La lluvia en el desierto
(Poesía completa 1995-2016)
Eduardo García
Prólogo de Andrés
Neuman
Epílogo de Vicente
Luis Mora
Eduardo García (1965-2016) se inició en la poesía en una
línea deudora del Luis Alberto de Cuenca que aunaba rigor formal con frivolidad
y del Luis García Mantero que había bajado la poesía a la calle para cantar a
la musa con vaqueros. “Musa de a pie” titulaba precisamente uno de sus sonetos:
“Despeinada me gustas, ojerosa, / con el rimmel
corrido y con desgana / asomada al pavor de la semana / y no como en el
búcaro la rosa”.
El título
de su segundo libro, No se trata de un
juego, parece una declaración de intenciones. No abandona Eduardo García su
componente realista ni su dicción coloquial (siempre ha sido un poeta más de
“lo que pasa en la calle” que de “los eventos consuetudinarios que aconteces en
la rúa), pero ahora su poesía –como su visión de la realidad– se va volviendo
más compleja. El poema se aproxima al relato fantástico para adentrarse en el
mundo de los sueños y del subconsciente. También la metapoesía hace acto de
presencia, pero sin el componente teórico y pedante que tenía en la generación
anterior, la de Guillermo Carnero y Jenaro Talens.
La cita de
Yeats que aparece al frente de Horizonte
o frontera, su siguiente libro, resulta muy significativa del
ensanchamiento del realismo que busca Eduardo García: “He sido llevado, en
momentos de la más honda introspección, hasta aquellas cosas que están más acá
y más allá de la vida despierta”.
El abandono
del realismo más convencional trae consigo, como no podía ser de otra manera,
un cambio estilístico. Los correctos endecasílabos, el ritmo consabido, la frase
corta y precisa, se abandona por un versolibrismo que gusta de la enumeración
caótica y de la compleja subordinación, que parece avanzar a tientas en una
única frase que se ramifica y se extiende a tientas por un territorio
desconocido.
Eduardo
García se aprovecha de los logros del surrealismo, pero no es un poeta
surrealista. Él mismo –autor de dos excelentes libros sobre poesía– lo ha
expresado lúcidamente: “Busco más allá de la apariencia de las cosas, más
siempre para generar sentido, excavar más allá de la corteza lo que se oculta
al otro lado. Aquello que se abre paso en las palabras deviene al fin un
mensaje en la botella del poema, navegando hacia el lector. Un acto de
conocimiento, sí, pero también de comunicación”.
En sus
primeros y en sus últimos poemas gusta Eduardo García de partir de una
situación cotidiana. “Sentado en un café miro la calle”, comienza uno de los
poemas de No se trata de un juego;
“Miré por la ventana: diluviaba”, otro de La
vida nueva, su penúltimo libro. Esa es quizá su lección mejor: que el
poema, para buscar trascendencia, no necesita abandonar lo concreto, que hay
suficiente enigma en el vivir de todos los días.
Pero no
todo, ni mucho menos, es bucear en la sombra e indagación metafísica en la obra
de Eduardo García. También puede considerársele un poeta del amor y de la
alegría de vivir que en ocasiones, en raras ocasiones, se aproxima
peligrosamente al manual de autoayuda. Difícil, sin embargo, resulta resistirse
al encanto de alguno de esos poemas llenos de buenos sentimientos. Uno de mis
preferidos es el borgiano “Aniversario”, con su técnica enumerativa y anafórica
(“te regalo la música”, “te regalo mi llanto y mi torpeza”, “te regalo mi
asombro”), un poema de amor a la vez novedoso e inevitablemente tópico.
Duermevela, el último libro que publicó
Eduardo García, termina con un poema titulado “Rescatar la alegría”. El poeta
ha conocido los sótanos de la realidad, se ha perdido en sus extrarradios, se
ha hundido en las arenas movedizas del insomnio y del absurdo de vivir, pero su
lección final es que hay que “rescatar la alegría, / desarraigar del corazón la
ceguera del ojo de la aguja, el injerto del lodo, las turbias excrecencias, /
bajo el tumulto del agua desbocada lavar el cuenco roto, coserle los pedazos,
dejarlo reposar, / agradecer cada sonrisa que nos tiende al azar un día
cualquiera”.
No sabía
entonces que lo peor estaba por llegar: el mazazo de un diagnóstico sin
apelación, los días de hospital, la desesperación y la aceptación (algo de esto
cuenta el prólogo de Andrés Neuman). En esos pocos meses escribió dos series de
poemas --“La hora de la ira” y “Bailando con la muerte”-- que es difícil leer
con la objetividad necesaria, aunque nos atrevemos a afirmar que en la segunda
de ellas se encuentran quizá algunos de sus más escuetos e impactantes poemas.
Especialmente memorable resulta el dístico con que concluye el poema final, la
personal versión del “carpe diem” con que termina su obra: “Si todo ha de
acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte”.
Me extraña que no diga nada del epílogo de su crítico literario preferido, Vicente Luis Mora... ;-)
ResponderEliminarNada que decir. Es de Vicente Luis Mora. Ya está dicho todo.
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