Los daños
Lorenzo Oliván
Tusquets. Barcelona,
2022.
No es Lorenzo Oliván un poeta que busque el contagio
emocional inmediato. Gusta de las palabras abstractas, de reflexionar sobre lo
que ve, o mejor aún, de convertir la mirada en una forma de reflexión, en el
centro de su teoría.
Poesía
metafísica, podríamos decir. Pero es la de Lorenzo Oliván una metafísica que no
parte de ideas abstractas, que no busca explicitar una objetiva concepción del
mundo al margen de la persona concreta que la formula. Su poesía parte de muy
concretas experiencias vitales: la paternidad, la muerte del padre, una
excursión al monte Buciero, noches de insomnio. También incluye temas que
suelen denominarse culturalistas: la música de Bach, un cuadro de Fray Angélico
o de Balthus, las esculturas de Chillida. Trata siempre de ir más allá de la
anécdota, de tomarla como trampolín para una cierta abstracción, para un
enunciado de, a menudo paradójicas, ideas generales. Pero el punto de partida
está siempre ahí por mucho que el poeta juegue a oscurecerlo —algunas veces, pocas por
fortuna, se le va la mano— y el poema solo se abre ante el lector cuando lo
descubre.
Más quevediano que gongorino,
Lorenzo Oliván tiene mucho de conceptista. Comenzó su labor literaria con un
homenaje a Ramón Gómez de la Serna, Cuatro trazos, en el año de su
centenario y luego ha cultivado, antes de que se convirtiera en una invasiva
moda, el aforismo. Aunque nada más ajeno a él que el chisporroteo superficial
del ingenio, conserva mucho de la agudeza sorprendente del greguerista. “Miramos,
como puestos de puntillas, / por encima de un muro, / casi bandidos de nosotros
mismos”, leemos en el poema “Maldito tiempo” referido a una época reciente de
azuzados terrores medievales y de cara tapada fuera o no necesario.
Las limitaciones de un poeta son la
otra cara de sus virtudes. Los poemas “Noche cerrada” y “Si no puedes dormir” tratan
del insomnio y pueden ejemplificar desaciertos y aciertos. El primero, un poema frustrado,
con su banal anécdota privada (ese repetido “¿A qué sí?”); el segundo, con su
comienzo a lo Álvaro de Campos (“Huyes de madrugada por una carretera
solitaria”) ejemplifica bien el dicho de Amiel: “Un paisaje es un estado del
alma”.
Con lenguaje preciso, sin grasa
retórica, Lorenzo Oliván reúne en Los daños un puñado de poemas
memorables. Cito algunos: “El único lugar”, donde los cuerpos que se aman son
“la síntesis extrema de la tierra”, “el gran bosque de símbolos”; “Restos de un
paisaje”, en que se ejemplifica “la erosión / del viento del lenguaje / sobre
todas las cosas”; “El viaje se vacía”, que parece reescribir de la manera más
minimalista posible el enfático “Mujer con alcuza”, de Dámaso Alonso;
“Mirador”, con ese verso que ejemplifica bien su poética: “Piensas mucho mejor
con los ojos abiertos”.
Pero ese deseo de ir a lo esencial,
de no quedarse en el recuento de experiencias, le juega a veces al poeta
algunas malas pasadas. La “distancia intrínseca” en que se encierra la realidad,
según se nos dice, por dos veces, en el primer poema ejemplifica bien el gusto
por cierta palabrería abstracta que parece producir un espejismo de
profundidad. “Casi todo es abstracto” titula precisamente un poema. Pero no es
lo mismo el término “abstracto” popularizado en la pintura, donde se opone a “figurativo”
(una acepción reciente), que en filosofía o en otros ámbitos, en los que se
opone a “concreto”. En su poema —escrito en prosa, como otros varios del libro—
confunde Lorenzo Oliván ambas acepciones: “Debajo de la piel del mundo o de
nosotros casi todo es abstracto. Nuestra sangre es abstracta, nuestras venas y
arterias, nuestros nervios, la piedra arbórea de nuestro esqueleto, la raíz
ocular y el ojo luminoso al que alimenta”. Y continúa luego la enumeración.
Abstractos serían la vetas de metal bajo la tierra, la fruta abierta en dos, el
anillos de los árboles, los granos de arena, las nubes, incluso “el polvo del
camino si le da vida el viento”. Y de ahí deduce que “la realidad, de forma paradójica,
resulta realista solo al primer vistazo y en su primera piel”. Lo que parece
querer decir es que, vistas de cerca, ciertas realidades —el tronco de un
árbol, la pulpa de una futa, un muro— presentan texturas similares a las de la
pintura abstracta, pero eso no supone que sean menos concretos.
“Dejarse ir en el ritmo que nos
piensa” es un verso que podría servir de lema a todo el libro. Vale para el
poeta que lo escribe y para el lector que lee, a veces sin entender del todo.
Ciertos sofismas con los que de vez
en cuando nos tropezamos, las moralejas conceptuales que tienden a cerrar los
poemas, no impiden que este libro suponga un ir audazmente más allá en la obra
poética de su autor y en la poesía española contemporánea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario