Diario de Sintra
S. Spender, C. Isherwood, W. H. Auden
Edición de Matthew
Spender
Traducción de David
Paradela
Gallo Nero. Madrid,
2017.
Lo que parece más natural en el ser humano, como formar una
pareja, es también una cuestión cultural. Las relaciones homosexuales son tan
antiguas como la humanidad, pero las parejas estables entre personas del mismo
sexo son un invento del siglo XX, aunque, como en todo, puedan encontrarse
antecedentes.
Los hombres
que amaban a otros hombres, si querían formar una familia, buscaban una mujer,
y no solo por presión social (o no solo por presión externa: para ellos mismos
parecía imposible una relación sentimental estable –un matrimonio, tuviera
reconocimiento legal o no– entre personas del mismo sexo).
Los
escritores ingleses de los años treinta que protagonizan Diario de Sintra, un volumen preparado por el hijo de uno de ellos,
Mattheu Spender, ejemplifican muy adecuadamente estas cuestiones.
Adelantemos
que, si el título resulta engañoso, la nota de la contraportada es errónea.
Dice así: “En 1935, W. H. Auden, Christopher Isherwood y Stephen Spender, los
tres escritores ingleses más importantes de su generación, llegan a Sintra,
antigua capital de Portugal. Su idea es alquilar una casa grande donde poder
vivir todos juntos para siempre. En la localidad lusa se dedican a escribir y a
conversar, y mantienen un diario común de diciembre de 1935 a agosto de 1936 en el
cual todos son responsables de contar historias y anotar sus observaciones”.
Pero
quienes se embarcan en Amberes con destino a Portugal son Isherwood y Spender,
acompañados de sus amantes, Tony Hyndman y Heinz Neddermayer. Han vivido en la
liberal república de Weimar, de la que los expulsó el nazismo, y la puritana y
convencional Inglaterra se les hace insoportable. En el barco comienzan a
escribir un diario a tres manos (Heinz, un chico de la calle, carece de
conocimientos literarios). Ese diario termina en enero del 36.
Pero el
diario común, que permanecería inédito, es solo una parte de este Diario de Sintra, en el que también
encontramos fragmentos de los diarios privados de Isherwood y Spender, junto
con los de otros personajes que conocieron en Portugal, y abundantes fragmentos
de su correspondencia. De Auden, quien llegó posteriormente a Sintra, solo se
incluye una posdata de línea y media y una carta de poco más de diez, a pesar
de que figura como autor en la portada. Tampoco Sintra fue nunca la capital de
Portugal y las notas, tomadas de la edición italiana según se nos indica, dejan
a veces mucho que desear: “El dictador Salazar, llegado hacía poco al poder
–leemos en la página 79–, se mantuvo en el cargo hasta su muerte, en 1962” . Pero ni en 1935 hacía
poco que Salazar había llegado al poder, ni se mantuvo en el cargo hasta su
muerte (le sucedió Marcelo Caetano) ni murió en 1962, sino en 1970.
El error de
la contraportada resulta, sin embargo, útil: al repetirlo los suplementos que
hablan del libro –Babelia, por ejemplo– nos advierte del poco caso que debemos
hacer a las recomendaciones de los suplementos culturales, que en buena medida siguen
practicando la “crítica solapada”, el corta y pega de la publicidad editorial.
Diario de Sintra resulta apasionante por
muchos conceptos. Los ingleses en el extranjero, aunque sean escritores
progresistas, adoptan una posición de superioridad. Se relacionan fundamentalmente
con otros compatriotas. De Portugal, a estos jóvenes escritores progresistas,
solo les interesa el paisaje, el clima y lo barato que está todo. Algún mayor
interés mostrará Spender por la realidad española: viajará a Barcelona,
conocerá a Marià Manent, tendrá noticia de la poesía de Lorca. En abril de 1936
le escribe a Isherwod: “Aquí hasta los políticos son interesantes, se parecen a
los irlandeses, por aquello de la perpetua pugna entre castellanos y catalanes.
Ayer conocimos a Companys y a varios miembros del parlamento, que parecían
buena gente. Acaban de salir de la cárcel, donde han pasado dieciocho meses”.
La colonia inglesa “habla de los españoles, y sobre todo de los catalanes, como
los colonizadores de los indígenas”.
Las
relaciones de Spender e Isherwood con sus amantes son muy diversas. El primero
trata de poner a Tony Hyndman a su nivel: dirige sus lecturas, le hace escribir
en el diario común (Hyndman participa en la guerra civil española y es autor de
algún poema no enteramente desdeñable); el segundo, en cambio, no intenta nunca
integrar a Heinz en la conversación común y lo trata “como a un perro al que
quiere, pero que debe quedarse junto al fuego y no dar problemas”.
De Tony
Hyndman (aunque ocultando su verdadero nombre) habla ampliamente Spender en sus
memorias, Un mundo dentro del mundo, quizá
lo que menos ha envejecido de su obra. Al lector actual –se publicaron en 1951–
le sorprende la mezcla de franqueza y veladuras sobre las relaciones
homosexuales: “No quería vivir solo ni pensaba en casarme. Mi ánimo era el de
las personas que ponen un anuncio en el periódico para pedir compañía. Solía
preguntar a mis amigos si tenían algún amigo que me conviniera. De modo que
cuando conocí por azar a un joven desempleado que se llamaba Jimmy Younger, le
pedí que se fuera a mi piso y trabajara para mí”. Las prestaciones sexuales
parece que iban incluidas en ese contrato de trabajo, como las de los señoritos
con las criadas. Medio en broma, medio en serio, Auden se quejaba en 1947 de
que en Estados Unidos no hubiera “una tradición feudal” como en Europa: “Yo
pienso que, si le pido a un miembro de una clase inferior que se vaya a la cama
conmigo, este tiene el deber de hacerlo”.
Matthew Spender ha armado, con material disperso, una novela psicológica tan sugerente
por lo que calla como por lo que dice. Buena parte de las tensiones del siglo
XX se encuentran reunidas en estas páginas de no ficción como en un
microcosmos.
Si te he ofendido con un beso págame
ResponderEliminarcon la misma moneda: bésame también tú.
(Traducción de JLGM)
Parece que el anónimo "María Taibo" está obsesionada/o con usted. La red está plagada de una hostilidad injustificable. Saludos.
ResponderEliminarBla-bla-bla
EliminarAquí el único anónimo, Anónimo, es usted. A María Taibo la conozco personalmente y no entiendo a qué se refiere lo de la obsesión ni lo de la hostilidad.
ResponderEliminar@JLGM, sé que me tomo alguna libertad planteándole lo siguiente, ya que sólo tangencialmente tiene algo que ver con la reseña. Soy un aceptable lector de poesía. Dicen algunos que saben que la inglesa es la mejor poesía del mundo. Yo lo he intentado leyendo traducidos a Poe, Auden, Keats, Wordswoth y algún otro, pero interesarme, lo que se dice interesarme, sólo lo han conseguido un poco Byron (algún fragmento del Don Juan) y más Shakespeare (las obras de teatro más que los poemas). Con mi inglés regulero, he tratado incluso de leerlos en ediciones bilingües. Nada. Soy consciente de que la poesía es en realidad intraducible, pero otros autores de otras lenguas me han interesado a pesar de la metamorfosis. Por ejemplo, Baudelaire -y otros franceses-, Cavafis (que no es latino) o Maiakovski (que mira que es raro que me llegue desde el ruso). La pregunta que le hago, como experto y autoridad que respeto, es si cree usted que la lengua inglesa plantea problemas profundos a la hora de ser traducida al castellano que no plantean otras lenguas, aunque no sean latinas. Puede ser, también, que la sensibilidad poética inglesa esté muy alejada de la mía, y quiero creer que en este caso lo está también del español medio -en general, aprecio a los poetas españoles e hispanoamericanos más canónicos. Es raro que me cueste apreciar a T.S. Eliot, por ejemplo, cuando poetas a los que aprecio profundamente lo proclaman su maestro e influencia (pienso en Cernuda y Jaime, cuyo conocimiento inglés les permitía leer a Eliot en la lengua original).
ResponderEliminarEspero que le interese la pregunta y pueda contestarme. Si lo considera demasiado farragoso o estúpido pues nada, ya se lo preguntaré al maestro armero :).
Saludos.
Quizás sea la flema inglesa... De los que cita, yo me quedo con Keats. Con Baudelaire me ocurre que, por mediocre que sea la traducción, los poemas me llegan. Será que no precisa de caireles... Como Virgilio, como el Quijote "modenno"...
Eliminar...pero no se preocupe, ¡hay tanto que leer!
EliminarNo pienso yo que la poesía inglesa sea más difícil de traducir (bien) que cualquier otra. Personalmente, hay varios poetas, y varias traducciones, que yo recomendaría. En el caso de los sonetos de Shakespeare, la mejor para mi gusto es la de Mujica Láinez, que puede encontrar en Visor y cuyo único defecto es ser sólo parcial (incluye 49 de los 154 sonetos). Hay traducciones completas nada desdeñables, entre las que destacaría las de Carlos Pujol (cualquier traducción firmada por él es valiosa) o Christian Law Palacín. Le recomiendo igualmente la antología de la poesía romántica inglesa hecha por José Mª Valverde (otra garantía traductora) con traducciones suyas y de Leopoldo Panero (el padre, no Leopoldo María), publicada en su momento por Planeta, y actualmente encontrable en BackList. En ediciones de kiosko salieron hace unos años sendas antologías de poesía inglesa isabelina y romántica, con traducciones de Marià Manent, otra garantía. Con eso, pienso, puede hacerse al menos una idea. La calidad de la traducción es decisiva, pero eso no pasa sólo con el inglés. Y yo no dejaría de lado, si le interesa la poesía, la norteamericana. Whitman, especialmente en la traducción de Borges, o Emily Dickinson, en las de Manent (de nuevo) o de Oliván, son nombres esenciales.
ResponderEliminarLeí hace unos días la respuesta pero hasta ahora no había tenido ocasión de agradecérsela. Llegué al Canto de mi mismo, traducción de Borges, después de la fascinación que en su día me produjo Residencia en la Tierra y me llevé una (pequeña) decepción: uno de los mejores poetas angloamericanos traducido por uno de los mejores poetas latinoamericanos me dejaron demasiado frío. Volveré a intentarlo.
EliminarSólo ahora le leo. Me parece muy bien que insista, uno y otro lo merecen. Luego, claro, está siempre la cuestión de los gustos. Como quizá sepa, Borges fue un tiempo profesor de literatura inglesa (se ha publicado la transcripción de sus clases). Decía a sus alumnos que si Shakespeare, o cualquier otro autor, no les gustaba, que lo dejaran. ¡Hay tanto! "Quizá -decía- Shakespeare no ha escrito para usted. A lo mejor lo hace en el futuro".
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