Vidas de hotel
Selección, prólogo y
notas de Eduardo Berti
Adriana Hidalgo.
Madrid, 2017.
Los hoteles, como el tren, pueden considerarse en sí mismos
un género literario. Los grandes hoteles, los hoteles de lujo, constituyen el
escenario preferido de la literatura más cosmopolita, de la que hace soñar al
lector común con una vida fuera de su alcance; la literatura costumbrista del
siglo diecinueve y principios del XX, prefería las pequeñas pensiones
galdosianas (el adjetivo lo dice todo), donde se alojaban los jóvenes
ambiciosos que iban a la conquista de la capital.
La
antología que ha reunido Eduardo Bertí es, como la mayor parte de las
antologías, un tanto caprichosa. Hay obras maestras del relato e insignificantes
naderías, aunque una de ellas, venga firmada nada menos que por Chéjov (su
relato humorístico, de caducada comicidad, “Los extraviados”, ni siquiera
transcurre en un hotel), y otras, “Cuentos de la habitación 211” , por destacados
representantes del microrrelato, ese subgénero tan propicio a simple juego de
ingenio y a los ejercicios de taller.
De la
literatura española, tan pródiga en ellos como cualquier otra, solo se
selecciona un cuento, si bien espléndido: esa historia de amor imposible,
apenas entresoñado, que es “El dúo de la tos”, de Clarín.
Si yo
tuviera que hacer una selección de esta selección, comenzaría por William
Trevor y su “Hotel de la Luna Holgazana”, un relato policíaco –sin policías–
que es también una alegoría de la vejez; seguiría con Roald Dalh, que sabe
crear misterio y tensión a través de los hechos más cotidianos.
El tiempo
resulta inmisericorde con algunos de estos cuentos: al arrugarse nos dejan ver
sus trucos y costuras. Julio Cortázar, en “La puerta condenada”, reescribe un
relato de medio siglo antes que encontramos unas páginas más allá, “El número 13” , de M. R. James: en los dos
hay una puerta que da a una habitación que no existe, pero en la que se
escuchan ruidos y gemidos.
Hay relatos
de una página, apenas una ocurrencia o un apunte en el cuaderno de un escritor,
como el de Somerset Maugham, y otros que se desarrollan morosamente y requieren
del lector un ejercicio de paciencia. Es el caso de “En Isella”, de Henry
James, primero solo la crónica de un viaje a pie entre Suiza e Italia y luego
el retrato de una mujer apasionada, como las que aparecen en las Crónicas italianas de Stendhal y en el
imaginario de los viajeros del grand tour.
O. Henry
sigue conservando su encanto, el de la Nueva York de otro tiempo y la sorpresa
final. Nos defrauda Dino Buzzati, con su banal costumbrismo kafkiano; también
Katherine Mansfield y esa historia de quienes creen adular a la hermana de una
baronesa cuando se trata de la hija de una costurera. Un cuento se la juega en
el final. Con un poco de habilidad, es fácil captar la atención del lector,
como la de un niño, pero luego hay que saber mantenerla y no terminar de
cualquier manera, con un chiste sin gracia, dejándole la sensación de que ha
perdido el tiempo.
Ocurre
ello, con más frecuencia de la necesaria, en estos relatos unidos por el
escenario y la casualidad. El prólogo y el epílogo del compilador se encuentran
así entre lo más interesante del volumen, con su recuento erudito y su
compendio de anécdotas sobre algunos hoteles famosos (aunque sitúa en el Ritz
de Nueva York (hay dos Ritz-Carlton en Nueva York: uno reciente en Central Park
y otro en Battery Park) una anécdota que se suele contar referida al Waldorf
Astoria.
Hoteles literarios se titula un libro de
Nathalie de Saint Phalle que Eduardo Bertí cita en algún momento. Menos que las
historias anodinas que un escritor de hace un siglo, famoso o no, ha situado en
un hotel nos seducen las historias de gente famosa que se ha alojado en ellos:
Nabokov en el Palace Hotel de Montreux, junto al lago Leman, Agatha Christie en
el Pera Palas de Estambul; Marina Tvietaieva preparando las maletas en el Hotel
Innova de París, donde ha vivido los dos últimos años, para regresar a la URSS
y enfrentarse con su destino; Julio Camba en el Hotel Pensilvania, una ciudad
dentro de la ciudad; Hemingway redactando Por
quien doblan las campanas en el hotel Ambos Mundos, entre las calles Obispo
y Mercader de La Habana; Pedro Salinas encontrándose con su amante, Katherine
Whitmore en la cafetería del St. Moritz frente al Central Park (hoy
Ritz-Carlton); Rainer María Rilke escribiendo desde al Hotel des Bergues, en
Ginebra, a la princesa Marie von Thurn und Taxis; Gustav von Aschenbach en el
Hotel des Bains, en el Lido veneciano.
¿Por qué
los libros de cuentos se venden menos que las novelas? Una novela tiene un
principio y un final, un libro de cuentos docenas de principios y finales, cada
pocas páginas debe volver a conquistar nuestra atención. Y sin son cuentos de
varios autores, las distintas calidades y texturas provocan a menudo el rechazo
del lector.
Las
referencias, centrales o muy secundarias, a esos lugares de paso que son los
hoteles no bastan para unificar los capítulos de Vidas de hotel. El resultado no es sino una heterogénea, caprichosa
colectánea, con alguna pieza excepcional y bastantes prescindibles o
intercambiables.
Tuve un novio que renovaba el contrato
ResponderEliminarpor teléfono,
un amante que te atendía por chat
y un marido que fichaba puntualmente.
Harta de tanta burocracia
dejo mi corazón al Gestor.
© María Taibo