José Luis Parra
Inclinándome
Pre-Textos. Valencia,
2012
La muerte del autor, a los pocos días de aparecer su libro,
le añade un tinte de patetismo que no siempre le beneficia. Inclinándome, de José Luis Parra, no
necesita ese subrayado. Es una de las obras más escuetamente conmovedoras de la
poesía española de los últimos años. Muchos de sus poemas, escritos en la
lengua de todos los días, sin ninguna concesión al verbalismo ni al
preciosismo, nos cortan el aliento.
José Luis
Parra, aunque nacido en Madrid en 1944, es un poeta valenciano, muy ligado a la
estética de Vicente Gallego y de Carlos Marzal, y afín en cierto modo –solo en
cierto modo– a Eloy Sánchez Rosillo. Aunque mayor que todos ellos, comenzó a
publicar tardíamente, en 1989, y eso hizo que durante bastante tiempo, fuera de
Valencia, se le tuviera por un discreto epígono.
La poesía
de José Luis Parra ha tardado en llegar a los lectores. Las razones son varias.
La que más nos importa tiene que ver con que es un poeta de evolución lenta, de
los que van creciendo poco a poco, y no de los que deslumbran con un primer
libro, o unos primeros libros (el caso de tantos poetas de su generación, la de
los llamados “novísimos”), para luego ir apagándose o parodiándose.
La cita
inicial, de Eliseo Diego, explica el título y formula un principio estético:
“Inclínate, pues, como caña al viento, pero cuida bien el dibujo de la curva;
todo es arte al fin”. La completa otra, no menos atinada, de Samuel Beckett:
“Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Inclinándose habla del fracaso, pero
rara vez condesciende a la queja. “Carpe diem” se titula uno de los poemas, y
muchos de ellos son variaciones de la horaciana invitación a gozar del
instante. Los placeres pequeños, las mínimas alegrías cotidianas, son
reiteradamente cantadas por José Luis Parra. “Regar las plantas” termina con
tres versos que valen por un poema: “Qué verde y fresco, / como recién creado,
/ gotea el mundo”. Y hay un texto, que parece de circunstancia, que podría
haber sido un encargo municipal, pero que ejemplifica muy bien su capacidad
para convertir la cotidianidad en símbolo. “Para celebrar la línea 5 del metro
en Valencia (Distrito marítimo-Aeropuerto)” dice así: “Salir del puerto, / del
mar, que es el morir / y también la promesa / de la resurrección, / y tras
cruzar los túneles, / los ríos del infierno, / salir, / salir a ese impulso de
delicia / entre las nubes, / salir al vuelo, / estando ya mi invierno
sosegado”. Poema que parece hecho de nada, como tantos del libro, con su
resonancia manriqueña y su eco de San Juan.
En “Plantas
naturales y plantas literarias”, la literatura parece sobreponerse a la
realidad: ninguna flor de genciana puede ser tan hermosa “como esa antorcha
bífida del poema de Lawrence, / esa azulada oscuridad que fulge / y fulge en
mis noches, y me guía, / más deslumbrante cuanto más oscura / en el descenso al
tálamo primordial de las sombras”.
Las
referencias literarias, nunca muy rebuscadas, todo lo contrario, asoman de vez
en cuando. El primer “Nocturno” remite a los poemas insomnes de Darío en Cantos de vida y esperanza (“¿Escuchas
cómo late el corazón del mundo?”). El más estremecedor endecasílabo de Góngora
reaparece al final de “Lecciones de la Semana
Santa ”: “Casi, casi me paraliza el corazón / este naufragio
en polvo, en humo, en sombra, en nada”. Y el becqueriano “qué solos se quedan
los muertos” se convierte en “qué solos se quedan los vivos / cuando empiezan a
marcharse de la casa los muertos”.
La
literatura que aparece en Inclinándome es
solo la que queda en la memoria, la que forma parte de nuestra propia vida, la
que surge en medio de cualquier trivial conversación: “entre el barullo del
almuerzo / y las brumas del día, dos / aficionados a la caza me hablan / de
noches en la sierra, de tiendas junto al río, / oyendo en la maleza gruñir al
jabalí”. La segunda parte de ese poema, “Conversaciones en la barra”, glosa las
connotaciones de una palabra y los nombres a ella asociados, símbolos de la infancia
y de la libertad: “El río… / Qué prodigioso el río… cuánta, cuánta / agua ha
pasado, cuánta escoria; /cuánto tiempo hace que dejé de ser / Tom Sawyer, Huckleberry
/ Finn”.
Habla de la
decadencia vital, pero no hay ningún síntoma de decadencia estética en Inclinándome; no es un compendio, como
tantos otros títulos finales, de fragmentos, reiteraciones y tentativas.
Los
pequeños goces y el espanto de las postrimerías. Algo de relato de terror
tienen varios poemas. Una joven sube al metro, se sienta confiada, cree que no
hay nadie a su lado: “Se equivoca. / Con qué aprensión descubro al ofensivo /
rostro que en el cristal con ella está viajando, / doble irreconocible de lo
que fue en la vida. / Como la miran sus ojos cenagosos, / cómo respiran su perfume
esas desagradables / fosas nasales…”. El espectro que intenta manchar “con
bastardo aliento / el esplendor primaveral” es el reflejo del propio poeta, que
tarda en reconocerse en la grotesca figura en que los años le han convertido.
Sueños,
escenas de caza, viejas fotos familiares, madrugadas alcohólicas, los pasos de
la muerte que resuenan cada vez más insistentes, y también epifanías: “Croan
las ranas. / No se acaba la infancia / cerca del río”. No se acaba la infancia.
El libro, al que la muerte acaba de poner el definitivo colofón, termina con
“Noche de reyes”: “Esta noche ha llovido / con mansa intensidad. Antes del
alba, / como un chiquillo ansioso, / he abierto la ventana, / y allí, / allí estaban los zapatos, / colmados con el agua melodiosa / de
la lluvia. El carbón, el viejo / y temido carbón era un diamante / de azulados
fulgores en la cocina oscura”.
En la
cocina oscura, en la noche del mundo, brillan estos lúcidos, hirientes, desoladores
y, finalmente, también consoladores poemas.
“Qué verde y fresco,
ResponderEliminarcomo recién creado,
gotea el mundo”.
“Croan las ranas.
No se acaba la infancia
cerca del río”.
Plaf. Noche y día
un dios niño matando
ranas y hombres.
Magníficos haikus
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