viernes, 1 de junio de 2018

Historia de un converso



Un vocal español en la Komintern
Óscar Pérez Solís
Edición de Steven Forti
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Todo en la vida del asturiano Óscar Pérez Solís (1882-1951) resulta novelesco. Militar de carrera, un recluta le contagia sus simpatías por el anarquismo. Ese recluta tenía un nombre muy literario, Juan Salvador, que es el pseudónimo que, tras la muerte del amigo, utilizará Óscar Pérez en sus primeros escritos políticos.
            Pronto se desengañará del anarquismo y comenzará a ser un activo militante socialista. Ocupa cargos importantes en las agrupaciones de Valladolid y Bilbao; es detenido, mal herido por la policía en el asalto a una Casa del Pueblo; contribuye decisivamente a la escisión que dará origen al Partido Comunista Español. En 1924, asiste en Moscú a una reunión de la Komintern, esto es, de la Internacional Comunista; en 1936 está en Oviedo, donde es detenido por conspirar contra el Frente Popular; liberado poco después, se convierte en uno de los más eficaces colaboradores de Aranda en la ciudad sublevada.
            La estancia en Moscú la contó Óscar Pérez Solís en varias ocasiones. La última, una serie de artículos publicados en El Español, el semanario que dirigía Juan Aparicio, entre noviembre de 1942 y marzo de 1943, cuando las tropas alemanas estaban en Rusia, ayudadas por la División Azul. Esos artículos son los que ahora se reúnen por primera vez en un libro que comenzamos a leer con cierta prevención. Tememos encontrarnos con la encendida soflama antisoviética propia de la época y de quien fue cocinero antes que fraile, comunista antes que fascista.
            Pero de inmediato nos sorprende su moderación. La visión que se ofrece del Moscú de 1924 está muy lejos de las caricaturas de la propaganda, sin que se oculten los aspectos negativos –como no podía ser de otra manera– de la realidad de entonces.
            El editor de estos artículos, Steven Forti, ha tenido la feliz idea de publicar junto a ellos, los escritos durante la visita y aparecidos poco después en La Antorcha, el periódico oficial del comunismo español. El memorialista de 1942, atento matiz y al detalle preciso, es en 1924 un mero propagandista que se entusiasma ante los innumerables logros de la Revolución. Llega incluso a elogiar el régimen de las prisiones rusas: “¡Cómo lo envidiarías, presos españoles, si lo conociérais!” (él conocía las prisiones españolas, pero de las rusas solo sabía lo que le habían contado). Las elogia, pero amenaza con ellas: el puño de hierro del Estado soviético “dispone de unas magníficas cárceles y de una Siberia excelente para los burgueses olvidados de que ‘esto’, lo de ahora, ha matado a ‘aquello’, lo de entonces”.
            En 1924, Pérez Solís se entrevista con todos los que representaban algo en la Rusia del momento. Le acompañaba como intérprete Andrés Nin, trágica y rocambolescamente hecho desaparecer por los rusos durante la guerra civil española.
            De los líderes soviéticos, Bujarin era el de mayor formación intelectual. Mostraba una gran curiosidad por las cosas de España. “¿Qué españoles cultivan la filosofía”, preguntó. Pérez Solís menciona, en primer lugar, a Ortega y Gasset. Pero Bujarin no le tenía por filósofo, sino “por un excelente escritor que conoce y traduce muy bien la filosofía alemana”. Tampoco valoraba mucho al decadente Unamuno, cuyo pensamiento correspondería a la decrepitud de una burguesía “envejecida antes de llegar a su madurez social”.
            La figura más admirada es la de Leon Troski, “al que dudo que haya igualado nadie en el campo bolchevique”. Si no hubiera abandonado el comunismo en 1928, Pérez Solís habría corrido muy probablemente la misma suerte que su amigo Andrés Nin. De hecho, él mismo cuenta que en Bilbao llegó a conocérsele como “el Troski de las Siete Calles”, que era donde él tenía un cuarto en el que consolaba sus horas de hambre “con los delirios comunistas”.
            Peor parado, como no podía ser de otra manera, sale Stalin, quien le recibió afablemente en su gabinete de trabajo, nada ostentoso, pero que enseguida perdió su amabilidad.  A Pérez Solís le acompañaba su intérprete habitual, a quien achaca el repentino cambio de humor del dirigente: “La culpa era de Nin, que hacía con mis preguntas en castellano, al traducirlas al ruso, lo que le daba la gana. Menos mal que la iracunda mirada de Stalin, después de rebotar en los lentes de Nin, vino hacia mí con cierta suavidad, en las que sospeché que no faltaba su poquito de lástima, como si Stalin comprendiera que no era del todo mía la culpa de haberme metido en aquellos berenjenales”. Quizá el odio de Stalin hacia Nin, que culminaría en su asesinato, comenzó entonces.
            Encarcelado en Monjuic tras su regreso a España, Perez Solís recibe la reiterada visita del padre Gafo, también asturiano, una de las principales figuras del sindicalismo católico. Cansado de la mala vida que había llevado por sus actividades políticas, recuperó la fe católica, renunció públicamente a sus ideas comunistas y aceptó un puesto bien remunerado en la Compañía Arrendataria del Monopolio del Petroleo (la CAMPSA), recién creada por Primo de Rivera. Su deriva fascista se iría acentuando progresivamente: intervino en la fundación de Falange, fue a Oviedo a preparar al sublevación militar, ocupó diversos cargos durante el franquismo. Pero no se convirtió nunca, como tantos, en un feroz perseguidor de los que habían sido sus compañeros. Todo lo contrario, los ayudó en lo que pudo y, en 1942, fue capaz de darnos una impresión de la Rusia que había visto en 1924, muy alejada de la siniestra imagen que esperarían sus lectores. No duda en subrayar la honestidad de la mayoría de los líderes comunistas y la modestia con que vivían.
            En 1931, contó su vida en Memorias de mi amigo Óscar Perea, un libro que, como la mayor parte de las autobiografías, vale tanto por lo que cuenta como por lo que calla, y que merecía una reedición. Óscar Pérez Solís no fue nunca un comunista ni un anticomunista de manual.  Hubo en su vida dos encuentros providenciales, el del recluta Juan Salvador, que le hizo rebelarse contra las injusticias del mundo, y el de José Gafo –asesinado en 1936, beatificado por Benedicto XVI–, que le devolvíó el consuelo del otro mundo. Un hombre que siempre quiso ser fiel a sí mismo y que estaba, como su época, como quizá todos los hombres y todas las épocas, lleno de claroscuros.

3 comentarios:

  1. Ha de estar muy interesante. Hay vidas que en verdad pareen de novela

    Gracias por la reseña. Un saludo

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  2. En la España de Catkom, estar era insultante.

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  3. una satisfacción recuperar la lectura de estos artículos de El Español.

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