lunes, 10 de junio de 2019

Prontuario de perplejidades



El intruso honorífico.
Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales
y conceptuales del mundo
Felipe Benítez Reyes
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2019.

Para organizar el caos, nada como el orden alfabético. No es Felipe Benítez Reyes el primero –ni será el último– que nos ofrece una colección de pequeños ensayos y ocurrencias varias bajo la forma de un diccionario. Él cita como antecedente la Nueva Enciclopedia de Alberto Savinio. También podía citar El arca de las palabras de Andrés Trapiello, los diccionarios temáticos –la literatura, el arte– de Francisco Umbral o Félix de Azúa (por no referirnos a un autor menos prestigioso, pero no más disparatado ni menos ocurrente, Noel Clarasó y su Diccionario humorístico).
            La forma es común, pero el contenido depende de la personalidad del autor. Casi todo Benítez Reyes está en estas páginas ingeniosas en las que al término “erudición” le sigue “escaparate”, “perro” a “periodista” y “unicornio” a “ultratumba”, en coyundas regidas por el azar del alfabeto.
            Entre los varios núcleos temáticos que vertebran esta miscelánea, destacan las figuras retóricas, los géneros literarios y los perfiles de escritores. A veces el humor parece transformarse en desidia. Un ejemplo, la definición de “anástrofe”: “Modalidad de hiperbaton que no vale la pena definir, al menos de momento”. En ocasiones, se acumulan definiciones ajenas, como ocurre en “poesía”, tras una “definición” propia: “Suma de renglones más cortos de lo normal en que cada palabra tiene que hacer un esfuerzo al menos dos veces superior al acostumbrado, y por la mitad de precio”. Ese procedimiento acumulativo resulta muy eficaz en el caso de Verlaine, donde las cuatro primeras definiciones refieren anécdotas truculentas y, en algún caso, especialmente brutales de su biografía y la última dice simplemente “delicado poeta”.
            En las definiciones de escritores hay eutrapelia y sátira, como en el caso de Vicente Aleixandre: “Poeta andaluz con mentalidad lírica de guía turístico de las selvas más o menos amazónicas –con animales salvajes y todo eso– que convirtió la calle Velintonia en una especie de Palmar de Troya”. También hay intentos de humor de dudosa eficacia. De “Ramón” se nos dice que era “un hijo de notario que tuvo que pasarse la vida jugando a la ruleta rusa del ingenio para que la gente se olvidase de que se apellidaba Gómez”. Pero no se apellidaba Gómez, sino Gómez de la Serna, que no es lo mismo.
            De vez en cuando, en las entradas de tema literario, nos encontramos con algún pastiche –romance, soneto, epigrama– que nos hace recordar uno de los más divertidos libros de Benítez Reyes: su antología apócrifa Vidas improbables.
            Las ciudades son otro de los temas recurrentes en este prontuario. Excelente resulta la entrada dedicada a Cádiz, que contrasta con el resto, un tanto desganado, y donde Venecia, que ha propiciado tanta literatura, se reduce a un anécdota inverosímil: una paloma que se ha herido en el pecho y que tiñe de rojo uno de los charcos que la lluvia forma junto al Palacio Ducal. Así contado, parece una parodia de la convencional literatura veneciana, pero Benítez Reyes glosa el incidente completamente en serio: “Unas gotas de sangre mezcladas con la lluvia. La insignificancia de un drama frente al esplendor mecánico de la lluvia”.
            Varias entradas –las menos ligadas a la ingeniosa ocurrencia– nos remiten a los recuerdos de infancia y nos traen a la memoria su espléndida novela corta La propiedad del paraíso. Es el caso de “Cines de verano” o de “Verano”, con sus toques de lirismo y costumbrismo.
            Heredero de Gómez de la Serna, como Umbral y tantos otros, Benítez Reyes trufa su miscelánea de greguerías: “Colgada de un tendedero, una colada de calcetines parece un cónclave de ahorcados invisibles”. Su herencia ramoniana se muestra también en la capacidad de ver de manera insólita los objetos cotidianos. Ejemplos, aparte del ya citado “calcetín”, pueden ser “cama”, “mercado” o “paraguas”.
            Los sueños y los viajes imaginarios nos ofrecen una buena muestra del mejor Benítez Reyes. No está siempre acertado cuando recurre a citas a menudo no bien seleccionadas e intercambiables. Un término como “obra maestra” daría para mucho, pero Benítez Reyes reduce la entrada a una cita de los hermanos Goncourt (no es el único caso, véase “risa”): “un libro nunca es una obra maestra, sino que se transforma en tal. El genio es el talento de un hombre muerto”. ¿Un hombre con talento después de muerto se convierte en genio? La cita no parece demasiado feliz ni viene demasiado a cuento.
            Pocos escritores, en su generación y en cualquier otra, tan dotados para la literatura, en sus más diversos registros, como Felipe Benítez Reyes, pocos con tanta brillantez estilística, con tanta capacidad para emocionarnos, sorprendernos, hacernos ver el mundo de otra manera.
            Pero es un escritor profesional y la profesionalidad no siempre le sienta bien a la literatura: estajanovista de las letras, plusmarquista de los premios literarios, su facilidad le juega a veces alguna mala pasada.
            El cajón de sastre que es este libro habría ganado en eficacia con una rigurosa poda, con la eliminación de no escaso material de relleno. Claro que ese es un reparo que tampoco importa mucho en un tipo de obras hechas para picotear y en las que saltarse páginas resulta casi una obligación.
            En El intruso honorífico no escasea el humor, ya lo hemos dicho, pero el mayor rasgo de humor se encuentra en que, según se indica en la cubierta, ha obtenido el premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, que es como darle el premio Nobel de Física al autor de un manual de juegos de manos y física recreativa.
           

1 comentario:

  1. b y la tele (variación)4 de julio de 2019, 0:30

    Soñaba con identificar
    todos los sones de la naturaleza:
    el del mar, el del río, el del viento y la lluvia,
    el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.
    Las aves cantaban y él no oía su canto:
    señales de alarma.
    Implacable la sordera,
    noche de los sonidos.
    Compuso imaginando.
    Nunca pudo escuchar.
    Murió en el noventa y siete
    (es lo que piensan los desinformados),
    pero yo lo he visto en la pastelería.
    Fue en los años de la crisis. Ocupábamos
    asientos contiguos. Yo lo reconocí
    por su expresión huraña y feroz.
    Y también por el desaliño de que nos hablan.
    Escribí esta palabra:
    “Excelente”. Y él asintió
    “No se moleste en escribir, oigo perfectamente”.
    Después hablamos de música,
    (sin duda se dio cuenta
    de que acababa de reconocerlo.)
    Avisaron que había que volver
    a la sala para el plato fuerte,
    Pero él dio media vuelta,
    y se marchaba.
    “Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté.
    “Yo regreso al hotel. Voy a escuchar
    la Novena Sinfonía en el televisor,
    la transmiten en directo”, contestó.
    “¿Me permite que le acompañe?”, dije.
    Y se encogió de hombros.
    Pues aquí acaba todo.
    Ante el televisor,
    escuchamos el golpe de la batuta
    sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.
    Entonces se levantó y apagó el sonido.
    Ahora sí que el silencio era absoluto.
    Canturreaba a veces, levantaba la mano
    para indicar la entrada a los timbales.
    Lloró con el adagio,
    enardeció cuando cantaba el coro
    las palabras.
    Yo nunca quise oír
    lo que él oía. Finalizó el concierto.
    Fue entonces cuando se levantó,
    y se acercó al televisor,
    recuperó el sonido.
    Las cámaras enfocaban ahora
    al público enardecido.
    Oía los aplausos
    que no podía oír en Viena.

    Hierro
    https://www.youtube.com/watch?v=DSGyEsJ17cI

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