Carta florentina
Guillermo Carnero
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2018.
Hay en la poesía de Guillermo Carnero dos etapas, separadas
por un hiato de erudición y mudez. La primera, iniciada con el deslumbrante Dibujo de la muerte en 1967, se cerró en
1975 con El azar objetivo. En esos
pocos años pasó de un exacerbado culturalismo, de una emoción objetivada en el
arte, a una abstracción metapoética y a menudo didáctica, cuya creciente
sequedad que no acertaba a salvar la ironía. Sus consideraciones sobre los
poemas valían a menudo más que los poemas.
Durante
décadas pareció que la obra de Guillermo Carnero estaba concluida y que el
joven poeta se había convertido en un lúcido estudioso de la literatura y en un
acerado detractor de la poesía de la experiencia y de lo que él llamaba
“sentimentalismo primario” (en el que incluía a Bécquer: “A otro perro con esas
golondrinas” fue el titulo del homenaje que le dedicó). Pero en 1999, cuando la
mayoría de sus compañeros de generación se habían convertido en epígonos (José
María Álvarez) o caricatura (Pere Gimferrer) de sí mismos, Carnero renació con
un libro, Verano inglés, en el que
cultura y vida, emoción y reflexión, vuelven a entrelazarse inextricablemente.
En esta
nueva etapa se ha singularizado por cultivar con preferencia el poema extenso,
el poema-libro, algo no demasiado frecuente en la poesía de hoy. A la trilogía
formada por Espejo de gran niebla, Fuente
de Médicis y Cuatro noches romanas, se
añade ahora esta Carta florentina, cuyo
título alude a un tipo de papel pintado característico de la ciudad de
Florencia y a una epístola escrita desde esa ciudad, símbolo de la tradición
humanista en la que esta poesía quiere considerarse inserta.
Al margen
de esas obras de mayor empeño, Carnero reunió los poemas breves escritos
coetáneamente en Regiones devastadas,
una miscelánea aparentemente menor pero que reúne algunos de sus textos que
resistirán mejor el paso del tiempo.
Carta florentina es una dilatada y parafraseadora
meditación sobre el sinsentido de la vida y el sentido del arte escrita desde
el manriqueño “arrabal de senectud”. Pero lo que menos nos interesa de este
extenso poema en tres tiempos –no exento de morosidad y un cierto regusto
arcaizante: se habla de “Pomona, Venus y Artemisa”, por ejemplo– es su
“pensamiento poético”, sus consideraciones sobre el arte y la vida, el amor y
la muerte, un tanto tópicas, sino el prodigioso desarrollo metafórico que las
acompaña.
En Carta florentina, aunque quizá no deliberadamente,
el componente reflexivo ocupa el mismo lugar que la narración en las Soledades gongorinas: se trata de
simples pretextos para el desarrollo de una prodigiosa imaginería verbal. A
Góngora no se le va nunca el santo al cielo en su rebuscamiento estilítisco, en
su juego de alusiones y elusiones (y ahí está la paráfrasis en prosa de Dámaso
Alonso para demostrarlo), y a Carnero es posible que tampoco, pero al lector a
menudo sí y pierde el hilo en este borroso razonamiento para dejarse seducir
por la simple magia verbal, irisada de sugerencias y referencias culturales.
De acuerdo
con la poética novísima (nada diferente en esto a la poesía renacentista o
barroca), gusta Carnero del juego de la intertextualidad, de intercalar versos
ajenos entre los propios sin señalarlo con la cursiva o el entrecomillamiento.
De manera
un tanto ambigua señala alguno de esos préstamos en la nota final. Su poema,
nos dice, “asume” un soneto de Quevedo (“Con ejemplos muestra a Flora la
brevedad de la hermosura”). Hasta
donde yo he podido constatar ese “asumir” un soneto se limita a parafrasear un
verso: “el almendro en su propia flor nevado” de Quevedo se convierte en “y si
es naturaleza que el almendro / amanezca en su propia flor nevado”. Un verso de
Ovidio se recuerda al final de la parte segunda (“pues vivirás gracias a mis
versos”) y un pasaje del Evangelio según
San Juan al comienzo de la tercera: “Si no muere y se pudre el grano, no
habrá espiga”. En ambos casos, se trata de repetidos tópicos que no necesitarían
ser referenciados.
No alude
sin embargo Carnero al reiterado homenaje a Aquilino Duque (“Reloj de arena, tu
cuerpo. / Te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo”) ni a la
réplica al ataque que Ángel González en “Oda a los nuevos bardos” había
dedicado a los poetas de la generación novísima: “Mucho les importa la poesía.
/ Hablan constantemente de la poesía / y se prueban metáforas como putas
sostenes”.
Tanto años
después, replica Carnero reproduciendo una expresión en “sermo vulgaris” que
choca con la cuidada dicción del resto de sus versos: “Nunca / me he probado
palabras como putas sostenes”.
Lo que hay
detrás de la primorosa caligrafía de Carnero (endecasílabos, heptasílabos,
alejandrinos que no habrían desdeñado firmar Góngora o Darío), no siempre tiene
demasiado interés; el lector no pierde gran cosa cuando no es capaz de seguir
el hilo del poema. Un ejemplo pueden ser las palabras que el paje pintado por
Gozzoli le dirige: “Yo era joven y hermoso; / he envejecido y muerto. El pintor
me salvó; / ¿quién te salvará a ti? No concibes la anchura / ni la profundidad
de mi universo, / lo ves angosto y plano. Son tus ojos / los faltos de agudeza,
no los míos. / Yo estoy fuera del tiempo, la imperfección es tuya. / La
imperfección es signo de la vida”. O no hemos entendido bien o a la obviedad se
añade el error: la obra de arte dura más que el hombre, pero si el modelo de
ese paje “ha envejecido y muerto” anónimamente, ¿de qué le salvó el pintor?
Cualquier fotografía hace lo mismo con nuestra imagen juvenil. La obviedad: “la
imperfección es signo de la vida”. Recordemos el burlón final de Con faldas y a lo loco: “Nadie es
perfecto”.
El origen
de Carta florentina se encuentra,
según ha declarado el autor, en una serie “de recuerdos obsesivos, de sueños,
de versos”, de fragmentos que se fueron escribiendo independientemente; luego
los iría “montando”, en el sentido cinematográfico, para darle una unidad de
conjunto. Es posible que ese trabajo intencionado, que esa labor de edición,
sea precisamente lo que sobra a este largo poema que gana cuando se lee como un
conjunto de recuerdos (Lisboa, el romano Trastevere, San Miniato, Taormina), de
sueños, de obsesiones eróticas, de versos que se independizan de la intención
constructiva del autor y nos seducen con su música y su magia.
Lo salvó al representarlo: su doble pintado hace posible que aquel, en lo que fue y en cuanto fue, no muera. Lo sustrajo al devenir del detrioro. Creo que por ahí se puede entender la coherencia de la imagen. No sé.
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