jueves, 18 de agosto de 2011

Pere Gimferrer, Juan Marsé: Cansinas caligrafías

Dijo una vez un político que no hay que confundir la opinión pública con la opinión publicada. Nada más cierto si se trata de literatura. Cada vez resulta más frecuente el aplauso unánime de la crítica literaria (o de los reseñistas de los principales suplementos, que viene a ser lo mismo, aunque no sea lo mismo) y el casi unánime desdén de los lectores, incluidos bastantes de quienes públicamente han mostrado su entusiasmo.
            Dos ejemplos recientes: Rapsodia, de Pere Gimferrer, y Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé. “Escrito en seis días” se anuncia uno, con circense fanfarria; “La primera novela escrita después del Cervantes”, el otro.
Tras dar en los últimos años ripiosos tumbos entre el modernismo y el postismo (Amor en vilo, Tornado), vuelve Gimferrer a reescribir sus libros de hace cuarenta años: lo que entonces deslumbraba, por contraste con la grisura realista y comprometida, ahora suena a envejecida quincallería, aunque acá y allá no deje de sorprendernos alguna imagen fulgurante, que pronto se borra en el automatismo del conjunto: “Campanadas al sol, la luz de Arezzo / se ha fundido en el bronce de la lluvia”.
Caligrafía de los sueños suena tan a Marsé que ni siquiera necesitaría haberla escrito Marsé. “Apaches galopando en las playas de Arizona” se titula un capítulo: interminables páginas de fatigosos aventis, como ejercicios de estilo en un taller literario después de haber leído Si te dicen que caí.
Se equivocaría quien pensara que Rapsodia o Caligrafía de los sueños son malos libros. Son algo quizá peor: son prescindibles, cansinas vueltas de tuerca, tan consabidos que quien conoce la obra anterior de ambos autores podría, no ya reseñarlos sin haberlos leído, sino incluso dar conferencias sobre ellos.
El poema “más que a significar aspira a ser” nos dice Gimferrer, repitiendo lo que otros muchos poetas han dicho y glosado docenas de teóricos de la literatura. No nos dice, sin embargo, que nada resulta más fácil que encontrar un poema que “es” y “nada significa”, al menos para un lector concreto: cualquiera escrito en una lengua que ignoramos. Deleitarse con la musicalidad de sus significantes debería ser, para los que así piensan, la culminación del placer estético.
En la Barcelona de los años cuarenta, un hombre saluda a un orondo y desconocido sacerdote con las siguientes palabras: “La verdad es que no sé si soy un buen cristiano. Lo que no soy, puede usted darlo por seguro, es siervo de una Iglesia que pasea al centinela de Occidente bajo palio”. Si fuera una serie de televisión ambientada en la posguerra, cambiaríamos de canal. Es una novela de Marsé, y continuamos la lectura, pero con la sensación, idéntica a la que nos producen los últimos poemas de Gimferrer, de que probablemente hay formas más agradables de perder el tiempo. 

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