viernes, 16 de marzo de 2018

Para qué sirve la poesía



La policía celeste
Ben Clark
Visor. Madrid, 2018.

La primera sociedad astronómica que se conoce fue fundada el año 1800 en un observatorio privado del norte de Alemania. Sus seis integrantes pretendían encontrar el planeta que, de acuerdo con la ley de Titius-Bode, debía situarse entre las órbitas de Marte y Júpiter. Para facilitar el trabajo dividieron el cielo en 24 partes y se dedicaron a observarlas minuciosamente constituyendo la llamada “policía celeste”.
            A esta historia alude Ben Clark al comienzo de La policía celeste. En el epílogo nos cuenta que ese planeta perdido, que no era un planeta sino un asteroide, fue descubierto a comienzos del año siguiente por Giuseppe Piazzi, un religioso italiano, fundador del observatorio de Palermo, que le dio el nombre de Ceres Ferdidandea, en honor de la diosa de Sicilia y del rey de Nápoles.
            Las referencias astronómicas abundan en el libro de Ben Clark. Un poema se titula “Ocho cometas” y alude a los descubiertos por la astrónoma del siglo XIX Caroline Herschel; otro, “La Vía Láctea y Andrómeda”. En esperando al Halley en 2061”, glosa –y traduce sus versos finales– el poema “Halley’s Comet”, del poeta norteamericano Stanley Kunitz, que pudo ser testigo –como Rafael Alberti– de dos de sus apariciones, la de 1910 y la 1986.
            El anecdotario familiar es otro de los integrantes del libro: de la enfermedad del padre, de su ingreso hospitalario, de su actividad de ceramista se habla en diversos poemas; también de una curiosa anécdota que tiene por escenario la isla volcánica de Tristán de Acuña.
            Ese poema –que lleva como título el nombre de la isla en portugués, “Tristán da Cunha”– ejemplifica bien el atractivo y las limitaciones de este volumen. Las dos primeras partes del poema –se separan con un triángulo que recuerda la silueta de la isla– nos cuentan que ha pasado la tarde viendo imágenes suyas en el ordenador; en la parte final, tras comentarlo con su padre, este le refiere una anécdota relacionada con la isla: “Nunca he creído en Dios / y una vez recé a Dios / implorando alcanzar Tristán da Cunha”. El problema es que leemos esa historia, muy a lo Joseph Conrad, y no nos la creemos: una fragata que apenas resiste, que ha perdido hasta los botes salvavidas, busca refugio en Tristán da Cunha, el rincón del planeta más lejano de cualquier otro rincón habitado; no lo consigue, los marinos piensan que van a morir. Así termina el poema: “Cuando / atracamos al fin en Buenos Aires / descubrieron que el casco tenía una gran grieta. / Recuerdo que hubo chistes / y risas y teníamos entonces / menos de veinte años. / Pero muchos / buscamos con la luna un puerto tibio / cerca del puerto frío y sé que todos, / dormidos o despiertos esa noche / susurramos el nombre del volcán”.
            ¿Pero cómo lograron navegar los miles y miles de kilómetros que los separaban de Buenos Aires con una gran grieta en el casco? ¿Y a qué vienen esas risas? ¿Y a qué viene esa moraleja final sobre buscar un puerto tibio cerca de un puerto frío y el susurro del nombre del volcán, incluso por los que dormían? ¿Podía alguien dormir cuando el barco estaba a punto de naufragar? No soy yo de los que opinan que el lector de poesía debe aceptar cualquier cosa, que en el poema cabe cualquier vaguedad y cualquier inanidad.
            El problema de este libro de Ben Clark es que los materiales que utiliza tienen bastante más interés que el uso que hace de ellos. Tecleamos Tristán da Cunha en el ordenador y nos encontramos con una historia fascinante, con una isla que parece sacada de una novela de Julio Verne –de hecho aparece en varias de ellas: Un capitán de quince años, La esfinge de los hielos, Los hijos del capitán Grant–; que está a más de dos mil kilómetros del lugar habitado más cercano, la isla de Santa Elena, donde desterraron a Napoleón; que es de propiedad comunitaria –ninguna familia puede cultivar más tierra ni tener más ganado que otra–; que en 1961 tuvo que ser evacuada completamente y sus 302 habitantes tardaron dos años en volver; que no hay aeropuerto, que un barco anual les abastece de medicinas, libros, revistas, correo…
            Lo mismo pasa cuando queremos saber más de la ley de Titius-Bode, enunciada por el primero, como si de un personaje de Borges se tratara, en dos apócrifos párrafos intercalados a la traducción de un texto ajeno, Contemplation de la Nature, de Charles Bonnet.
            Los poemas de Ben Clark carecen por lo general de tensión estilística, no aciertan a trascender la anécdota. Y deben ser leídos como algunos pretenden que debe ser leída la poesía, dejando aparcado el pensamiento. El poema “Los rotos” homenajea a Anne Sexton y afirma que la única división verdadera es la que separa a los que se han roto y los que no. ¿Y qué es lo que caracteriza a los rotos? Pues que son como todo el mundo: piden que se les quiera, que mascullan viendo las noticias, que hacen el amor con un poco de miedo y también algunas cosas más raras (no tiran las tazas) o más comprensibles: “querer estar solos después de que suene un portazo”.
            Tres o cuatro poemas se salvan del libro. “La habitación”, con su invitación al lector a viajar a la infancia del poeta, puede ser uno de ellos; otro, “La fiesta”, en su despojada sugerencia; también el que da título al conjunto, “La policía celeste”, que busca trascender las diversas anécdotas.
            Se salvan del libro, pero no parece que salven el libro, uno de más de esos volúmenes que se publican solo por ganar alguno de los numerosos e intercambiables premios de poesía que constituyen mala costumbre del mundo literario español. Lo que salva el libro son las referencias que nos llevan fuera de él, al fascinante mundo de la astronomía, a una isla remota que fue base temporal de balleneros y cazadores de focas y en cuya capital, Edimburgo de los Siete Mares, hay solo un bar, pero su consumo de whisky es uno de los más elevados del mundo (cincuenta litros de media por habitante y año).  
             
           

3 comentarios:

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  2. Poemas de hoy: Lo malos17 de marzo de 2018, 10:17

    Vivir como si el otro no existiera
    (y en realidad dependiendo de él).
    Ese es el ideal
    de derechas e izquierdas.
    Por desgracia, en España
    aún hay mayoría de utopistas.
    Dos pesos pesados a ambos extremos
    deformando la balanza.
    Así no hay síntesis
    ni diálogo.
    Solo es un pulso:
    los pobrecitos contra los eternos.

    © María Taibo

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  3. Se ha colado una errata simpática: es "La esfinge de los hielos", no "de los cielos" (que prometía ser una curiosa esfinge).

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