jueves, 26 de mayo de 2022

El ritmo que nos piensa

Los daños
Lorenzo Oliván
Tusquets. Barcelona, 2022.
 

No es Lorenzo Oliván un poeta que busque el contagio emocional inmediato. Gusta de las palabras abstractas, de reflexionar sobre lo que ve, o mejor aún, de convertir la mirada en una forma de reflexión, en el centro de su teoría.

            Poesía metafísica, podríamos decir. Pero es la de Lorenzo Oliván una metafísica que no parte de ideas abstractas, que no busca explicitar una objetiva concepción del mundo al margen de la persona concreta que la formula. Su poesía parte de muy concretas experiencias vitales: la paternidad, la muerte del padre, una excursión al monte Buciero, noches de insomnio. También incluye temas que suelen denominarse culturalistas: la música de Bach, un cuadro de Fray Angélico o de Balthus, las esculturas de Chillida. Trata siempre de ir más allá de la anécdota, de tomarla como trampolín para una cierta abstracción, para un enunciado de, a menudo paradójicas, ideas generales. Pero el punto de partida está siempre ahí por mucho que el poeta juegue a oscurecerlo —algunas veces, pocas por fortuna, se le va la mano— y el poema solo se abre ante el lector cuando lo descubre.

            Más quevediano que gongorino, Lorenzo Oliván tiene mucho de conceptista. Comenzó su labor literaria con un homenaje a Ramón Gómez de la Serna, Cuatro trazos, en el año de su centenario y luego ha cultivado, antes de que se convirtiera en una invasiva moda, el aforismo. Aunque nada más ajeno a él que el chisporroteo superficial del ingenio, conserva mucho de la agudeza sorprendente del greguerista. “Miramos, como puestos de puntillas, / por encima de un muro, / casi bandidos de nosotros mismos”, leemos en el poema “Maldito tiempo” referido a una época reciente de azuzados terrores medievales y de cara tapada fuera o no necesario.

            Las limitaciones de un poeta son la otra cara de sus virtudes. Los poemas “Noche cerrada” y “Si no puedes dormir” tratan del insomnio y pueden ejemplificar desaciertos y aciertos. El primero, un poema frustrado, con su banal anécdota privada (ese repetido “¿A qué sí?”); el segundo, con su comienzo a lo Álvaro de Campos (“Huyes de madrugada por una carretera solitaria”) ejemplifica bien el dicho de Amiel: “Un paisaje es un estado del alma”. 

            Con lenguaje preciso, sin grasa retórica, Lorenzo Oliván reúne en Los daños un puñado de poemas memorables. Cito algunos: “El único lugar”, donde los cuerpos que se aman son “la síntesis extrema de la tierra”, “el gran bosque de símbolos”; “Restos de un paisaje”, en que se ejemplifica “la erosión / del viento del lenguaje / sobre todas las cosas”; “El viaje se vacía”, que parece reescribir de la manera más minimalista posible el enfático “Mujer con alcuza”, de Dámaso Alonso; “Mirador”, con ese verso que ejemplifica bien su poética: “Piensas mucho mejor con los ojos abiertos”.

            Pero ese deseo de ir a lo esencial, de no quedarse en el recuento de experiencias, le juega a veces al poeta algunas malas pasadas. La “distancia intrínseca” en que se encierra la realidad, según se nos dice, por dos veces, en el primer poema ejemplifica bien el gusto por cierta palabrería abstracta que parece producir un espejismo de profundidad. “Casi todo es abstracto” titula precisamente un poema. Pero no es lo mismo el término “abstracto” popularizado en la pintura, donde se opone a “figurativo” (una acepción reciente), que en filosofía o en otros ámbitos, en los que se opone a “concreto”. En su poema —escrito en prosa, como otros varios del libro— confunde Lorenzo Oliván ambas acepciones: “Debajo de la piel del mundo o de nosotros casi todo es abstracto. Nuestra sangre es abstracta, nuestras venas y arterias, nuestros nervios, la piedra arbórea de nuestro esqueleto, la raíz ocular y el ojo luminoso al que alimenta”. Y continúa luego la enumeración. Abstractos serían la vetas de metal bajo la tierra, la fruta abierta en dos, el anillos de los árboles, los granos de arena, las nubes, incluso “el polvo del camino si le da vida el viento”. Y de ahí deduce que “la realidad, de forma paradójica, resulta realista solo al primer vistazo y en su primera piel”. Lo que parece querer decir es que, vistas de cerca, ciertas realidades —el tronco de un árbol, la pulpa de una futa, un muro— presentan texturas similares a las de la pintura abstracta, pero eso no supone que sean menos concretos.

            “Dejarse ir en el ritmo que nos piensa” es un verso que podría servir de lema a todo el libro. Vale para el poeta que lo escribe y para el lector que lee, a veces sin entender del todo.      

            Ciertos sofismas con los que de vez en cuando nos tropezamos, las moralejas conceptuales que tienden a cerrar los poemas, no impiden que este libro suponga un ir audazmente más allá en la obra poética de su autor y en la poesía española contemporánea.                                                                   

           

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