Severo Ochoa no era de este mundo
Marino Gómez-Santos
Renacimiento.
Sevilla, 2018.
Marino Gómez Santos (Oviedo, 1930) se hizo famoso a finales
de los cincuenta y primeros de los sesenta con una serie de entrevistas,
publicadas en el diario Pueblo, que
ensanchaban los límites de lo que era habitualmente una entrevista
periodística.
Se
publicaban por entregas, a lo largo de una semana, a página completa, una de
aquellas páginas inmensas de entonces, y podían publicarse luego
independientemente en un folleto (ocurrió con la de Marañón) o unas cuantas
reunidas en un volumen de regular extensión.
Esas
entrevistas –la más reciente recopilación se titula Vidas contadas– siguen estando entre los más valioso de su
producción y constituyen, como las que José María Carretero, El Caballero
Audaz, publicó en La Esfera y reunió
luego en los diversos volúmenes de Lo que
sé por mí, una especie de inagotable Comedia
humana, un fascinante retablo de vidas españolas del siglo XX.
Severo Ochoa no era de este mundo puede
emparentarse con otro libro de Marino Gómez Santos publicado hace más de
sesenta años, Baroja y su máscara.
Los títulos de ambos libros podían ser Severo
Ochoa y yo, Baroja y yo. Nos
cuentan la relación personal del autor con esos grandes hombres, conocidos ya
en la ancianidad.
Gómez Santos
–periodista y escritor– tuvo siempre una irresistible proclividad a acercarse a
las figuras ilustres, a entrevistarlas, a fotografiarse con ellas, a ponerse a
su servicio como secretario para todo si era menester. A casa del anciano
Baroja (convertido por aquellas fechas casi en un género literario: no había
incipiente escritor que no le visitara y entrevistara), comenzó a ir todos los
días para mecanografiar lo que el novelista le dictaba. Algunas de sus obras
últimas, como Aquí París, no habrían
sido posibles sin la colaboración decisiva del servicial Marino.
En 1956, el
año en que murió Baroja, se publica Baroja
y su máscara, un volumen algo destartalado, pero que todavía se lee con
gusto. Incluye sugerentes fotografías de Besabé y, además de las conversaciones
con el escritor, artículos y entrevistas firmados, entre otros, por Josefina
Carabias, César González-Ruano (una de las primeras devociones del periodista biógrafo)
o Miguel Pérez Ferrero.
Severo
Ochoa no tiene, como personaje, el encanto de Baroja y eso hace que el nuevo libro que Marino Gómez-Santos le dedica (pasan ya de la media docena)
presente un menor interés. El volumen está basado en el diario que el autor
llevó entre 1967 y 1993, el tiempo que duró su amistad con el científico.
Comenzó en el hotel Palace, con los preliminares de una entrevista para su
sección de Pueblo y se iría
afianzando durante todo lo que le quedaba de vida al premio Nobel, hasta el
punto de que Gómez-Santos sería su albacea testamentario y el secretario de su
Fundación.
Premio
Nobel es la palabra más repetida a lo largo de estas páginas, apenas hay una en
la que no aparezca. Severo Ochoa, discípulo de Negrín (de quien no guarda muy
buen recuerdo: le negó su voto en unas oposiciones, algo que un universitario
español nunca olvida), marchó de España a comienzos de la guerra civil. Marino
Gómez-Santos se cuida mucho de indicarnos que eso no le convierte en un
exiliado político. Marchó para poder seguir desarrollando su trabajo
científico. Acabaría recalando en la Universidad de Nueva York y en ella
investigaba cuando se le concedió, junto a uno de sus colaboradores el premio
Nobel en 1959. Desde esa fecha hasta 1977 fue el único premio Nobel español (y
en una especialidad que solo había obtenido anteriormente Cajal) y eso le
convirtió en una celebridad mediática –incluso fue objetivo de la prensa rosa
por sus presuntos amores con Sara Montiel– y en objeto de todo tipo de reconocimientos.
Aprovechó su influencia para ayudar a crear el Centro de Biología Molecular,
del que se desilusionó pronto.
El interés
de Severo Ochoa no era de este mundo es
más psicológico y sociológico que propiamente literario. Se echa en falta una adecuada
labor de edición que evitara, por ejemplo, que cada vez que aparece el premio
Nobel norteamericano Gajdusek se nos contaran las mismas anécdotas y con las
mismas palabras (páginas168-170 y 189-191).
Interés
psicológico: en la mayor parte del volumen (la sección titulada “Diario sin
fechas”), fallecida la esposa del escritor (en la que este delegaba todo lo que
tenía que ver con su vida práctica), los protagonistas son dos: Severo Ochoa y
su inseparable y deslumbrado acompañante (“Viajar con un Premio Nobel del
carisma de Severo Ochoa incluye consideraciones reservadas a los jefes de
Estado”). Algo del género inaugurado por Léon Gozlan y su Balzac en zapatillas tiene este libro: nos revela muchas de las
debilidades del gran hombre.
Interés
sociológico: la España de los últimos años del franquismo y los primeros de la
democracia, con sus intrigas y sus cabildeos políticos en el medio intelectual,
queda muy bien reflejada en estas páginas. La
memoria cruel tituló Gómez-Santos sus memorias; también podía haberlo
titulado La memoria vengativa, porque
vengativa es la suya: no hay antigua ofensa, real o imaginaria, que quede
impune.
Tras la
muerte de Ochoa, Gómez-Santos fue poco a poco relegado por el patronato de la
Fundación que el Nobel había creado, a pesar de que era secretario de la misma.
En la tercera parte, “La posteridad burlada”, ejerce su derecho al pataleo con
tal motivo.
El “Diario
sin fechas” –un error, un diario de este tipo debería de tener fechas– es una
minuciosa crónica de la decadencia física e intelectual que ocasiona la vejez.
No resulta una lectura demasiado grata, aunque amenizada por los continuos
alfilerazos –o cuchilladas– del narrador a quienes se interpusieron en los
intereses del Nobel, o en sus propios intereses, que acabaron confundiéndose un
poco.
Todo un
personaje Marino Gómez-Santos, que parecía destinado a brillar con luz propia
en sus ambiciosos inicios (iba para sucesor de Gónzález-Ruano), y que de alguna
manera ha sabido no dejarse borrar por el resplandor de las celebridades que
desde siempre tanto le atrayeron.
¿Atrayeron?
ResponderEliminarSí, las celebridades.
EliminarAtrajeron, Martin, atrajeron.
ResponderEliminarPues lo siento, atento Anónimo, pero en este caso me atengo a lo de "sostenella y no enmendalla". Las dos formas me suenan a buen español. Si los gramáticos normativos no acepan la primera, ya la aceptarán, no te preocupes. La lengua la hacemos los hablantes, las normas "recomendadas" se deducen del habla de los hablantes cultos.
ResponderEliminarPuede JLGM hacer de su capa un sayo en cuestiones gramaticales. Pero creo que en ésta en particular no tiene razón. "Atraer", la Academia lo dice y es lógico, se conjuga como "traer". Y "trayeron" en vez de "trajeron" suena, en mi opinión, bastante a lata. Pienso que en este caso es lo mismo.
EliminarEso le dire a mi hijo que responda cuando le corrijan la ortografia: que la lengua la hacen los hablantes...
Eliminar¿Y cómo suena "trayendo", amigo José? Eso de sonar o no sonar responde solo a lo que uno está acostumbrado. Los verbos tienen variantes en la conjugación (que no son caprichos o errores de un hablante concreto) y el decidir que una es correcta y otras no es un poco arbitrario y esa indicación vale sobre todo para los que tienen el español como segunda lengua. Conocer bien una lengua nada tiene que ver con las normas escolares, no siempre atinadas (la Academia prohibía hace años decir "a por", entre otras lindezas)
EliminarY sin embargo se dice ATRAYENTE y no ATRAJENTE. Y no suena mal. Hay mucho de arbitrario en el uso popular y en uso de la Academia.
EliminarEl uso popular es el que acaba siempre ganando la partida y la Academia (que nada tiene que ver con gramaticalerías normativas) lo tiene siempre muy en cuenta.
EliminarDeseando que lleguen viernes y domingos para leer al señor García Martín.
ResponderEliminarAnónimo, anónimo, ¿qué tienen que ver la lengua, que es fundamentalmente oral, con la ortografía? La ortografía es una convención para reproducir la lengua oral. Cambia por acuerdo sin que cambie la lengua. No cambiaría en nada el el español si la academia decidiera, muy sensatamente, prescindir de las haches (se hizo en Italia). Escribiríamos “Omero” y “ombre” y eso no modificaría en nada al español, como no lo modifica escribir “este” en lugar de “éste” cuando es pronombre.
ResponderEliminarRecuerda, querido José Luis, que en parte de tu Extremadura, la "h" suena como una aspirada fuerte. ¿Hace falta recordar a Chamizo y aquello de "jacha" o "jiguera"? Abrazos.
ResponderEliminarPero una cosa, Ángel, es escribir en español y otra en uno de los dialectos del español. Yo me refería a la lengua estándar.
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