lunes, 16 de mayo de 2022

Genialidad y disparate

 

Escritores españoles en París
José Esteban
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.

Hubo un tiempo en que París fue la capital de la literatura española. Ocurrió muy llamativamente en el llamado fin de siglo, en el paso del XIX al XX, pero no solo. En esos años viajar a Paris, empaparse de París, era la primera asignatura que tenía que cumplir quien quería seguir la carrera literaria. Y el introductor de embajadores era Enrique Gómez Carrillo, un joven guatemalteco que llegó a ser más parisino que los propios parisinos. En ese tiempo, las crónicas de París constituían una sección que no podía faltar en ningún periódico.

            Pero la fascinación por París comenzó mucho antes, en el afrancesado —nunca mejor dicho— siglo XVIII y duró hasta bien avanzado el siglo XX, no solo para los escritores españoles, también —y quizá con mayor intensidad— para los latinoamericanos. Sin París no se entiende Rubén Darío, pero tampoco Julio Cortázar.

            No es José Esteban el primero que se ocupa de esa relación, pero su libro Escritores españoles en París quiere ser el más abarcador. Comienza con Ignacio de Luzán, famoso por su poética neoclásica, y termina con el poco conocido Lorenzo Varela, uno de los exiliados de la guerra civil.

            José Esteban, que nació en 1935, que ha sido editor, que ha publicado cerca de cien títulos de la más variada temática (entre ellos un Breviario del cocido y un Refranero anticlerical), que conoce como nadie a las figuras mayores y, sobre todo, a las menores de la llamada Edad de Plata, es un erudito que no tiene nada de académico, ni en lo bueno ni en lo malo.

            Escritores españoles en París resulta así un libro un tanto descacharrado que repite párrafos, que equivoca fechas, que no sigue idéntico criterio para todos los autores: de unos nos ofrece una semblanza y de otros se limita a reproducir algún texto relacionado con París. Al principio, nos irrita un poco este desarreglo, pero no tardamos en perdonárselo. Ocurre con José Esteban lo que con el último Baroja, el de los tomos de memorias y los libros escritos precisamente en París, como Paseos de un solitario, en los que repetía anécdotas, se enredaba con la sintaxis y juntaba y rejuntaba viejos papeles. No tardábamos en perdonárselo porque nunca le faltaba esa cualidad que —lo decía Borges a propósito de Stevenson— hace prescindible todas las demás: el encanto. A José Esteban no le pedimos precisiones bibliográficas (fáciles de encontrar, por otra parte), sino que nos llame la atención sobre autores olvidados y artículos perdidos en la selva selvaggia —a pesar de la digitalización—  de las hemerotecas.

            Aunque el volumen incluye hermosas páginas dedicadas a la capital de Francia que fue, y sigue siendo, una de las capitales del mundo, no es el valor literario de los textos que antologa lo que más destaca, sino el sociológico. En un principio, lo que más llamaba la atención de los españoles en París, era algo tan trivial, desde nuestro punto de vista, como el que en las tiendas hubiera vendedoras. “Esta utilidad o llámese explotación del trabajo mujeril —escribe Mesonero Romanos—  es uno de los extremos en que las costumbres francesas se apartan notablemente de las nuestras. La galantería y la susceptibilidad española no suelen avenirse bien con la idea de hacer de la mujer un compañero en el trabajo, y menos aún la de servirse de su atractivo como un medio de especulación”.

            Mesonero Romanos escribía en 1840. Más de un siglo después, cuando Buñuel dicta Mi último suspiro no tiene inconveniente en contar como una hazaña de sus años en París el utilizar el clorhidrato de yohimbina, un afrodisíaco que añadían discretamente al champaña, para vencer las resistencia de las chicas que se resistían a sus encantos.

            Unamuno fue uno de los pocos escritores que supo resistirse a la fascinación de París. Primo de Rivera le desterró a Fuerteventura y un barco francés, financiado por el diario Le Quotidien que quería convertirlo en colaborar exclusivo, le llevó a París. Coincidió allí con Blasco Ibáñez, el otro gran opositor a la dictadura, y asistieron juntos a algunas tertulias, aunque eran caracteres incompatibles. Bien conocida es la anécdota en que, asomados los dos a un gran balcón sobre los Campos Elíseos, el autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis le dijo: “¿Qué puede echarse de menos en este lugar del mundo?”. “¡Gredos!”, respondió Unamuno, como podía haber dicho la carretera de Zamora, “soñadero feliz de mi costumbre”.

            Algunos de los textos que incluye José Esteban son bien conocidos, pero no nos importa volver a releerlos, como el magnífico retrato que Julio Camba hace de Alejandro Sawa, el Max Estrella valleinclanesco, la más clara víctima del hechizo de París, o sus precisiones gastronómicas: “Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita. Francia es un pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que necesita. Inglaterra está ágil. Francia está gorda. España está en los huesos”.

            Era otra época. No se ha inventado máquina mejor de viajar en el tiempo que la literatura. Ni más amena novela, si se sabe contar, que la historia de la literatura y las vidas de los que la han hecho posible, tragicomedia donde toda genialidad y todo disparate tienen su asiento.

3 comentarios:

  1. Las genialidades, que se indisciplinana :-)

    Un abrazo, y gracias

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  2. He leído buena parte de este libro, que cayó en mis manos de forma casual. Lo encontré en un expositor de mi biblioteca habitual y me lo llevé sin tener referencia alguna sobre él ni sobre su autor. Creo que es una obra apresurada, poco trabajada y con bastante material de relleno, además de considerablemente irregular. Hay capítulos que no están mal, aunque sin ser en absoluto brillantes y otros que dejan mucho que desear. La mitad de la paginación es material de antología y no demasiado bien seleccionado. Me sorprende la benevolencia de este artículo en un crítico con fama de duro como usted.

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  3. Completamente de acuerdo. El libro habría necesitado una buena revisión editorial, que el autor, un benemérito erudito cercano a los noventa años, no está en condiciones de hacer. Me dejé llevar por el atractivo del tema.

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