eolas Ediciones. León, 2024.

Manuel Moya, sin abandonar su natal Fuenteheridos, en la provincia de Huelva, ha sido capaz de desarrollar una amplia obra literaria que abarca todos los géneros, especialmente la poesía y la narrativa. No menos destacada es su labor de traductor. Ha puesto en español buena parte de la obra de Fernando Pessoa y le ha dedicado una bien informada biografía. De Pessoa tomó el gusto por los heterónimos, esos poetas que son y no son el poeta que los crea y que de alguna manera consiguen vivir al margen de su autor.

            En 1997, Violeta C. Rangel obtuvo un importante premio de poesía con su primer libro, La posesión del humo. Había nacido en Sevilla, vivía en Barcelona y no ocultaba que se ganaba la vida como prostituta. Su lenguaje directo, en relación con el “realismo sucio” que entonces comenzaba a ser la última moda en la poesía española, su experiencia de los márgenes y su denuncia de la violencia de género, llamaron de inmediato la atención y la convirtieron en una de las voces destacadas de la joven poesía. Siguió publicando, siguió siendo leída y admirada, aunque no tardó en sospecharse que detrás de ella se escondía Manuel Moya, como detrás del escandaloso Álvaro de Campos el introvertido Fernando Pessoa.

            Mucho tiene que ver con ese ejercicio de alteridad este fascinante Libro de visitas, algo más que una colección de estampas culturalista, aunque puede entenderse también como una colección particular de homenaje a autores admirados, la mayoría de ellos poetas.

            El principal, el que ocupa el centro del libro, es, como cabía esperar, Fernando Pessoa. En el poema más extenso, “Oración (Prazeres)”, monologa el poeta con su madre cuando los dos se vuelven a encontrar tras la muerte la canción “Un soir à Lima”, la preferida de ella, sirve de leitmotiv. Hay emoción y verdad en esta recreación de la vida del poeta desde la relación con la figura materna.

Antes nos hemos encontrado, más sintéticamente, con un “autorretrato” del creador de los heterónimos y más adelante aparecerá la necrológica que le dedica Álvaro de Campos. Al universo pessoano pertenecen también el monólogo de Sá-Carneiro el día de su suicidio (“¿Amar la vida? ¿Para qué, / qué puede darme a mí la vida, qué podría darle yo?”) y los dos poemas que enmarcan el libro, variaciones sobre el tema del rey don Sebastián: “Quien vuela en sus sueños vuela lejos”.

            Manuel Moya no le teme enfrentarse a figuras bien conocidas, a recrear anécdotas biográficas que ha sido ya abundantemente tratadas por otros autores. “Albergo Roma” nos vuelve a contar el suicidio de Cesare Pavese. Imposible no pensar en el poema de Juan Luis Panero incluido en Los trucos de la muerte: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, / solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con asombro el silencio”. Lorquianas resonancias encontramos, ya desde el título, en el “Llanto por Pier Paolo Passolini”, cuyo impactante asesinato, como el de Lorca, no parece que nunca vaya a ser del todo aclarado.

            Los poemas sobre temas y autores más convencionales (la “Carta a un joven poeta (Rilke)” o la variación sobre el poema “Invictus”) alternan con otros de mayor novedad. Nos sorprende la sencillez de “Elena Garro habla de sus gatos” o la recreación del humor vanguardista y del lenguaje criollo en “Oh posteridad (Girondo)”: “Oh posteridad, ponete calcetines, / haz como si la tos no te muriera. / cerrá el pico de una vez, descansá, / mas sobre todo no digás que venís de la luna / o que tenés embajada en el infierno”.

            Tres poemas se dedican a otros tantos pintores: Ergon Schiele, Modigliani y Kathe Kiolwitz, alternando la écfrasis, la descripción de alguno de sus cuadros, con la anécdota biográfica: “Jeanne Hébuterne vela a Modigliani en su viaje a las costas de Livorno”.

            No podía faltar en un libro como este, que de algún modo es una colección de vidas como la Antología de Spoon River, un homenaje a Edgar Lee Masters. En la segunda de las estelas que le dedica encontramos unos versos que pueden aplicarse al propio Manuel Moya, al menos en lo que se refiere a los mejores poemas de Libro de visitas, a los que menos tienen de ejercicio literario: “lo cierto es que ha sido en mi carne donde se excavaron sus tumbas, / que es en mi carne donde rompen como olas sus memorias, / que todas esas voces me golpean, que de mí se nutren, / que desde mí vuelan y se adhieren al papel, / que desde mí escriben sus líneas y regresan, / y que yo solo soy la lápida banal de sus apariciones, / la colina donde todos ellos duermen”.

            Manuel Moya no ha necesitado abandonar Fuenteheridos para irse a Madrid y ponerse a la cola, como decía Baroja, en busca de la gloria literaria. El centro del mundo está en cualquier lugar para el que sabe mirar sin las anteojeras del localismo. En Libro de visitas nos da una nueva muestra de su capacidad para hablar con múltiples voces, para hacer propios los mundos ajenos que más admira.

miércoles, 15 de enero de 2025

Enfermedades del alma

 

Guillermo Lahera
Breve manual de psiquiatría con alma
Debate. Barcelona, 2024.

Guillermo Lahera ha escrito un breve manual de psiquiatría que es algo más que un excelente libro de divulgación científica: una emocionante obra literaria. Significativo resulta que el primer nombre propio que aparezca no sea el de ningún especialista, sino el del poeta Carlos Marzal. Y no es que trate de las relaciones, que pusieron de moda los románticos, entre genio y locura, y que todavía hoy sirven para malentender a autores como Leopoldo María Panero.

            El primer acierto del libro es la clave autobiográfica en que está escrito. “Echo la vista atrás y me recuerdo de adolescente anhelando ser psiquiatra algún día”. Los modelos venían de la literatura y el cine y le movía el deseo “de conocer los sutiles recovecos del ser humano, cuando en realidad apenas conocía lo más básico”. Esos elementos autobiográficos a veces pueden parecer excesivos o un tanto fuera de lugar: “Ese día fui a dar patadas al Retiro con mi hijo mayor, Javier, que entonces tenía diez años. Disfrutó haciéndome cañitos, rompiéndome la cadera con sus regates y demostrando su abrumadora superioridad futbolística”. El capítulo final –en el que el enfermo mental es su propio padre-- nos confirma que son parte esencial del libro, que está escrito por alguien que no observa los problemas de los que trata desde un lugar superior y al margen.

El afán iluminador de la condición humana que mueve a Guillermo Lahera es el mismo que el del novelista y, como un hábil narrador se muestra en el relato de los casos prácticos que vertebran su libro, rememorados en la última página: “Pienso en Julián, el poeta; en Leonor y en su bíblica deriva final; en Kevin, que ha conseguido volver a sus pillerías; en el acumulador José, barroco en su habla e insólitamente promiscuo en su intimidad; en Cecilia y en los surcos de sus lágrimas; en Ainhoa, compañera de generación y víctima de la brutalidad impune; en mi padre, que me enseñó la teoría de la relatividad”.

            No se trata de concretos casos clínicos -según es habitual en cierta publicaciones especializadas-- con los nombres cambiados para mantener la privacidad, sino de literatura basada en hechos reales. Guillermo Lahera actúa como un novelista del realismo o del naturalismo, como Zola o Galdós: funde varios casos en uno, con los elementos de la realidad consigue otra realidad más verdadera. Podría citar en su apoyo a Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía”. No basta la observación, sin imaginación no se pueden narrar vidas ajenas ni tampoco hacer ciencia.

            Pero lo que se pretende no es, o no es solo, crear conmovedoras historias a partir de las tragicómicas peripecias de los enfermos mentales. Este Breve manual de psiquiatría con alma es efectivamente eso: un breve manual que nos pone al día, en precisas síntesis, pero sin simplificación ninguna, de los actuales avances de la psiquiatría y rememora sus oscuros antecedentes –que llegan hasta casi ayer mismo-- más represivos que curativos. Guillermo Lahera conoce bien la teoría y la práctica de la psiquiatría y sabe que es algo más que una especialidad de la medicina: un saber sobre el alma, o sobre lo que antes se llamaba alma y hoy no sabemos muy bien cómo llamar, una disciplina humanística, al igual que la filosofía o la literatura.

            Con habilidad de buen narrador, interrumpe cada historia para hablarnos del caso clínico que ejemplifica –delirio, depresión, trastorno obsesivo-compulsivo o bipolar, poniéndonos alerta ante la simplificación que a veces suponen tales términos-- y luego la concluye de manera a menudo sorprendente.

            Caracteriza a Lahera el buen sentido, su alejamiento de posturas radicales, el continuo reconocimiento de lo mucho que todavía no sabemos y de que, en muchas ocasiones, los mejores especialistas, incluido él mismo, andan a tientas. Cita, para subrayar que las dudas serán siempre mayores que las certezas, una paradoja de Emerson Pugh: “Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos”. Y al hablar de la industria farmacéutica, nos pone en guardia sin demonizarla: “Igual que Ike o Zara son empresas que quieren ganar dinero. Pero si están bien reguladas y vigiladas desde el punto de vista ético, son agentes imprescindibles en nuestro sistema de salud”. Conviene por eso no aceptar de manera acrítica sus mensajes comerciales, pero tampoco incurrir en tópicas teorías conspiratorias.

            Hay lugar para el humor en este libro tan lleno de dolor (ahí está la historia de Amparo con su obsesión por la limpieza o la del acumulador José) y para el apunte satírico. A propósito de las causas de la enfermedad de su padre, catedrático de Física, señala que pudieron estar entre ellas “las dinámicas destructivas del departamento universitario que dirigía”, y añade: “los departamentos universitarios deberían ser objeto de estudio psicopatológico, dada su explosiva concentración de trepas, envidiosos y narcisistas, muchas veces peligrosamente ociosos”.

            El lector atento acaso note leves desajustes en la reconstrucción de algún caso (no parece verosímil que Julián, que se autodefine como poeta del silencio en la estela de Valente, imite en su nuevo libro a Rubén Darío), o algún dato discutible (¿se suicidó Larra “por honor”?), pero eso en absoluto impide que cerremos el libro con un sentimiento de admiración y gratitud. Mucho nos enseña este Breve manual de psiquiatría con alma sobre los problemas de salud mental, ahora tan de moda, pero más sobre nosotros mismos.



           

martes, 7 de enero de 2025

Académica palanca

 

El infinito en pie
8 poemas de Góngora comentados
Edición de Joaquín Roses
Renacimiento. Sevilla, 2024.

¿Los estudios literarios, tal como se practican en la universidad española, ayudan a acercar la literatura a los lectores o son solo una ocupación gremial, autosuficiente y de consumo interno? En El infinito en pie, ocho de los más destacados especialistas en la poesía de Góngora comentan otros tantos poemas suyos (el título, algo rebuscado, alude a la relación entre el número 8 y el símbolo del infinito). Se trata de poemas por lo general breves, algunos muy conocidos y apreciados, como el romance “En un pastoral albergue” (el único que no se reproduce en el libro) o los sonetos “La dulce boca que a gustar convida” o el dedicado a Córdoba. Junto a ellos, alguno que no pasa de prescindible curiosidad.

            Los diferentes estudios, aunque no todos igualmente, abundan en los defectos de la crítica académica, más interesada en la acumulación de datos eruditos y en la acumulación de referencias bibliográficas que en acercar el poema al lector.

            A veces, esa erudición no solo sobra, también engaña, como afirma el tan citado verso gongorino: “No es sordo el mar, la erudición engaña”. Nadine Ly Aguila, catedrática jubilada de la Universidad de Burdeos, antes de comentar un soneto en que aparece un “dulce arroyuelo de corriente plata”, nos habla de todos los ríos y arroyos que aparecen en los versos de Góngora (buen ejemplo de erudición no pertinente), para luego afirmar que a “la representación perfecta del arroyo ideal” que encontramos en los cuartetos contribuiría el homoioteleuton que acerca las rimas “por medio de la declinación masculina o femenina de la sílaba tolta”. Pasemos, como presunta errata, que “tolta” nos es una sílaba, sino dos y no aparece en el soneto. ¿Pero desde cuándo hay declinación masculina o femenina en español? ¿"Dilata", un verbo, se corresponde con la “declinación femenina” y “elemento” con la masculina? ¿Y, por otra parte, qué “homoioteleuton” –finales iguales que no incluyen la última vocal tónica y por eso se distinguen de la rima-- hay entre “elemento” y “plata”, “dilata” y “lento”?

No es el único disparate que encontramos en esta colaboración inicial. Comenta la puntuación, que se debe al editor contemporáneo, como si fuera del autor: “El cuarto verso se cierra con dos puntos que, después de la perfecta y placentera evocación inicial, anuncian que algo se ha de comentar o explicar”. Pero esos dos puntos, de acuerdo con el sentido y con el uso contemporáneo, deberían ser una coma.

Tampoco parece tener muy claro el organizador de este volumen, Joaquín Roses, el valor de las comas. Señala que el soneto que comenta plantea un problema en el recitado: “o se respetan las pausas o se respetan las sinalefas”. Las comas, en la grafía española, no siempre indican pausa: “me dijo que, ayer por la tarde, vino a visitarnos”. Tras el átono “que” no hay pausa, aunque la hagan tantos lectores supuestamente cultos.

            Las colaboraciones que se reúnen en este libro fueron en un principio intervenciones orales objeto de debate entre especialistas. Algunas de esas observaciones serían tenidas en cuenta y comentadas en nota, pero todas se refirieron a cuestiones menores, no a lo esencial. Nadie señaló, por ejemplo, que la corrección textual que Pedro Ruiz Pérez hace al texto de “La dulce boca que a gustar convida” respecto de las “ediciones más canónicas” no debería tenerse en cuenta, aunque mejore la eufonía del verso, puesto que solo aparece en una edición del siglo XIX y ni remotamente puede atribuirse al autor.

            La cortesía académica impide debatir lo esencial. No ocurre lo mismo cuando los investigadores son ajenos al grupo. Joaquín Roses afirma a propósito de R. P. Calcraft que “ningunea a sus antecesores” o bien porque “cucharea” de ellos o porque los “desconoce absolutamente”. En contraste con otros colaboradores –especialmente Pedro Ruiz Pérez--, Roses no escribe en rebuscada jerga académica, sino que pretende ser entendido por cualquier lector interesado en estas cuestiones. El riesgo de ser claro es que queden patentes la nimiedad de la aportación o ciertas ideas recibidas que no son de recibo, como la identificación de la situación descrita en el poema con la situación del autor en el momento de escribirlo. A nadie se le ocurriría pensar que el poema “Gorrión” de Claudio Rodríguez se escribió mientras veía a un gorrión picoteando a sus pies, pero todavía hay quien piensa que el soneto “Oh excelso muro, oh torres coronadas” tuvo que escribirse en el mismo momento en que regresa Góngora de un viaje a Granada y vuelve a contemplar las torres de Córdoba. Y seguramente habrá quien piense que detuvo el caballo para escribirlo antes de entrar en ella.

            No quiere esto decir que el paciente lector no pueda encontrar iluminadoras reflexiones sobre la poesía de Góngora en estas páginas. Muy ilustrativo resulta el capítulo que Martha Lilia Tenorio dedica a “En un pastoral albergue”, la recreación de uno de los pasajes más conmovedores –los amores de Angélica y Medoro-- del Orlando furioso.

            Hay contribuciones de mayor interés histórico que literario, como la de Amelia de Paz sobre una letrilla de Góngora cantada en la festividad del Corpus. Nos enteramos, gracias a ella, no solo del nombre del obispo de entonces, sino incluso de los del perrero y el pertiguero de la catedral, Miguel Martínez y Andrés Martínez, y de los ducados que ganaba uno y los maravedís que ganaba el otro. Entre tantas minucias eruditas, se olvida de decirnos si el peculiar lenguaje de esta “letrilla guinea” trata de reproducir el habla de los esclavos de la época o es solo una deformación caricaturesca para hacer gracia. El poema, que parece que se cantaba o se escenificaba, no pasa de ser una curiosidad.

            Como una curiosidad es la décima que se comenta en último lugar. A propósito de ella, David Huerta encuentra que Góngora es “un clásico futuro, no un poeta del pasado”. Pero si es un clásico (lo de “clásico futuro” no se entiende muy bien lo que quiere decir), no es por esa décima en elogio de la Fábula de Faetón que escribió el conde de Villamediana, que se lee con la curiosidad con que se descifra una adivinanza, sino por tantos poemas memorables, tres o cuatro de los cuales se comentan en El infinito en pie, un libro que ilustra bien los riesgos de la crítica académica, a veces solo académica palanca para el escalafón profesional.  

           

 

miércoles, 1 de enero de 2025

La realidad y otras dudas

 

José María Merino
Yo y yo en breve
Alfaguara. Barcelona, 2024.

Puede que la literatura sea un juego, pero es un juego que el autor debe de tomarse  en serio. ¿Se lo toma en serio José María Merino en su más reciente libro de relatos? Desde las primeras líneas, da otra impresión.

            Reúne Yo y yo en breve un conjunto de cuentos y de anécdotas más o menos biográficas cuya unidad se debe, según se indica en la advertencia preliminar, a que son “resultado de un curso imaginario sobre literatura breve”, que es como si el Decamerón comenzara diciendo que es el resultado de una reunión imaginaria en una quinta de los alrededores de Florencia y, al ser imaginaria, no considera necesario dar ningún detalle más.

Merino, a propósito de su curso imaginario, escribe: “Precisamente por lo imaginario del asunto, no me he sentido obligado a recordar nombres”. Pero precisamente por ser imaginario, el autor debería evocarlo con todos “los pequeños detalles exactos” que provocan la suspensión de la incredulidad y convierten en verdad la ficción mientras estamos leyendo.

            El marco narrativo que ha inventado Merino para dar unidad a textos muy heterogéneos en la intención y en la calidad se continúa en las “N. del C.”, notas del compilador, que aparecen al final de cada uno. Pero nada dice en ellas de interés sobre los presuntos autores, de los que no se ha tomado la molestia de inventar nombres ni diferencias estilísticas. De vez en cuando añade alguna observación sobre el origen del relato, casi siempre una anécdota personal, o vaguedades sobre realidad y ficción. Nos cuesta tomar en serio a un autor que no parece tomar demasiado en serio a sus lectores.

            Hay cuentos excelentes, como no podía ser de otra manera, y me voy a limitar a citar dos. Uno de ellos, “En  la poza datrás”, es un relato de iniciación adolescente en el que realismo y magia (la leyenda de la jana) se entrelazan con sabiduría; otro es “Identidad marina”, ambientado, como varios de ellos, en la costa de Almería en que el autor pasa –según nos indica-- los veranos.

            Son varios los textos que advierten de los peligros de la Inteligencia Artificial y alguno, como “El día del olvido”, se sitúan en un futuro distópico en el que han  desaparecido los libros. Hay bastante confusionismo conceptual en estas advertencias: “Recuerdo a mi abuela Lola leyéndome cuentos impresos en libros que guardaba como tesoros en una caja. Una vez que fui a verla y le pedí que me leyese alguno de aquellos cuentos, se echó a llorar. Atemorizado, le pregunté qué le pasaba y me contestó que el abuelo había tenido que destruir los libros, porque al parecer las autoridades no consideraban su lectura algo beneficioso para la comunidad, sino todo lo contrario”. ¿Pero deja de ser cuento un cuento porque se lea en un libro electrónico, en una tablet o en el teléfono? ¿Es el papel –que no lleva trazas de desaparecer, por cierto-- algo esencial para el periodismo o la literatura? ¿No ha coexistido siempre con otros soportes? ¿Una biblioteca de libros digitalizados o una hemeroteca digital ponen en peligro la existencia de la cultura o ayudan a conservarla y difundirla?

            José María Merino no parece haber pensado en estas cuestiones. “Pues juguemos a las letras –le pide el niño de su cuento a la abuela--. Ya sé hacer las vocales. Enséñame a escribir las otras”. Y la abuela le responde, echándose a llorar otra vez: “Eso también se acabó. Dicen que es una cosa innecesaria, demasiado antigua, es suficiente conocerlas, y lo demás es asunto del teclado”.

O sea, que lo que estaría hoy en riesgo no es la lectura ni la escritura, sino solo la lectura en papel o la escritura a mano. Pues vaya peligro, aunque fuera así, que no lo es. Hace tiempo que solo escribimos a mano las anotaciones personales, no solo por comodidad, también por legibilidad. Los originales para la imprenta antes iban escritos a máquina y ahora con el procesador de textos. La lectura, que antes era solo en papel, ahora puede hacerse también en la pantalla. No cambia nada esencial, apocalíptico Merino. Antes una carta o un libro para llegar a otro continente necesitaban semanas y ahora llegan al instante y quien lo desee puede imprimirlos y leerlos en papel. Siento tener que escribir estas obviedades, pero parece que hay ilustres académicos (algunas de las anécdotas de Yo y yo en breve tienen que ver con esa condición de su autor) que aún no han caído en ellas.

            Un narrador no es un pensador, ya se sabe. Nos ayuda a entender el mundo con sugerentes historias, no con advertencias sobre el peligro de las redes sociales o con cuentos con moraleja. Quizá somos injustos con el veterano José María Merino al centrarnos en estas cuestiones. O quizá no, o al menos no enteramente.

            Uno de los cuentos que rescata para este volumen, “El hermano mayor”, lo escribió por encargo para un libro titulado Cuentos solidarios publicado en 2003 (habla de un niño huérfano y de unos fotógrafos de guerra con los que se encariña sucesivamente y a los que va matando un francotirador) y ahora considera “necesario” rescatarlo “por la absurda y siniestra invasión rusa de Ucrania y esas noticias según las cuales el perverso exmiembro de la KGB Vladimir Putin ha aludido al poder nuclear y la Tercera Guerra Mundial”.

¡Menudo analista de política internacional! ¿De verdad cree que esas opiniones, puestas en boca del autor, y no de un personaje que fuera un jubilado de no muchas luces caben en un libro de relatos? ¿Y de verdad considera que un cuentecillo más o menos sentimental puede contribuir a paliar los desastres de la guerra?

            La decena o docena de sugerentes relatos que incluye este libro se ven oscurecidos por los intentos del autor de dar unidad al heterogéneo conjunto y por sus intromisiones moralizantes.

El narrador no fiable es un recurso literario de gran efectividad (lo ha utilizado con frecuencia la novela policial, recordemos a Agatha Christie y La muerte de Roger Ackroyd), pero el autor debe respetar en todo momento la inteligencia del lector si no quiere correr el riesgo de que no tomemos en serio nada de lo que nos está contando.



             

             

miércoles, 25 de diciembre de 2024

El autor como personaje

 

Manuel Alberca
El pacto ambiguo
El Toro Celeste. Málaga, 2024.

Manuel Alberca es uno de los principales estudiosos de la literatura biográfica y autobiográfica. Y no solo eso, es también autor de una de las mejores biografías que se han dedicado a un escritor español, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán.

En 2007 resultó pionero en el estudio de un género o subgénero que se puso de moda entre dos siglos, la autoficción, donde el autor dejaba de hablar de sí mismo en primera persona, como en la autobiografía y en las memorias, para hacerlo en tercera como si fuera un personaje más de la narración. Lo títuló, muy acertadamente, El pacto ambiguo, porque ponía en cuestión el pacto autobiográfico que garantizaba la verdad, o la intención de verdad, de lo que se contaba en primera persona cuando coincidían el narrador y el autor.

            El término “autoficción” fue al parecer empleado por primera vez en 1977 por un escritor francés, Serge Doubrovsky, aunque su sentido no fuera exactamente el mismo que adquiriría después: se refería a una autobiografía que no se limitara al relato lineal de los hechos de una vida, sino que utilizara todos los recursos estilísticos y estructurales propios de la ficción, incluidas las aportaciones de la vanguardia: juegos de palabras, historias alternadas, fragmentarismo.

La autobiografía –como el diario íntimo-- es un género mixto, tiene que ver con la historia, con el documento, y con la literatura. Doubrovsky quería alejarse del simple documento notarial para acercarse a la gran literatura. Escribir En busca del tiempo perdido, para entendernos, sin recurrir al procedimiento habitual de la novela autobiográfica. Algo semejante quiso hacer por entonces, o unos años antes, el llamado nuevo periodismo: contar la realidad con las herramientas de la ficción. En la misma línea iba la novela de no ficción, con las iniciales obras maestras Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y A sangre fría, de Truman Capote.

            La autoficción sería otra cosa: el autor habla de sí mismo, en primera o tercera persona (el Vilas o el gran Vilas de los versos y las prosas de Manuel Vilas) entremezclando verdad y ficción, lo vivido y lo soñado.

            A las cerca de quinientas páginas de la primera edición de El pacto ambiguo, se le añaden ahora doscientas más que, junto a algunas reiteraciones, comentan nuevos ejemplos de autoficción o practican un género, el diario personal, no frecuente en los estudios críticos. En el prólogo, sin incurrir en la falsa modestia habitual, se enorgullece el autor del éxito de su investigación en los trabajos académicos: es una de las obras más citadas en su especialidad.

            Pero sin negar el mérito a este inmenso trabajo y a la capacidad de Alberca para alternar teoría (o lo que en los estudios literarios se entiende por tal, con frecuencia vagas generalidades) y crítica literaria, ni su buen estilo ensayístico o la precisa atención a la literatura actual, quizá se le podrían poner algunos reparos. El primero, que el libro habría ganado si además de añadir algunas páginas para ponerlo al día se eliminaran algunas otras. Y no se trata solo, ni fundamentalmente, de prescindir de repeticiones (a veces conviene insistir en los conceptos fundamentales), sino de evitar confusiones entre aquellas materias que se trata de diferenciar de la autoficción: la biografía, la novela autobiográfica y la novela en clave.

El inventario de autoficciones españolas e hispanoamericanas que se ofrece como apéndice nos lleva a pensar que el propio autor, el mayor experto en la materia, a fuerza de distingos ha acabado por no tener las cosas claras. ¿Una autoficción el tomo de las memorias de Baroja titulado Familia, infancia y juventud, Anatomía de un instante de Cercas, Paradiso de Lezama, Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala? Autobiografía en el primer caso y en los demás crónica de un acontecimiento histórico (el 23-F), novela autobiográfica, novela en clave. De poco sirve el concepto de autoficción si toda ficción en que podamos encontrar algún elemento autobiográfico se incluye en él.

            Sobrarían en El pacto ambiguo las no escasas páginas en que el autor habla por extenso de obras que no tienen que ver con la autoficción, sino con la novela autobiográfica, como ocurre con La sensualidad pervertida de Baroja. Sorprenden un poco, por imprecisas, las referencias a la relación entre Galdós y Emilia Pardo Bazán. ¿Es La incógnita una transposición del dolor que le produjo a Galdós una infidelidad de Pardo Bazán?  No lo parece, o no parece que sea eso lo fundamental (también se habló como inspiración de un crimen ocurrido por esas fechas), y no es cierto, como afirma, que “unos años después” volviera a utilizar el mismo asunto en Realidad, ya que se escribió a continuación de La incógnita y cuenta los mismos hechos desde el interior de los personajes. Tampoco parece que “Doña Emilia” diera “cumplida respuesta a “don Benito” en Insolación publicada el mismo año.

            Si menos es más, como afirma el minimalismo, también es cierto que más es menos.  A propósito de Rafael Sánchez Ferlosio señala que, en El Jarama, “de manera explícita el autor dejó su huella nominal entre las objetivistas razones del discurso narrativo neorrealista”. La huella consistiría en el nombre de un personaje secundario, Rafael Soriano Fernández, cuyas iniciales coincidirían con las del autor. Sea casual o sea deliberada esta coincidencia, ¿qué tiene que ver semejante minucia con el estudio de la autoficción?

            Pero estos reparos no disminuyen el valor del libro como pionero en el análisis de un género, que si no nuevo del todo (entre sus antecedentes se encuentra alguno tan prestigioso como la Comedia de Dante), sí alcanza un desarrollo inusitado en las últimas décadas convirtiéndose en algo más que una moda, en símbolo y síntoma de los cambios producidos en la sociedad contemporánea.



 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

De hazañas y prodigios

 

Torquato Tasso
Jerusalén liberada
Edición, notas y traducción de José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2024.

De hazañas y prodigios nos habla esta renovada Jerusalén liberada, un poema que parecía ya solo historia de la literatura (y de la cultura: tanta música y pintura inspirada en él), pero esas hazañas y esos prodigios no están solo protagonizados por sus personajes, sino también por su autor, Torquato Tasso, y lo que más nos interesa hoy, por su traductor, José María Micó. De las desventuras y la fama en vida de Tasso, a quien visitó en prisión nada menos que Montaigne, no hablaremos aquí, pero sí de las hazañas de Micó, que deberían ser tan legendarias como las de Hércules. No solo es uno de los poetas más destacados de su generación, la de los ochenta, la de Aurora Luque o Carlos Marzal; no solo es uno de los estudiosos del siglo de Oro cuyos trabajos pueden ponerse a la par de los de Dámaso Alonso o Francisco Rico; también se ha ocupado de literatura contemporánea –muchas de sus lecciones magistrales pueden escucharse en Internet-- y ha llevado a cabo una labor de traducción que no parece propia de una sola persona. Y además compone, toca la guitarra, forma parte de un grupo musical, Marta y Micó, que multiplica sus actuaciones en los más diversos lugares.

            José María Micó se ha atrevido a traducir de nuevo, que es lo mismo que poner en español contemporáneo, a los tres grandes poemas épicos de la literatura italiana, esto es, de la literatura europea: la Comedia de Dante, el Orlando furioso de Ariosto y la Jerusalén liberada. De esos tres poemas, el único que sigue conservando la admiración y el fervor de los lectores actuales es el de Dante, sobre todo en su primera parte, la dedicada al Infierno; los otros dos parecían ser ya solo objeto de erudición. Algo semejante dijo Torquato Tasso, también autor de inteligentes reflexiones literarias, de L’Italia liberata dai Goti, un poema célebre en su momento que más tarde sería “recordado por pocos, leído por poquísimos, sepultado en alguna biblioteca o en el estudio de algún letrado”.

            La verdad es que acariciamos el volumen de Acantilado, un hermoso regalo para estas fechas, nos demoramos en el preciso prólogo, picoteamos alguna estrofa acá y allá, pero nos cuesta decidirnos a comenzar la lectura. Ninguna hazaña parece más ajena a la sensibilidad contemporánea que la de las cruzadas, esa guerra santa, en la que como en todas las guerras santas, cualquier barbarie parecía justificada.

            Requiere, ciertamente, un cierto esfuerzo inicial la lectura de estos veinte cantos, más de quince mil endecasílabos. No es lectura apresurada para un fin de semana, ni entretenimiento playero. En su tiempo, sin embargo, fue un best seller. Bien sabido resulta que al poema épico le dio muerte la novela. Pero tardó en hacerlo: todavía en el primer tercio del XIX, el apócrifo Ossian y Lord Byron se atrevían a competir con ella.

            El verso se lee de otra manera que la prosa. El primero puede prescindir más difícilmente que la segunda de la lectura en voz alta: el verso ha de pronunciarse sílaba a sílaba, aunque se lea en voz baja, para que conserve su ritmo; la prosa admite una lectura mental que puede acomodarse mejor a distintas velocidades (no se lee lo mismo a Baroja que a Miró).

            Tenemos que volver a aprender a leer si queremos leer los grandes poemas del pasado. Leer como quien escucha el poema, sin asustarse por no distinguir del todo los muchos personajes secundarios. De hecho, la lectura en voz alta –una parte de la población era analfabeta-- fue práctica común hasta tiempos recientes.

            Tasso quiso escribir un poema épico que se alejara de las fantasías y disparates de Ariosto para atenerse a las enseñanzas de Aristóteles, que fuera concorde con los nuevos ideales de la Contrarreforma. No creyó haberlo conseguido. Trabajó en la Jerusalén liberada durante toda su vida, pero la obra que admiramos se publicó sin su consentimiento y ni siquiera el título es suyo. Tras someterla  a un consejo de expertos, e incluso a la Inquisición, siguió trabajando en ella y la rehízo con el titulo de la Jerusalén conquistada. Lo que a él más le disonaba es lo que leemos con más admiración: los prodigios, los hechizos, los encantamientos, los amores de Rinaldo y Armida. Quien tenga dudas sobre la fascinación que todavía puede producir hoy este inmenso poema que empiece por el canto XIV; no podrá luego dejar de seguir leyendo.

            Antes de la de Micó, hasta diez traducciones de la Jerusalén liberada se hicieron al español desde el siglo XVI hasta el XIX, unas en verso y otras en prosa; además de múltiples adaptaciones de uno y otro tipo. El poema original está escrito en octavas reales. Micó conserva el endecasílabo, pero prescinde de la rima, salvo en el pareado final, que marca el cierre de la estrofa. De vez en cuando, nos encontramos con otras asonancias (o consonancias) que afirma son “buscadas, aunque no sistemáticas”. Varias de ellas, sin embargo, parecen ser casuales y deslucen el texto. Así termina una de las estrofas: “Debes recuperar la ciudad santa / del injusto poder de los paganos, / y establecer allí un reino cristiano / en el que luego reinará tu hermano”. Algo mejora ese cacofónico sonsonete cambiando el orden de los dos primeros versos (que es como aparecen en el original). Muy de tarde en tarde disuena algún endecasílabo; es el caso de “porque acudirá raudo a tu llamada”, con su acento antirrítmico en la quinta sílaba. Son reparos menores y quizá injustos: traducir una obra semejante está al alcance de muy pocos; señalar algún descuido, al de cualquiera.

            Con ecos de las grandes epopeyas clásicas (Rinaldo tiene mucho de Aquiles, Armida es una nueva Circe aún más encantadoramente perversa) y de los libros de caballerías, Torquato Tasso a ratos parece escribir el guion de una gran superproducción cinematográfica a la que le basta para seducirnos y deslumbrarnos con la magia de la bella palabra y la pantalla de nuestra imaginación.

           

martes, 10 de diciembre de 2024

La verdad sobre Chesterton

 

Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.

Julio Camba, en uno de los artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa, afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.

            Ahora que lo pienso, cuya edición original es de 1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”, según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo autocrítica, aunque lo parece: “Por su propia naturaleza, el ensayo no explica exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable atractivo.

            En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero, desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería posible hacerlo rebanando un cuello”.

La lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones. En el ensayo final, de 1930, dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!

            Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece, sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella, seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.

            Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o Calvino.

            El sentido común de Chesterton, del que tanto se vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran, envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.

            La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí que sería bueno para esas casas victorianas aisladas tener una biblioteca humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta; serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.

            Espigados entre los que el autor publicó en una longeva revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Maltrato real

 

María José Rubio
María Josefa Amalia de Sajonia, reina de España-
Política, poeta y mística.
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2024.

No parecería en principio de demasiado interés una biografía dedicada a una de las tres mujeres de Fernando VII que murieron sin darle descendencia. De María Josefa Amalia de Sajonía, la que durante mayor tiempo compartíó su reinado, apenas si se recuerda, una anécdota jocosa y escatológica, la de su noche de bodas. Quien quiera conocerla en sus escabrosos detalles no tiene más que buscar en la Wikipedia. Incluso en una fuente más presuntamente rigurosa, como el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, puede leerse que “su falta de información y su exacerbada religiosidad la llevaron a negarse a consumar el matrimonio hasta que el papa León XII la conminó a hacerlo”.

            María José Rubio desmiente esas patrañas y hace algo más: rescata de las sombras a una mujer excepcional, que apenas vivió veinticinco años, y que escribió versos y ensayos políticos y dejó su impronta en una época especialmente convulsa.

            Es cierto que se conserva el borrador de una carta de Fernando VII al papa pidiéndole ayuda ante ciertas dificultades en su matrimonio. No está fechada, pero en su segundo párrafo puede leerse: “Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa”. Mal puede referirse, por tanto, a problemas en  la noche de bodas. Se queja del confesor de la reina y le pide al papa que lo cambie por otro que, además de encaminarla por la senda de la sólida virtud, “imprima profundamente en su ánimo sencillo la más justa idea de los deberes de una esposa para con su esposo, para ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios”. No hay constancia de que esa carta fuera enviada. Si lo fue, no se produjo cambio de confesor.

            Las presuntas peripecias de la noche de bodas se las contó Merimée a Stendhal en una carta de 1830, que no se publicó hasta 1898. Una señora, de la que no indica el nombre, le habría referido con todo detalle la historia, que tiene toda la apariencia de ser un desvergonzado cuentecillo. Merimée presumía de saber otros secretos de alcoba: “Si tuviera más papel, le enviaría el relato de su primera noche con la reina portuguesa, pero eso será para otra ocasión”.

            María José Rubio desmiente esos y otros bulos basándose en una amplia documentación, en su mayor parte no tenida en cuenta por los historiadores. Apasionante resulta la reconstrucción minuciosa de los pasos necesarios para concertar matrimonio entre dos personas que no se conocían: un viudo de 35 años y una joven de 15. El rey recibió a la vez un retrato de la que iba a ser su esposa, un borrador del contrato matrimonial y un certificado médico que garantizaba su buena salud y su capacidad para engendrar una familia “tan robusta como numerosa”.

            A pesar de esos preliminares tan poco prometedores, pocas dudas caben del amor que sintió Fernando VII. Pueden mentir los documentos oficiales, pero no las cartas privadas. “Querida Pepita de mi alma: yo no he pensado más que en ti en todo el día, he tenido mis ratos de llanto, y aun ahora mismo no veo lo que escribo por tener los ojos llenos de agua”, le escribe al día siguiente de separarse de ella para un viaje oficial. Otra carta comienza así: “Pepita mía, pichoncito de mi corazón”.  

            Nadie es de una pieza, ni siquiera el denostado Fernando VII y no es el menor mérito de esta biografía añadir nuevos matices a su figura. No se trata de reivindicar su figura, pero sí de desmentir bulos y enriquecer nuestra visión de la historia con otros puntos de vista.

Apasionante resulta el relato de los tres años que siguieron al levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan de San Juan, ocurrido a los pocos meses de que María José Amalia se convirtiera en reina de España. No fueron tiempos fáciles para ella y acabaron dañando su salud mental. La afectó especialmente lo ocurrido al capellán real Martín Vinuesa, condenado a diez años de cárcel por participar en una conspiración absolutista y asesinado en la cárcel a martillazos. Los asesinos “recorren las calles en torno a la Puerta del Sol durante algunas horas de la tarde, mostrando a la población los martillos con que han cometido el crimen y los pañuelos empapados en sangre del capellán de palacio”.

            No menos dramáticos fueron los sucesos del 7 de julio de 1822, en los que llegó a lucharse dentro del palacio y su patio central se llenó de heridos. Fácil imaginar el terror que sintió la reina, cuando todavía no estaban muy lejanos los acontecimientos de la Revolución francesa.

            María José Rubio califica a María Josefa Amalia, en el subtítulo a su biografía, de “política, poeta y mística”. No fue una figura meramente decorativa, tenía ideas políticas y supo exponerlas en razonados ensayos en los que combatía las ideas liberales. Aunque no fueron publicados, se leyeron en el entorno del rey y tuvieron su influencia. Desde casi la infancia, escribió versos. Aprendió pronto el castellano, y esa se convirtió en su lengua poética. Se publicaron algunos de sus poemas y tuvieron gran difusión, pero la mayoría se conservan inéditos en los dos tomos en que fueron copiados amorosamente por la mano del propio rey Fernando. Muchos de ellos, tienen un carácter político. A juzgar por las muestras que se ofrecen en esta biografía no resultan desdeñables, aunque ciertos fallos rítmicos delatan que el español no era la primera lengua de la autora.

            En 1822, aparecieron anónimamente las Cartas de la reina Witinia, una en la que aparentemente la reina cuenta su vida y habla de la situación política, pero que no parece que fuera escrita por ella. María Jesús Rubio no logra descubrir al autor, sin duda alguien muy cercano y que la conocía bien. Es obra de gran interés y reeditada recientemente.

            Algo más que protagonista de un chiste chusco inventado por Merimée y creído por serios historiadores fue María Josefa Amalia de Sajonia; algo más que un felón que cerraba universidades y abría escuelas de tauromaquia fue Fernando VII. Lo podemos comprobar en este libro lleno de detalles exactos y sorprendentes que ayudan a comprender las complejidades de la historia, a evitar simplificaciones maniqueas...